DonostiÆterna

/ Javier Gonzalez de Durana /

A Montse Fornells

Es un asunto de insoportable cotidianidad la destrucción del patrimonio arquitectónico en Donostia. Ayer era una estación ferroviaria y un palacete, ambos del siglo XIX, hoy es el vaciado interior de un inmueble de viviendas y otro edificio que era el uno de los cines más antiguos de Europa, los dos con más de un siglo de vida, y mañana será una singular construcción industrial o una villa con jardín de los pasados años 40. La lista es ya demasiado larga. Los avisos, quejas y lamentos de asociaciones -en particular, Áncora– preocupadas por la preservación de esa riqueza excepcional, acumulada con esmero y delicadeza durante generaciones, no surten efecto en los responsables municipales. Así, poco a poco, el paisaje urbano que fue considerado uno de los más hermosos que podían contemplarse va desapareciendo ante nuestros ojos.

Podría pensarse que esto viene sucediendo desde hace relativamente poco tiempo, al ser una situación que ha tomado densidad, intensidad y volumen en las últimas dos décadas. Una de las causas está siendo un desmesurado incremento turistificador que desaloja vecinos locales para reconvertir pisos en apartamentos donde otras gentes puedan vivir unos pocos días de hospedaje. Sin embargo, esta tendencia que expulsa a los residentes tradicionales de sus casas y vacía de comercios las calles no es el único factor. También opera en esa destrucción la codicia por medio del aprovechamiento al límite -y más allá- del suelo disponible y la edificabilidad permitida. Además, no es algo tan reciente. Viene de muy atrás. El turismo hizo a Donostia y el turismo la está destruyendo. Lo que parecía destinado a ser eterno no lo será.

Hace 60 años, en 1964, el arquitecto municipal Luis Jesús Arizmendi (San Sebastián, 1912-1981) revelaba la existencia de presiones dentro del ayuntamiento para permitir la construcción de un edificio que rompía con el equilibrio existente entre los del Ensanche en lo concerniente a sus alturas. Se trataba, precisamente, de un hotel, el Orly.

El solar donde se levantó el Orly lo había venido ocupando un depósito provincial de preciosa arquitectura, erigido en 1887-88 con autoría de Manuel Echave. Al quedar sin uso, fue derribado y la Diputación (su propietaria) encargó al Ayuntamiento la redacción de las bases para sacar a concurso la construcción de un edificio para viviendas y hotel en ese solar rodeado por las calles San Martín (20 metros de anchura, lo que permitía edificar planta baja, cinco plantas y otra más retranqueada), Blas de Lezo y Triunfo (12 metros de anchura, permitiendo planta baja, cuatro plantas y una más en retranqueo), más la plaza Zaragoza por delante.

Al redactar las bases del concurso el arquitecto municipal tuvo en cuenta la anchura de la calle San Martín para autorizar un edificio destinado a viviendas, quedando más o menos igualado a los edificios cercanos. Sin embargo, la parte del edificio orientada a las calles Triunfo y Blas de Lezo, más estrechas, proyectaba un estrechamiento en planta de forma que esas dos calles ganaban anchura. Algo similar sucedía en la parte orientada a la plaza Zaragoza al permitir el retroceso del edificio respecto a la línea de fachadas de la calle. Así, los metros que el edificio perdía en planta se compensaban con más volumen en altura, pero no fue sólo una compensación. Este trastoque de edificabilidad proporcionó una sustancial ganancia de metros cuadrados útiles: la redistribución de volúmenes distó de ser igualitaria. Además, la mitad superior del inmueble, al alzarse por encima de las construcciones delanteras, ganaba la visión de la bahía.

Arizmendi fue quien redactó las bases para que un edificio de planta baja más doce plantas surgiera ahí, pero no estaba de acuerdo con la decisión política que lo autorizaba. Tuvo presiones. Desde 1948 hasta 1968 Arizmendi fue Jefe de los Servicios Técnicos de Arquitectura, siendo autor del Plan Director de la Ciudad de San Sebastián de 1959. Era un humanista que realizó estudios sobre defensa de cascos urbanos, circulación viaria, parques y jardines, estacionamientos y limitación de crecimiento de ciudades.

El concurso lo ganó el constructor José Lizarazu y el arquitecto que diseñó el edificio fue Francisco Antonio Zaldua, un interesante profesional que desde mediados de los años 20 venía desarrollando su actividad con buenos resultados, transitando por el art-decó, el racionalismo, el historicismo… hasta desembocar en esta torre de traza moderna que, a mí, siempre me ha gustado.

«En la fotografía aparece el edificio de altura a que se hace mención en la ‘Anécdota final’. Triste ejemplo de lo que no debe hacerse», escribió Luis Jesús Arizmendi.

¿Cómo expuso Arizmendi su desacuerdo? Además de hacerlo en la propia corporación municipal, se valió de un artículo que escribió para la revista ARQUITECTURA, cuyo número 69 (Madrid, septiembre de 1964) estuvo dedicado íntegramente a San Sebastián. El texto se llamó «Sobre los derribos y la renovación de las ciudades. Previsiones y normas», pp. 7-16, y a continuación reproduzco de él tan sólo la parte final. Quien desee leerlo completo -no es muy largo- puede hacerlo aquí.

Estamos construyendo nuestra fisonomía del año 2000, llena de privilegiadas singularidades. El hecho acrecienta nuestra responsabilidad. Reflexionemos. Porque el «nativo» radicante en el lugar, morador y vecino, sabe que «aquello no está bien». La televisión (mágico elemento divulgador), radio y prensa, le han orientado lo bastante. Se da cuenta de que a la personalidad de su tierra le han impuesto el uniforme de la mediocridad, sepultando en vida todos sus maravillosos incentivos. Es misión de los arquitectos divulgar entre las gentes aquellos principios de vida colectiva intuídos por ellas. Ayudarlas en la justificación de los conceptos legales que han de amparar la defensa legítima de sus respetables derechos. 

El ámbito histórico y tradicional de la ciudad pertenece a todos, y dado que al construirse desarrolló su cuerpo merced a una situación jurídica establecida, todos debemos evitar las iniciativas de imposible coexistencia social. Rechazar de plano la elección de tanto volumen impertinente que si bien ofrece a ciertas gentes gozo, contemplando vistas de excepción y privilegio desde los huecos de sus ventanas, sustraen a la colectividad el disfrute de los panoramas naturales, obligándole a soportar su enfática presencia junto a las congestiones y desequilibrios originados por un inadmisible y antisocial privilegio. 

Para evitarlo, sea cual fuere nuestra situación llegado el momento, propugnemos la radicación de estas iniciativas en zonas marginales y áreas nuevas. Y, repetimos, si las ideas urbanísticas no han modificado las costumbres de los hombres que viven en las ciudades, es mejor cambiar de ideas. Por ejemplo: si el automóvil es ya un miembro de la familia y al mismo tiempo útil común de trabajo, que viva junto a nosotros. Debemos lograrlo para quienes habitan en el casco urbano. Y será imperdonable que hoy, en áreas nuevas, edificando para el año 2000, olvidáramos «alojarlo en casa». 

Anécdota final. La ciudad de San Sebastián es un conjunto equilibrado al que presta singular atractivo la uniformidad de volúmenes y materiales, acertadamente distribuída por su recinto planificado. Es obra tranquila, simple y en general modesta; pero radicada sobre terrenos gozando de dotaciones urbanísticas completas. A caballo sobre tierras bellas por sí mismas, el mar y la montaña se han dado cita en un territorio excepcional. Que sepamos, en ninguna otra ciudad se alojan tantas familias dispersas en su área urbana, todas convencidas de habitar en el mejor punto de la misma.

La frase muy popular se halla en boca de cualquier vecino. Dicen: ¿verdad que como esta vista no hay otra en San Sebastián? Y así lo creen. Ello es síntoma de natural y auténtica «felicidad comunitaria». A nuestro parecer, el secreto de aquella dicha lo proporcionan sus edificios construídos sin afanes publicitarios ni exhibicionistas. La contemplación simultánea por doquier de sus alzados regulares discretamente ordenados. Y es que hasta el momento no han cuajado en su territorio las excepciones de mayor altura; lo que sí ha ocurrido en otras ciudades españolas. La sola excepción, «el edificio Orly», es un triste ejemplo de lo que no debe hacerse. Y así consta en el expediente. 

En su día nos tocó advertir que el solar no era apto para justificar el nacimiento de un bloque presidencial, desbordando la escala general de la ciudad. Y también con dicho motivo significar por vez primera nuestras opiniones contrarias a los volúmenes privilegiados (admitidos en otras partes), etc. Mas grupos de presión, actuando sobre la buena fe de la Diputación y el Ayuntamiento, lograron sacar adelante el aumento del volumen superior, adjudicándoselo a la parcela que iba a subastarse (el técnico informa nada más). Sólo en último extremo logramos que, cuando menos, las plantas elevadas se dedicaran a hotel de primera categoría (¡mediante inscripción registral!), impidiendo la ubicación en esta zona privilegiada alta de viviendas-apartamentos.

El elevado montante de la cifra alcanzada en la subasta probó que el adjudicatario había detectado el rendimiento excepcional financiero del cuerpo alto. El acto administrativo confirmando nuestros presagios nos daba la razón. Pero, ¡ay!, demasiado tarde. La operación se había consumado. Y así nació un derecho que jamás debió existir, hollando el familiar paisaje de la «ciudad equilibrada». Rompiendo la vestidura añeja de su silueta horizontal.

No obstante, como la verdadera historia rara vez se divulga, hubo quienes, juzgando erróneamente lo sucedido y carentes de información, nos atribuyeron complacencia a tal desafuero urbanístico (aquí aludo a la revista que publicó la carta abierta al alcalde de San Sebastián). Nada más lejos de la verdad. Gajes del oficio, diremos, injustos y amargos en tan triste ocasión y circunstancia. ¿Oponiéndonos habíamos luchado en vano? De ninguna manera. Gracias a ello es hoy para muchos inteligible cuanto vaticinábamos.

Precisamente la Corporación actual, deseando, como antaño, seguir ejerciendo sobre todo el país la influencia ejemplar de su brillante pasado urbanístico e inigualado conjunto arquitectónico, está en vísperas de dar un paso resuelto y decisivo en la resolución de los problemas expuestos. Prueba fehaciente de todo ello será la ordenanza especial «para la salvaguardia del patrimonio estético e histórico de la ciudad en el recinto ya planificado y el mantenimiento de su equilibrio urbanístico-social, evitando la congestión orgánica de vías, espacios libres y servicios». Esta normativa ambiciosa, laboriosamente gestada por la Corporación, expertos vecinos y el equipo técnico municipal, pretenderá ordenar en justicia la renovación de la ciudad. 

Es curioso que Arizmendi no se lamentara por la desaparición del histórico depósito provincial que estuvo en ese solar y centrara su crítica tan sólo en la altura del nuevo edificio, prueba de cómo ha evolucionado en concepto de patrimonio arquitectónico en estas décadas. Tampoco criticó el diseño del Orly, indicio de que no le disgustaba. Por desgracia, su ordenanza, «para la salvaguardia del patrimonio estético e histórico de la ciudad en el recinto ya planificado y el mantenimiento de su equilibrio urbanístico-social, evitando la congestión orgánica de vías, espacios libres y servicios», hace tiempo sus sucesores en el cargo municipal se la pasaron por el arco de triunfo.

Todas las fotografías y fotomontajes de las riberas del Urumea fueron tomadas y elaborados por Luis Jesús Arizmendi, presentándolas como pruebas demostrativas del equilibrio en las alturas de las edificaciones.

Ramiro Tapia, muralista en el cine Capitol

/ Javier González de Durana /

Acabo de saber que el pasado 11 de febrero falleció en Salamanca el pintor Ramiro Tapia, a los 93 años. Fue el autor de un enorme mural -70 metros cuadrados de superficie- en el vestíbulo del cine Capitol, en Bilbao, inaugurado el 6 de abril de 1958, Domingo de Resurrección, con el estreno de la película musical Ellos y ellas (Guys and Dolls, 1955), de Joseph L. Mankiewicz. Tanto el cine como el edificio que lo acogía formaban parte de un proyecto diseñado por el arquitecto zarauztarra José Luis Sanz-Magallón con la ayuda del entonces joven Álvaro Libano. Tapia había abandonado pocos años antes los estudios de arquitectura para dedicarse a la pintura y el diseño textil, un abandono que a continuación seguiría el propio Sanz-Magallón para entregarse también a la pintura. Los adjetivos usados por la prensa bilbaína para describir el nuevo local estaban en la línea de «espléndido», «digno de Bilbao», «modernísimo», «elegante y confortable sala», destacándose «la riqueza de materiales», «su doble vestíbulo, en la planta baja y primer piso», «un jardín interior bajo la escalera», las «figuras vitrificadas con plástico» y «la iluminación». La importancia arquitectónica del Capitol fue perfectamente estudiada por Bernardo I. García de la Torre en su libro Arquitectura para el cine en Bilbao, que en su día comentamos aquí.

A la inauguración de la sala de cine asistieron las primeras autoridades civiles, militares y religiosas de Bilbao. El alcalde, Joaquín de Zuazagoitia, pronunció un breve, pero «ameno y enjundioso», discurso acerca de la importancia artística del cine en sociedades modernas como la ciudad que él dirigía, la cual, con éste, pasaba a disponer de 28 establecimientos. Eran tiempos en que importaba el número de cines y no el de turistas. La crítica cinematográfica estuvo de acuerdo en que la calidad del envoltorio (el local) era muy superior a la calidad del contenido mostrado para inaugurarlo (la película).

Mural La Ría, de Ramiro Tapia, en el cine Capitol. Estaba situado junto a la escalera exenta que por el costado izquierdo del vestíbulo comunicaba éste con el vestíbulo del piso superior, en donde había otro mural de Tapia, de 180 x 1000 cm, del que por desgracia -que yo sepa- no se conservan imágenes. Ambos murales desaparecieron no recuerdo bien si en 1983 a causa de las inundaciones por el desbordamiento de las aguas de, precisamente, la ría o si fue por su reconversión en cuatro mini-cines en 1992.

En un radio 500 metros alrededor de la casa mis padres había diez cines y fue precisamente dentro de ese perímetro donde se instaló el Capitol. Yo era muy pequeño cuando se inauguró, así que a pesar de la proximidad no recuerdo nada de aquel día que, sin duda, debió de ser memorable por la abstracta geometría que insertaba el edificio de Sanz-Magallón en un entorno urbano caracterizado por inmuebles de finales del siglo XIX, esto es, balcones y miradores. Disponía de 1710 asientos y el precio de las entradas, tanto para el patio de butacas como para «gallinero», era el más caro de todos los cines que había entonces en la ciudad. Sin embargo, pagar el precio valía la pena porque el interior era espléndido y dolía menos que la película pudiera defraudarte. Como se dice ahora de algunos restaurantes pretenciosos, no ibas sólo a ver una película, sino a disfrutar una experiencia, sólo que entonces no te dabas cuenta. Frente a otros cines de estreno importantes construidos durante la década anterior, elegantes, pero oscuros y pesados, el Capitol ofrecía una amplitud, unos espacios y un colorido netamente modernos. Entrabas en él y sabías que penetrabas en otra época, en un tiempo nuevo, otra dimensión. El interior de la sala, curiosamente asimétrica en su planta, tenía pegada al muro del costado derecho una larga escalera, en desarrollo curvo y ensanchamiento creciente según bajaba, que permitía comunicar la zona de arriba con la del patio de butacas. Tenía una elegancia hollywoodiense y si Audrey Hepburn vestida por Hubert de Givenchy hubiese descendido por sus escalones cualquiera habría encontrado este hecho de lo más natural.

Muchos años después me hice consciente de que en este local fue donde por primera vez me llamó la atención, sentí interés y curiosidad hacia la relación entre arquitectura y arte, a su convivencia. Mis padres me llevaban al Museo de Bellas Artes las mañanas de domingo, pero por las tardes mis hermanas mayores lo hacían al Capitol y a otras salas de cine. Así creo que empezó todo…

Ramiro Tapia había nacido en Santander y se trasladó pronto a vivir en Madrid. Tras abandonar los estudios de arquitectura en 1953 y empezar sus primeros pasos como artista, fue fichado por el bilbaíno Guillermo (Willi) Wakonigg para elaborar diseños destinados a tejidos que vendía en Gastón y Daniela, su histórico comercio de las Siete Calles. El encuentro entre Tapia y Wakonigg se produjo tras abrir el comerciante una delegación de su negocio en Madrid en 1955. Tapia ganó un premio en el concurso de bocetos para telas estampadas a mano convocado por Gastón y Daniela; Wakonigg hizo una exposición en un local contiguo a su establecimiento, lo decoró y tapizó con todas las telas realizadas con los bocetos y los premios de los pintores. Contrató como encargada a Elena Santonja, a la que vistió con el modelo confeccionado con un tejido de Tapia titulada Pájaros

En 1956 Ramiro Tapia vino a Bilbao reclamado por Wakonigg para ocupar el cargo de Director Artístico de la empresa Ceplástica y, de paso, trabajar para Gastón y Daniela. Uno de los ejecutivos de Ceplástica, José Gangoiti, estaba casado con una hermana de Wakonigg. Ceplástica tenía la patente de Formica y con este material se hizo el mural plastificado del cine Capitol. Escribí sobre esta empresa aquí hace algún tiempo. A partir de entonces Tapia realizó varios murales más, para la Feria de Muestras bilbaína, para Ceplástica en sus instalaciones de Ariz-Basauri, para Distiplás en Madrid, para la sala de fiestas Las Vegas en Barcelona, para el portal del inmueble 32 en la calle General Moscardó (hoy Edgar Neville) en Madrid y para otros establecimientos. Tapia dejó Bilbao en 1961, el clima húmedo no le convenía, trasladándose a vivir a una finca rural de Salamanca.

Tres fragmentos del mural realizado por Ramiro Tapia para el cine Capitol.

El mural consistía en una representación idealizada del curso bajo del Nervión, desde Bilbao hasta su desembocadura. La sugerencia de tema debió de venir de los promotores del cine (Alejandro Beitia y Julián Reyzábal, presidente y consejero delegado de Comercial Cinematográfica S. A.), dada la cercanía de la propia ría. Tapia había realizado con anterioridad algunos paisajes muy esquemáticos con elementos geometrizados y vivos colores, pero nada de semejante envergadura. La visión de ese territorio mostraba aspectos característicos de ese entorno, como fábricas y agrupaciones de casas al borde del curso fluvial, barcos de varias épocas, obreros junto a chimeneas, grúas y ruedas, las estructuras verticales del Puente Colgante…, pero también montes, huertas, praderas, árboles… bajo dos seres entre fabulosos y angélicos, todo ello resuelto con un carácter naif y onírico. El resultado final del conjunto iba más allá de lo que representaba cada elemento concreto para terminar ofreciendo un mundo surgido de la imaginación, lejos del realismo. La poesía del sueño estallaba en microescenas locales, quizás al recuerdo de algunos relatos de la infancia, temas míticos, legendarios, que se confabulaban para metamorfosear la realidad. 

Ocho fragmentos del mural realizado por Ramiro Tapia para el cine Capitol.

Tres reyes magos, felicitación de Navidad del año 1956 para Ceplástica.

Pueblos de colonización: el montaje expositivo (y II)

/ Javier González de Durana /

Mural constituido con herramientas utilizadas por diversos oficios, en especial agrícolas y ganaderos, en tiempos históricos de colonización.

Desde la España en blanco y negro se pasa, rampa mediante, al piso superior. En Vegaviana, los comisarios vieron cómo uno de los residentes había realizado en su casa un gran mural con utensilios de labranza, ganadería y otros oficios en su mayoría ya desaparecidos. Tuvieron la buena idea de trasladar ese mural -o la idea del mural, no lo sé- a la larga pared de la mencionada rampa. Es curioso el resultado, mezcla de ordenado almacén de objetos prestos a ser utilizados por los escultores Ángel Ferrant o Eduardo Chillida en su primera época y colosal composición de la artista Carmen Calvo. A pesar de que la mayoría de ellos han sido funcionales hasta no hace demasiados años, ahora los contemplamos como artilugios de un tiempo remoto destinados a un museo de etnografía. El público -sobre todo, el de cierta edad- se detiene ante ellos y los contempla como si se mirara en un espejo que les devuelve la distante imagen-eco de antiguas vivencias, recuerdos de su infancia en pueblos que ya no son lo que fueron.

Nada más acceder al segundo piso, se ofrece un pequeño espacio para Joaquín del Palacio, Kindel, el fotógrafo del INC que tantas y tan decisivas imágenes tomó en estos pueblos. Sólo él y su trabajo ya daría para una exposición monográfica. Ojalá algún día pueda verse.

Icónica imagen tomada por Kindel en Vegaviana.

El resto de esta planta, su mayor parte, está dedicado al paisaje humano que habitó y habita hoy en estos pueblos. Es la sección más abierta de toda la exposición. Aquí no faltan imágenes, las hay en abundancia; de hecho, sólo hay fotografías. En realidad, toda la parte social de la exposición -la que ocupa mayor espacio- constituye en sí mismo un específico proyecto fotográfico sobre los pueblos de colonización. Está muy bien dar importancia a los hombres y mujeres sobre cuyas espaldas estas poblaciones echaron a andar e hicieron productivos los grandes terrenos de regadío a su alrededor, que no les pertenecían. Cuando llegaron los primeros colonos en gran parte de estos pueblos -sobre todo en construidos durante los años iniciales- era frecuente que no hubiera electricidad, ni agua corriente, ni alcantarillado e incluso algunos edificios sin terminar. El Estado les dio una casa nueva y una huerta -algunos colonos que procedían de viviendas misérrimas apenas se lo podían creer-, pero las pagaron con creces mediante su trabajo en los años siguientes.

Sección compleja por intrincada, aunque con fundamento en buenas intenciones, pues se quiere dar a entender que lo importante en los pueblos de colonización no es la arquitectura ni la ingeniería hidráulica ni ninguna otra cosa, sino la gente. Veamos, pues. Por una parte, hay un numeroso conjunto de banderolas colgantes del techo a variadas alturas que muestran imágenes fotográficas de habitantes actuales en los pueblos, de todas las edades. Muy cercanas unas banderolas a otras, dispuestas en filas, el visitante se ve envuelvo por ellas y próximo a estas gentes, algunos que llegaron como colonos hace décadas y aun permanecen allí, y algunos otros que llegaron más tarde, ya no sólo de distintos puntos de España, sino también de otros países para integrarse en esas rurales y pequeñas, pero acogedoras, sociedades. El objetivo es mostrar densidad humana e individuos insertos en su paisaje cotidiano.

Sección de banderolas fotográficas: las personas.

En el espacio colindante se han articulado cuatro pequeñas estancias abiertas dedicadas al Arte, los Arquitectos, los Colonos y la Domesticidad y memoria. Son estancias con alguna silueta arquitectónica, pero como si su construcción no estuviera concluida. En su interior, de manera informal y disposición en mosaico, se presentan entre diez y veinte fotografías -de medidas convencionales y enmarcadas- alusivas a los temas citados. En la zona murada de estas estancias se ve algún detalle constructivo típico las casas de los colonos: un tragaluz, una ventana circular y otra cuadrada…

Tragaluz recreado en una de las estancias y fotografía de un tragaluz real (intervenido) en un pueblo de colonización.

Imágenes de las cuatro estancias temáticas.

Fotografía de placa dedicada al arquitecto que diseñó el pueblo de colonización donde se encuentra.

Colindante al anterior se ha reservado una gran espacio para la proyección de un amplio tríptico en vídeo mediante el que los colonos cuentan sus vivencias. En dos de los muros periféricos a este conjunto social de banderolas, estancias y sala de video se han colocado dos extensos murales fotográficos. en uno se muestra la secuencia continua de un canal de agua constituido con fragmentos de canales situados en diferentes localidades. En el otro se presentan detalles de toda naturaleza existentes en calles, viviendas, huertas, campos, manos…, «huellas de la vida sobre las nuevas arquitecturas». El presente como sedimento que recoge la existencia previa de tanta gente, tanto esfuerzo, tanto sufrimiento. Entendido: por eso las fotografías son actuales. No obstante, se hubiese agradecido mucho un buen conjunto de fotografías históricas, no sólo las de Kindel, sino las tomadas por otros fotógrafos o los residentes en su vida cotidiana, niños en la escuela, novios de la mano, rituales de paso, bautizos, bodas y entierros, laboreo en el campo, fiestas… de aquellos tiempos. No hubiera importado que estuviesen desenfocadas, en blanco y negro o en regular estado de conservación, pues eran los momentos elegidos por los propios protagonistas para ser recordados.

Mural fotográfico de un canal aéreo de agua configurado en continuidad con fragmentos de canales existentes en distintos pueblos.

Mural fotográfico con asuntos variados.

La exposición finaliza en una sala alta, más reducida en dimensiones, donde de nuevo se exhibe otro extenso mural fotográfico, que insiste en asuntos semejantes a los anteriores, presidido por una gran fotografía de un grupo de siete hombres de edad avanzada que, sentados en un banco ante un muro, miran de frente y sonrientes a la cámara, personas que fueron primeros colonos y que cuando fallezcan se llevarán toda una información esencial que es preciso recoger ahora. Los comisarios explican bien en tu texto final la importancia que dan a todas estas fotografías que tomaron ellos mismos. Una mesa permite la consulta de la publicación. En una sala anexa, más pequeña, otro vídeo en tríptico muestra a arquitectos e historiadores que ofrecen sus explicaciones acerca de qué fueron los pueblos de colonización, a quienes beneficiaron, en qué contextos políticos fueron concebidos y creados, etc.

Último mural fotográfico con temas variados, «huellas de la vida», en la sala alta y mesa para consulta de la publicación.

Mi conclusión es que la parte social de la exposición, muy amplia, ha sido considerada necesaria para hacer justicia a los protagonistas invisibilizados hasta ahora, pero también para facilitar el acceso empático a un asunto que para parte del público hubiera resultado demasiado seco y técnico en caso de haberse limitado a lo arquitectónico y urbanístico. Quizás los especialistas en estos últimos asuntos hubiesen preferido mayor dedicación y espacio para ellos, pero no me pareció que fueran precisamente especialistas las numerosas personas con las que compartí esta exposición durante una larga hora aquel día en que recordábamos la proclamación de la 2ª República española (en ella estuvo el origen político-social de estos poblados, aunque después el franquismo se apropiara de la idea, despojándola de la vertiente redistributiva de sus beneficios). Más bien eran gentes que, entre la emoción y el recuerdo, sentían que en buena medida se estaba hablando de ellos, como también yo sentí que se refería a mí, aunque nunca estuve de niño o joven en uno de estos pueblos, pero tuve noticia de ellos por la prensa y, sobre todo, el NO-DO. Como les sucedió a los comisarios, Ana Amado y Andrés Patiño en sus viajes por estos pueblos de colonización durante siete años, algunos fuimos al Museo ICO buscando arquitectura y nos encontramos con la gente, esos colonos a los que no se les había dado la palabra ni puesto rostro antes.

Portada de la revista Vida Nueva, editada por el Instituto Nacional de Colonización, con dibujo de Manuel Rivera para el número 10-11 de diciembre de 1957.

Pueblos de colonización: el montaje expositivo (I)

/ Javier González de Durana /

Plano de la urbanización de Villalba de Calatrava (Ciudad Real), de José Luis Fernández del Amo (1955).

Al salir de visitar la exposición Pueblos de colonización. Miradas a un paisaje inventado tuve claro hacia dónde dirigiría mi comentario en este blog. No podía referirse a la historia del proyecto desplegado por el Instituto Nacional de Colonización entre 1939 y 1973 porque, de manera resumida, prensa y televisión ya habían ofrecido reportajes dedicados a contarla, así que, de querer aportar algo desde estas líneas, debería abordar algún aspecto que hubiese quedado al margen de esa información periodística que había llegado también a revistas y blogs dedicados a tratar asuntos de arquitectura y urbanismo. Aquí mismo hace un par de meses narré la visita que realizamos un grupo de amigos al pueblo de Vegaviana, cuando esta exposición aún no había sido inaugurada. Por tanto, sin dejar de aludir a su contenido y dado que los montajes expositivos suelen ser muy buenos en el Museo ICO, decidí plantear algunas cuestiones en torno a la manera en que los materiales (museografía y selección) se muestran al público y que, el domingo 14 de abril en que yo estuve allí, era abundante y curioso hacia el asunto planteado. Según regresaba a mi casa fui pensando en la manera de articular las observaciones derivadas de mi visita, pero en cuanto llegué, me senté y empecé a leer el catálogo publicado me di cuenta que el núcleo de lo que pensaba decir quedaba desmontado.

La sensación que tuve al recorrer la exposición -magnífica, me apresuro a decirlo antes de que empiece a parecer otra cosa- fue la de acumulación excesiva por una parte, pero insuficiente por otra, valga la aparente contradicción. Lo que quiero decir es que el espacio expositivo acoge una cantidad muy abundante y prolija de información visual, dando como resultado una saturación hasta cierto punto atosigante, llegando a resultar incómodo ver y apreciar bien bastantes de los elementos expuestos. Aquello de menos es más resulta especialmente pertinente en este caso. Sin embargo, la información y los materiales ofrecidos en cada una de las secciones en que la muestra está dividida se quedan cortos para explicar con detalle -o en su importante dimensión- la profundidad y riqueza de los asuntos que abordan. En suma, densidad y profusión en lo general, pero escasez e insuficiencia en lo concreto. Tanto la primera cuestión como la segunda tienen sus consecuencias en el montaje y en la percepción visual de los objetos mostrados. Luego lo comentaré.

No obstante, se entiende bien la actuación comisarial llevada a cabo por los arquitectos Ana Amado y Andrés Patiño dado lo extraordinario de la historia, la existencia de numerosísimos materiales, documentos y objetos, la brillantez de la arquitectura llevada a cabo en estos nuevos poblados, y la laboriosa y sufrida vida de aquellos colonos que los llenaron de humanidad entonces, después y hoy mismo. Ha debido de ser muy difícil resistirse a mostrar tantos aspectos arquitectónicos, constructivos, hidráulicos, económicos, sociológicos, artísticos, políticos…, en el limitado espacio de ICO. Al pisar la calle lo que pensé fue que en aquella exposición existían sub-temas con contenidos más que suficientes para completar cinco o seis exposiciones monográficas relacionadas con los pueblos de colonización.

Hacía tal horizonte iba a dirigir este escrito mío cuando, con el catálogo en las manos, leí lo siguiente en la introducción: «La amplitud del tema hace que este no sea un trabajo en absoluto cerrado. Queda mucho por investigar, catalogar y difundir de este ingente patrimonio no suficientemente valorado. Los propios comisarios, deseo compartido desde el Museo ICO, esperan que esta exposición y este catálogo animen a otros a continuar el recorrido iniciado por ellos». En otras palabras, los comisarios son conscientes de estar llevando a cabo un primer planteamiento general expositivo del asunto y, al parcelar sus diversos componentes, señalan los campos de trabajo a desarrollar. Resalto lo de «primer planteamiento general expositivo» porque ya existen muchísimas investigaciones sobre los poblados de colonización en aquellas comunidades donde se crearon, investigaciones puntuales, regionales, centradas en un arquitecto u orientadas hacia una actividad/tema (el agua, el arte, la propaganda política…). Por poner sólo dos ejemplos de tesis doctorales publicadas: Los pueblos de colonización de Jose Luis Fernández del Amo. Arte, arquitectura y urbanismo, de Miguel Centellas Soler (Barcelona, 2006) y Los Pueblos de Colonización Extremeños de Alejandro de la Sota, de Rubén Cabecera Soriano (Badajoz, 2015). Los comisarios en ICO no han pretendido elaborar un catálogo académico, sino un libro de alta divulgación. Por ello no plantean una bibliografía final, exhaustiva o resumida, y las pocas notas a pie de página en los escritos son de orden literario y político más que científicas (en los textos de los profesores Victor Pérez Escolano y Horacio Fernández ni siquiera las hay). Tampoco ofrece un listado descriptivo de todas las piezas expuestas; no cataloga nada, no es necesario, así que no es un catálogo. Vuelvo a apresurarme para decir que esta publicación, como objeto material, es magnífico.

Línea del tiempo con indicación de los poblados inaugurados en cada año. Sobre ella y al comienzo, cartel de 1955 que anuncia la emisión de obligaciones del Estado para financiar las actividades del INC. En la vitrina, documentos originales relativos a la puesta en marcha y desarrollo del plan de colonización.

Paso a comentar aspectos puntuales. En términos generales, la primera sección muestra la dimensión arquitectónica y urbanística en algunos de los más de 300 pueblos construidos. La documentación gráfica elaborada por aquellos arquitectos que los diseñaron es abundantísima. Seleccionar qué mostrar ha debido de ser complicado, dada la calidad e interés de la mayoría de los proyectos. Se ha tenido que acotar mucho, pero, aún así, lo seleccionado es excesivo para el espacio reservado a esta sección o, mejor dicho, casi inútil. La disposición de los planos en conjuntos de mosaicos sobre los muros funciona bien como unidades compositivas, pero los dibujos situados a más de 180 cm del suelo no se pueden ver con claridad al quedar muy por encima de las cabezas de los visitantes, máxime si se tiene en cuenta que los detalles dibujados (la mayoría de lo plasmado) son pequeños. Ni qué decir tiene que el friso fotográfico, en el encuentro de muro y techo, ocupa una posición aún más distante. Sólo lo arquitectónico y urbanístico habría constituido, sin más añadiduras, una exposición en todo el espacio de ICO con una disposición más cómoda y legible, organizada por tipologías edificatorias: viviendas para agricultores y para obreros, Iglesias, casas consistoriales e institucionales, escuelas, cines, parques y fuentes ornamentales…

Dos vistas de la primera sección y comienzo de la segunda, dedicada al Arte y Artistas, con dos cerámicas del viacrucis realizado por Antonio Hernández Carpe para la iglesia de Matodoso, en Tierra Chá (Lugo).

La siguiente sección es la dedicada al arte y los artistas. La principal dificultad expositiva aquí radica en que la mayor parte de estas obras están unidas a lo arquitectónico, de modo que pinturas, esculturas, relieves, mosaicos, vidrieras, algunos viacrucis… se hallan en ábsides, presbiterios, fachadas, altares, suelos, muros laterales…, no siendo posible -o siéndolo de manera compleja y costosa- desprenderlos de dónde se encuentran. Así que lo religioso-artístico se reduce a exponer objetos pequeños (cálices, sagrarios, cuencos, jarras, cajas…), bocetos o dibujos preparatorios y reproducciones fotográficas de las grandes piezas. Esta parte de la exposición se queda corta, pues el patrimonio existente en esas iglesias es espectacular y tuvo una importancia trascendental para una generación de artistas modernos a los que este trabajo alimenticio (que a menudo no firmaron por no sentirse identificados en lo político ni en lo religioso) les permitió vivir para realizar, en paralelo, las obras artísticas que sí les interesaban. El montaje de estas piezas, tipo gabinete, tampoco permite que lo poco que hay luzca como debería.

En la vitrina, cerámicas para la liturgia de Jacqueline Canivet y José Luis Sánchez junto a reportajes referidos a ambos; en la pared escultura de Cristo, de Pablo Serrano.

Anunciación, de José Luis Sánchez.

Apóstoles, de José Luis Sánchez, abajo; Virgen, de Flora Macedonski, arriba a la derecha, y Boceto de la Virgen del Perpetuo Socorro, de Delhy Tejero, a la izquierda. La mayor parte de las obras en esa sección ha sido prestada por los descendientes de sus autores. Salvo la pintura de José María de Labra, procedente de Esquivel (Sevilla), me parece que casi ninguna otra pieza procede de un templo.

La tercera sección está dedicada, por una parte, a José Luis Fernández del Amo y a la Sala Negra del primer Museo Nacional de Arte Contemporáneo que existió en Madrid, que él mismo concibió como su director y habilitó como arquitecto en uno de los patios de la Biblioteca Nacional. Fernández del Amo actuó como puente entre el arte contemporáneo, la fe religiosa (la que él tuvo) y la arquitectura de los pueblos de colonización, así que esta sección está justificada, si bien, de nuevo, se queda corta para lo que pudiera haber sido. Existe una investigación específica, El papel de Fernández del Amo en el arte sacro de los pueblos de colonización, de Débora Bezares (Navarra, 2018), y otra un poco más genérica, ¡Bendita vanguardia! Arquitectura religiosa en España, 1950-1975, de Eduardo Delgado Orusco (Madrid, 2013), a las que en otra oportunidad se les podrá sacar mayor provecho.

Esta sección -con sus muros pintados de negro- se prolonga con un dramático contraste en doble registro. Por una parte, la imagen de España que la revista norteamericana LIFE (9 de abril de 1951) ofreció a sus lectores como un país pobre, atrasado, de viviendas miserables, dominado por curas y guardias civiles, visto a través de la cámara fotográfica de W. Eugene Smith en la localidad extremeña de Deleitosa, que acto seguido el régimen franquista se propuso contraponer a los pueblos de colonización, ordenados, limpios, luminosos, con habitantes bien vestidos para la vida social y laboral. Ambas direcciones eran propagandísticas: Smith no quería que Estados Unidos se acercara a Franco (lo que terminaría sucediendo) para lo cual construyó un conjunto de imágenes muy preparadas con las que esperaba conseguir el rechazo de la sociedad norteamericana hacia cualquier intento de entendimiento entre los dos países y España presentaba los pueblos de colonización como prueba de su labor social y progreso al ofrecer casas y tierras a colonos pobres, aunque los mayores beneficiarios de esta articulación hidraúlico-colonizadora fueron los grandes terratenientes. Por otra parte, hay un interesante vídeo -lamento no recordar el nombre de su autor- que ofrece fragmentos documentales de pueblos mostradas por el NO-DO, en color, con la voz patriótica y exultante del locutor, y fondo de animosa música clásica, mostrando a continuación esos mismos fragmentos tal como se tomaron, esto es, sin locución, sin música y sin color, pero con el sonido real que se grabó. El contraste es impactante y la medida de la manipulación franquista, imponente.

Recreación de la Sala Negra con un par de obras de Manuel Millares, pertenecientes a la censurada serie Los Curas, seguidas por algunas fotografías de W. Eugene Smith para LIFE. En la otra imagen una escultura de Teresa Eguibar.

Las obras en esta sección fueron realizadas por artistas que colaboraron en los pueblos de colonización o que fueron adquiridas por Fernández del Amo durante los años 1952-58 en que fue director del Museo Nacional de Arte Contemporáneo: José María de Labra, José Guerrero, Antonio Valdivielso, Manuel Hernández Mompó…. En consecuencia, muchas de ellas aquí presentes proceden del MNCARS.

Este post va a resultar muy extenso si comento toda la exposición, así que lo divido en dos partes. Esta es la primera.

Dibujo coloreado con rotulador del pórtico de la plaza de Entrerríos, por Alejandro de la Sota, diciembre de 1953 (Villanueva de la Serena, Badajoz). Esta pieza no está en la exposición.

Paisajes del progreso… (reprise)

/ Javier González de Durana /

Detalle en el dibujo para Franco Española de Cables y Alambres (Erandio, Bizkaia), tinta, acuarela y guache sobre papel, 62×191 cm.

Hace ya algún tiempo publiqué aquí una entrada titulada Paisajes del progreso (dibujando fábricas). En él reflexionaba sobre un dibujante desconocido para mí entonces. Todo empezó a partir del hallazgo de una pequeña fotografía en las abandonadas instalaciones industriales de VALCA, una foto en la que se mostraba la imagen de dicha fábrica con el aspecto que tuvo a principios de los años 50. Aunque no sabía de quién se trataba -de hecho, me equivoqué al ponerle nombre a la vista de su borrosa firma-, sí pude darme cuenta, por las características del estilo utilizado, que se trataba del mismo autor de otras panorámicas industriales cuyas reproducciones había venido observando a lo largo de los años en revistas, publicaciones y catálogos empresariales de los años 40 y 50. Hice una recopilación de algunas de esas imágenes industriales, comenté sus características y publiqué la entrada.

Cuatro años y medio más tarde, el pasado 2 de febrero se inauguró en La Encartada Museoa (Balmaseda, Bizkaia) una exposición de dibujos de este autor con el título de Gerardo D’Abraira. Paisajes desvanecidos en el aire que podrá verse hasta el 7 de julio aquí y posteriormente en la sala Ondare, de Bilbao; así ha empezado a ser conocido. Se trata de 17 grandes obras originales que, en su mayoría, se salvaron de la catástrofe industrial vivida durante los años 80 y 90. Algunos pocos permanecen en manos de las empresas que los encargaron al mantenerse aún activas. Acompañan a los dibujos un conjunto de reproducciones fotográficas de otros hoy perdidos o, de momento, no localizados, más diversos materiales que ayudan a entender la función que cumplían estas imágenes dentro de las estrategias de auto-representación y comunicación de las empresas industriales en aquellos años.

La industrialización creó muchos oficios nuevos de acuerdo con unas tecnologías que constantemente se renovaban y que, por tanto, causaban la desaparición de otros anteriormente engendrados; los nuevos, a su vez, desaparecían en cuanto las técnicas cambiaban…; todo lo que en algún momento pareció sólido y duradero terminaba por desvanecerse en el aire. De algunos de esos oficios que existieron no conservamos noticia o tenemos pocas. Uno de aquellos trabajos que exigió la presencia de un profesional que supiera dibujar e imaginar la arquitectura industrial desde las alturas, a «vista de pájaro», fue el que desempeñó el bilbaíno Gerardo D’Abraira. Una pequeña nota a pie de página. Esta exposición que recupera su trabajo es una contribución a los estudios sobre la puesta en valor del patrimonio industrial, el paisaje cultural y el análisis de la imagen histórica. La mirada hacia las panorámicas de paisajes industriales es una base para una mejor comprensión de nuestro pasado, una mejor percepción de la identidad colectiva en el presente y una adecuada preservación de nuestros bienes culturales de cara al futuro. 

La exposición consta de una introducción y cinco secciones, cuyos textos en sala reproduzco aquí junto con imágenes de algunas fábricas que no di a conocer entonces porque aparecieron, precisamente, con motivo de la publicación de aquella entrada, de igual modo que ahora, con motivo de la exposición, están apareciendo por aquí y allá nuevos y desconocidos dibujos. Para el mes junio está prevista la presentación de un catálogo que recogerá toda la información que se ha podido reunir sobre D’Abraira.

IZAR (Amorebieta, Bizkaia), tinta, acuarela y guache sobre papel, 67×183 cm.

Gerardo D’Abraira. Paisajes desvanecidos en el aire

Introducción.- La intensa vida industrial de nuestro país durante el último siglo y medio ha sido investigada ya en sus más importantes aspectos, así como en numerosos episodios personales, empresariales, sociales y fabriles sucedidos a lo largo de ese tiempo. Sin embargo, aún quedan por desvelar pequeñas historias de gentes y hechos que tuvieron un papel singular en el gran proceso tecnológico que cambió vidas, actividades laborales, ciudades y paisajes.

Esta exposición muestra la hasta ahora desconocida obra de Gerardo D’Abraira, un dibujante bilbaíno que durante los años 40 y 50 del siglo XX se encargó de plasmar visualmente el poderío industrial del País Vasco mediante espectaculares vistas aéreas elaboradas a tinta y acuarela sobre grandes soportes de papel. 

El prestigio alcanzado por su buen hacer le hizo ser reclamado desde otras áreas industriales de la península para elaborar unas imágenes que no era posible conseguir entonces mediante la fotografía aérea, la cual a partir de los años 60 terminaría arrinconando un tipo de trabajo en el que convergían lo artesanal, lo artístico, el marketing y la comunicación visual en el ámbito de la industria moderna.

D’Abraira no pretendía mostrarse como un artista creativo a través de sus dibujos, sino como un fiel y meticuloso documentalista de las instalaciones fabriles de las empresas que requerían sus servicios. No obstante, la limpieza de sus líneas y trazos, el encantador verismo de los detalles, la eficaz solvencia en el manejo del color y la suavidad envolvente de sus atmósferas revelan que era dueño de cualidades profesionales del más alto nivel.

Lino Enguídanos Sanjuán (Valencia), tinta, acuarela y guache sobre papel, 94×191’5 cm.- Dedicada a la fabricación de chapas, tableros y asientos de madera desde al menos 1941, también funcionó como almacén de maderas, coloniales y tostadero de café. Situado cerca del puerto, un bonito chalet actuaba como edificio administrativo rodeado por sus instalaciones. Hace años desapareció, engullida por el crecimiento urbano.

Primer ámbito.- Las medidas de papel preferidas por D’Abraira para plasmar sus dibujos eran las de 90 x 190 cm, poco más o menos. Como es lógico, esta decisión no dependía de él, sino de la empresa que le encargaba el trabajo. Los dibujos de menores medidas requerían menor trabajo y tiempo, así que su coste no era comparable al de los grandes, pero, a veces, como el caso de La Conchita, el menor coste por el formato reducido iba acompañado por un mayor gasto debido a la introducción del color, al requerir mayor elaboración.

La Conchita (Güeñes, Bizkaia), tinta, acuarela y guache, 61×100 cm.- Fundada en 1903 para la elaboración de tejidos de yute, en particular telas para sacos. Se encontraba en el encuentro de los ríos Okendo y Cadagua. En 1983 La Conchita se vio afectada por las inundaciones que derribaron parte del edificio. A mediados de los años 90 se demolió definitivamente lo que quedaba.

Segundo ámbito.- D’Abraira empezó trabajando para empresas bizkainas asentadas en el curso bajo del Nervión, pero pronto empezó a ser solicitado desde Araba y Gipuzkoa, dando comienzo a una expansión que le llevaría más allá de Euskadi. Lo habitual era el encargo de una vista aérea de las instalaciones, pero no faltaron las empresas que, como Sarralde, le pidieron una vista exterior y otra interior. En ocasiones la solicitud era mucho más amplia, pues, por ejemplo, la riojana Viña Tondonia le solicitó una vista exterior y tres interiores, y la bilbaína Tarabusi, dos exteriores y siete interiores.

Manufacturas Olaran (Beasain, Gipuzkoa), tinta, acuarela y guache sobre papel, 88×238 cm.- Construido en 1939 con fuertes señas de modernidad racionalista, en sus inicios se centró en los curtidos, pero evolucionó, innovando y modificando sus especialidades: planchas de caucho para calzado, curtidos de cuero vacuno para la industria de muebles, marroquinería e hidrofugación del cuero destinado a tapicería. Continuó en funcionamiento hasta en 2009. Sólo se conserva el pabellón frontal a la calle, el resto se derribó para construir viviendas.

Tercer ámbito.- El aprecio por su trabajo llegó a Burgos (Textil Sedera le pidió dos imágenes vistas desde el mismo ángulo y casi consecutivas, pero manifestando con la segunda una importante transformación parcial en la arquitectura de la fábrica), Salamanca (Metalúrgica del Tormes solicitó cuatro imágenes de sus diseminadas instalaciones), Alicante y Barcelona. Llama la atención el hecho de que las empresas fuera del País Vasco han conservado los dibujos de D’Abraira con mayor cuidado y aprecio que las vascas.

Fabril Sedera 1 (Burgos), tinta, acuarela y guache sobre papel, 88×175 cm.- Fundada en 1944, estuvo especializada en la fabricación de tejidos de forrería de alta calidad para confección. Tras experiencia acumulada en más de 70 años de actividad, es de las empresas más destacadas de la industria textil española. Desde 1998 se mantiene muy activa en un emplazamiento de Burgos diferente del que se muestra en este dibujo. D’Abraira realizó dos dibujos con vistas de exterior de las instalaciones construidas en 1947, pero desde el mismo punto de vista en un plazo de tiempo breve, pero suficiente para poner en evidencia las transformaciones en la fábrica y su entorno. Los descendientes del fundador han conservado ambos dibujos con gran aprecio y esmero.

Cuarto ámbito.- La mayor parte de los dibujos realizados por D’Abraira son conocidos por las reproducciones fotográficas que las empresas distribuyeron por despachos y entre clientes, por las reproducciones que insertaron en sus catálogos y folletos corporativos, así como en revistas y publicaciones generalistas. Muchos de esos dibujos originales se perdieron cuando las empresas desaparecieron durante los años 80 y 90 del siglo pasado. Alguna pérdida (en la cántabra Nueva Montaña Quijano) resulta particularmente incomprensible, ya que la empresa continúa activa hoy y D’Abraira le realizó cuatro grandes dibujos a todo color que los propietarios mostraron orgullosos en su “catálogo de cables de acero” de 1957.

Nueva Montaña Quijano. Dibujo no localizado. Forjas de Buelna, en La Aldea (Cantabria). En actividad hoy en día.

Quinto ámbito.- La imagen de la arquitectura fue utilizada desde los inicios de la industrialización como un emblema que diferenciaba a unas empresas de otras y para transmitir la idea de solidez y fiabilidad. Las representaciones arquitectónicas de esta naturaleza se hicieron presentes ya en la Inglaterra del siglo XVIII. Se utilizaron como encabezamiento de facturas, a menudo rodeadas por floridas tipografías en el nombre de la empresa, y sirvieron también como recurso publicitario, evidenciando la aplicación de los estilos artísticos de cada época, como se puede apreciar en los realizados por otros artistas diferentes a D’Abraira.

Juste, en Astrabudua (Erandio, Bizkaia). Dibujo no localizado. Construido en 1952, la estructura del edificio diseñado por Luis Lorenzo Blanc y Jesús Tribis era de hormigón, con dos naves principales de 80 metros de longitud, 16 de anchura y 11 de altura, a la que se les sumaba una tercera nave auxiliar de 18 metros también de largo. El edificio tenía unos 7.000 metros cuadrados. Fue demolido en 2015.

A finales del XIX y principios del XX fue habitual que el encabezamiento de las cartas empresariales estuviera ocupado por el nombre corporativo, con alarde tipográfico, y por la imagen de las instalaciones industriales. Aquí van cuatro ejemplos, ninguno de ellos fue realizado por D’Abraira, quien trabajó algunas décadas después, cuando la imagen de la empresa se trasladó desde la correspondencia a la publicidad.

Detalle en el dibujo para Juan José Krug (Bilbao), tinta, acuarela y guache sobre papel, 93×186 cm.

El frontón: un espacio metafísico, pero menos

/ Javier González de Durana /

Frontón de Eraso, en Navarra. Imagen utilizada por Jorge Oteiza para señalar que la creación de espacios vacíos para el encuentro comunitario era, en su opinión, algo esencial en un urbanismo respetuoso con la tradición espiritual del ser humano.

Jorge Oteiza dio por concluido su proyecto experimental con la pieza Homenaje a Velázquez, una escultura que es como la maqueta de un frontón vasco: punto final de su búsqueda de un vacío espiritual energético y un silencio espacial interno. Oteiza señaló que para llegar al Homenaje a Velázquez tuvo que relacionar La rendición de Breda con Las Meninas y que el resultado fue el frontón vasco. En Quousque tándem?, aludiendo al espacio generado por el frontón, escribió que «este tipo de construcciones-cromlech en el interior de las grandes ciudades congestionadas de expresión, son zonas gris (estéticamente), de aparcamiento de la sensibilidad formada. Como los jardines de piedra de Kyoto». La arquitectura esencial del frontón se configura en torno a tres paredes que son, a la vez, campo de juego y estructura.

Homenaje a Velázquez, de Jorge Oteiza (1958-59), acero pintado de negro sobre base de piedra, 20x40x20 cm. Colección ARTIUM de Álava.

A finales del pasado mes de febrero se inauguró el nuevo frontón de La Esperanza, en la calle bilbaína de ese nombre. El histórico lugar de juego en tal vía urbana -descrita en un haiku por el poeta Gabriel Aresti como «estrecha, oscura y corta», así era la esperanza en el Bilbao franquista- estaba situado a ras de calle y era abierto, es decir accesible a cualquier ciudadano; más tarde se instaló una verja para evitar el mal uso del espacio, lo que supuso quedar condicionado el acceso a una cerradura que se abría de día y cerraba de noche. Finalmente, fue demolido en 2015 por necesidades relacionadas con obras en la colindante estación de San Nicolás y la Línea 3 del Metro. Varios años después hay un nuevo frontón, sí, pero no en el mismo emplazamiento, sino en el tercer piso del edificio construido sobre el mismo solar y retranqueado respecto a la calle tras morder la ladera de Mallona para hacerse un hueco donde no lo había. Algo se ha perdido, algo se ha ganado.

Se puede entender que el ayuntamiento mirara con ojos golosos un solar de su propiedad que estaba ocupado por «solamente» un frontón contenido entre las paredes medianeras de los colindantes edificios de viviendas. Sólo un frontón donde había muchos metros cúbicos edificables. Las necesidades del Metro y la estación de ferrocarril obligaron a su derribo y pasado el tiempo el ayuntamiento vio abiertas las puertas para ocupar de nuevo ese espacio urbano, pero ya no «solamente» con un frontón y, puesto a ello, decidió usar todo la edificabilidad e instalar en los nuevos espacios algunos servicios municipales que en el Casco Viejo difícilmente cabían en otro sitio por falta de espacio. Eso sí, el frontón allí arriba, en el tercer piso.

En otros tiempos la accesibilidad universal y el estar situado al mismo nivel que la calle posibilitaban el juego espontáneo y la participación indiscriminada; los que no jugaban y tan sólo observaban también podían ser cualesquiera. Eso se perdió y ahora la gestión del frontón se ha «profesionalizado», lo que en otras palabras significa que se ha puesto en manos privadas, según denunciaba el sindicato ELA: «Las privatizaciones de servicios públicos responden a intereses económicos privados donde se dan unas relaciones laborales basadas en la precariedad y el abaratamiento de los sueldos y el enriquecimiento rápido y fácil de las empresas afines a los partidos del equipo de gobierno», señaló en un comunicado el día de la inauguración de este equipamiento municipal. Adiós al antiguo frontón como espacio comunitario para el juego y el encuentro social.

En favor del nuevo frontón debo decir que, aunque es engorroso y restrictivo el acceso hasta allí arriba, una vez en sus gradas, el ambiente, la luz y el paisaje visible a través de los amplios ventanales están bien, es agradable y uno, de pronto, se hace consciente de que cuando el frontón estaba a ras de calle, en realidad, se encontraba en un auténtico agujero oscuro. En favor del uso público del nuevo edificio también hay que decir que la pérdida de las tradiciones comunitarias mencionadas se ven compensadas por los nuevos servicios sociales que se han introducido en él en forma de Gaztegune: una biblioteca infantil, espacios para ocio y aprendizaje para niños, jóvenes y familias, una guardería con sala de lactancia, escuela de pelotaris…, en fin, está bien, era necesario.

Dos infografías del nuevo frontón de La Esperanza hacia el frontis y hacia la pared de rebote: un recinto cerrado, de 30 metros de longitud y 20 metros aproximados de anchura. El graderío tiene cinco filas que proporcionan alrededor de 200 asientos.

Hay dos asuntos que son un completo desacierto. Uno es el aspecto exterior del nuevo edificio. Dividido frontalmente en dos partes diferenciadas, no se entiende desde fuera que se trata de una única construcción, pues pretende aparentar que son dos. En cuanto al diseño, alguien no se rompió la cabeza… o quizás la perdió. La estrechez de la calle y el tener justo enfrente la parte trasera de la iglesia de San Nicolás impiden que este inmueble sea visto desde largas distancias y carezca de perspectivas interesantes, pero ello no debería haber sido excusa para un aspecto tan pobremente «modernito». Esto último, además de vulgar, es sangrante para los vecinos y propietarios del Casco Viejo a los que, para la más mínima obra o reforma en sus casas y establecimientos comerciales, se les exige el cumplimiento de una normativa conservacionista del «ambiente» histórico del barrio que roza lo ridículo en muchas cuestiones. Aquí se pone en evidencia que existen dos varas de medir: una estricta y exigente para el ciudadano y otra relajada y libre para el propio ayuntamiento. ¿Por qué no se aplica a sí mismo lo que obliga a cumplir a los demás? Además, este nuevo edificio municipal se encuentra rodeado inmuebles históricos notables, como la iglesia de San Nicolás y el palacio de Gómez de la Torre, ambos barrocos, el palacete decimonónico del Banco de Bilbao, y los edificios de viviendas tipológicos de finales del siglo XIX, como son los número 2, 6 y 8 de Esperanza, sin olvidar el ascensor expresionista de Mallona, obra de Rafael Fontán en la posguerra.

El segundo asunto que escapa a toda comprensión es el desaprovechamiento de la edificabilidad posible, pues el interior de la mitad derecha del inmueble (la que presenta en fachada una secuencia de vigas de madera verticales) está ocupada casi por completo ¡¡¡solamente!!! por una enorme escalera que deja grandes espacios vacíos a su alrededor. Podría tomarse como un desmesurado vestíbulo que, desde la calle hasta el fondo de la edificación y desde la planta baja hasta la quinta, tiene la única función de contener la escalera que sirve a las diferentes plantas con servicios que se encuentran en la mitad izquierda del edificio (la que tiene las ventanas cuadradas).

Desconozco quién ha sido el autor del edificio, supongo quizás los servicios técnicos municipales a los cuales la información municipal ofrecida al respecto no menciona ni como colectivo ni como individuos, pero la construcción del frontón -un compromiso adquirido por el Departamento de Vivienda, Obras Públicas y Transportes, del Gobierno Vasco, por haber necesitado derribar el viejo frontón para realizar las obras de la Línea 3 del Metro- sí tiene un autor conocido y es Fernando Carrasco Elguezabal, un ingeniero de FULCRUM, radicada en Leioa (Bizkaia), un empresa privada que pone nombre a los autores de sus diseños.

Dos imágenes del edificio municipal unitario con doble aspecto en su diseño exterior; mejor fotografía posible desde la calle y detalle de la parte inferior de la fachada, con ramplona carpintería metálica y grandes cristales que cierran la fachada hasta una altura de 7 metros y se prolongan tras las vigas de madera hasta la quinta planta.

Infografía del proyecto de fachada. Una bofetada entre edificios de viviendas de tipológico carácter construidos a finales del siglo XIX.

Infografías del conjunto por delante desde lo alto y desde detrás del número 2 de la calle Esperanza. En la parte superior y tras el edificio a la calle, el volumen que acoge el nuevo frontón.

Plano de Fernando Carrasco Elguezabal, de FULCRUM, tal como lo proyectó en cierto momento. Finalmente, se decidió girar la posición del frontón 90 grados a la derecha para evitar que el fondo del mismo perjudicase la fachada trasera del edificio 2 de la calle Esperanza.

Escalera exageradísima en la mitad derecha de la construcción.

Ortofoto de Google Maps con la posición, en gris, del frontón. La luz natural procede del Sur.

Quiero terminar recordando que se cumplen siete décadas desde que el ayuntamiento de Durango encargó en 1954 al arquitecto Luis Pueyo el diseño del nuevo frontón Ezkurdi para sustituir al histórico que se encontraba casi en el mismo lugar. Lo que había sido un frontón abierto, sin gradas ni cubierta, uno de los más largos de Euskadi, casi 70 metros, se reinauguró en 1955 como un frontón «profesional», esto es, cerrado, cubierto, con gradas, taquilla y destinado a quedar envuelto en el futuro por edificios de viviendas (así está hoy, como si ocupara un patio de manzana), debido a las grandes reformas que se acometieron para la plaza de Ezkurdi. A pesar de los muchos y profundos cambios, Pueyo, de quien ya he comentado aquí alguna obra notable suya a pesar de ser hoy casi un arquitecto desconocido u olvidado, hizo un buen trabajo que mereció ser reseñado en dos ocasiones por la Revista Nacional de Arquitectura.

Imagen histórica del viejo frontón de Ezkurdi, construido en 1792. En realidad, su peculiaridad consistía en que eran dos frontones, uno con pared izquierda (al fondo) y otro sólo con frontis (más cerca). El actual frontón, bastante más corto, se ubica a unos doce metros a la izquierda de esta posición que tuvo.

Planta, sección y detalle de la cubierta en planos de Luis Pueyo.

Acceso original al frontón. Desapareció cuando se construyeron los edificios de viviendas orientados a la plaza Ezkurdi. Actualmente se accede a través de los porches existentes en los bajos de esas viviendas.

Frontis, cancha, cubierta y graderío al poco de inaugurarse.

Graderío y contracancha vistos desde abajo y arriba.

Detalle de la cubierta.

Dejo para otra ocasión un comentario sobre los frontones abiertos que han recibido cubiertas a modo de grandes marquesinas en los últimos tiempos. Hay ejemplos interesantes de buena arquitectura que ha entendido cómo actuar en lugares tan especiales, pero hay también, por desgracia, ejemplos lamentables.

Vivir en el árido y hostil Arrakis

/ Javier González de Durana /

Los nativos de Arrakis recuerdan a los habitantes de Oriente Medio en su manera de vestir, particularmente, a los beduinos nómadas. Con influencias del diseño árabe vernáculo y moderno, y de las obras de arquitectos como Ammar Khammash y Sahel Alhiyari, sin embargo, la película no tomó prestados elementos concretos de ninguna cultura en particular. Aunque las referencias a Oriente Medio son las más abundantes, estas se combinan con elementos de los mayas y los aztecas, así como con los de otras culturas del Sur Global que se han enfrentado a potencias colonizadoras.

Ante la puerta de la biblioteca.

He tardado casi tres años en ver la película Dune, de Denis Villeneuve, basada en la novela que Frank Herbert publicó en 1965. El motivo ha sido el mal recuerdo que me dejó la primera versión cinematográfica realizada por David Lynch en 1984. Villeneuve dio a conocer en 2021 el primer capítulo de su versión y el segundo ha sido estrenado este 2024. Sus películas suelen ser discutidas sin que nadie niegue, por ello, la peculiaridad del estilo que les insufla, el enorme esfuerzo creativo en la postproducción y los efectistas resultados finales, todo cual proporciona una fascinante e incuestionable brillantez al producto artístico. Si 2001: una odisea del espacio, de Stanley Kubrick (1968), marcó durante mucho tiempo el tipo de arquitectura e interiorismo para las películas de ciencia-ficción, el Dune de Lynch fue una de las primeras producciones que tomó distancia respecto a aquel modelo, del mismo modo que ahora Villeneuve se aleja de lo ofrecido por Lynch. Ver la película ha merecido la pena. A continuación explico por qué.

La historia -muy brevemente expuesta- es ésta: en el año 10191 el desértico y caluroso planeta Arrakis pasa a estar gobernado por la familia Atreides, pues el emperador de la galaxia así lo ha ordenado. En él se encuentra la materia prima más importante de esos dominios imperiales, la especia, que tiene la capacidad de expandir la vida, proporcionar poderes psíquicos y facilitar los viajes interplanetarios, facultades que ayudan a la conquista de nuevos territorios. El Duque de Atreides, su mujer e hijo viajan al planeta para tomar decisiones de control y orden, al tiempo que para mostrar buena voluntad hacia el emperador. Enseguida se ven envueltos por una trama de fuerzas y traiciones relacionada con los fremen, habitantes originarios del lugar. Las referencias son muy variadas y van desde imágenes arcaicas hasta vanguardistas. La escenografía presenta un mundo extraño y abstracto, pero creíble, con la calidad atemporal que define la clase de estructuras construidas destinadas a durar siglos. Los personajes, en particular las mujeres de alta clase social, llevan vestuarios elegantes de telas vaporosas.

Pasadizo diseñado a la manera de una fosa séptica de plástico junto a la elegante indumentaria de la mujer, unificadas por el color negro. En esta imagen la actriz Rebecca Fergusson lleva un vestido de aspecto muy Balenciaga. Las fosas sépticas son un punto de partida muy poco adaptable al lenguaje arquitectónico, pero es un buen ejemplo de cómo la imaginación puede producir resultados originales.

Jacqueline West y Bob Morgan crearon las aproximadamente 1000 indumentarias necesarias para lo que estudiaron las películas de David Lean, como Dr. Zhivago, Lawrence de Arabia y Fahrenheit 451. Otras inspiraciones incluyen la mitología griega y romana, las pinturas de Goya, Giotto y Caravaggio, el vestuario de la gente del desierto, el estilo de Balenciaga y los colores de las rocas y la arena en Jordania, país donde se filmó gran parte de la acción.

El palacio de Arrakis, donde se aloja la familia Atreides, es presentada como la mayor estructura jamás construida por el ser humano en cualquier planeta bajo su control. Muros de hormigón visto con las huellas visibles de los encofrados y en el suelo un mosaico de inspiración azteca.

Patrice Vermette ha sido el director del diseño de producción para lo que se tuvo que poner en la mente de los arquitectos de este futurista mundo. Aunque ambientadas dentro de ocho milenios, las estructuras tienen una calidad antigua, dando sensación de presencia mítica y abrumadora. La escala se convierte en un mecanismo narrativo que muestra la capacidad de las clases dominantes para manipular el entorno, pero también para empequeñecer a los personajes individuales. Dentro del palacio se incluyen grandes relieves murales que muestran fuerzas naturales temibles que viven en el planeta, los gusanos de arena. Vemos edificios piramidales, resistentes a las tormentas de arena, con grandes muros y pequeños huecos para hacer frente a las altas temperaturas y la incidencia constante el sol, fachadas imaginadas en ángulo para facilitar el paso de los fuertes vientos, con gruesas paredes al objeto de mantener frescos los interiores.

Influídos por la arquitectura de las pirámides de Egipto, las construcciones micénicas y los zigurats mesopotámicos, estos modelos clásicos se modernizan a través de hechos y movimientos contemporáneos como los búnkeres de la 2ª Guerra Mundial, el brutalismo soviético y brasileño, líneas de ventanas corridas al máximo de Le Corbusier y, en los tamizados juegos de luz, la maestría de Herzog y De Meuron lograda por medio de aberturas cenitales y laterales en los muros de modo que las estancias están iluminadas sin que la luz solar penetre directamente. Los tonos ocres dominan. La estética brutalista fue utilizada como alusión a la forma en que la arquitectura soviética fue implantada como demostración de fuerza en las regiones que colonizó, no en vano Herbert se inspiró en el Medio Oriente en época de la Guerra Fría, interpretándose a menudo que las diferentes facciones en la novela representan a la URSS y las potencias occidentales que buscaban el control de su petróleo. La película emplea el brutalismo de una manera matizada: en algunos lugares se muestra crudo y en otros, poético, como el brutalismo brasileño, más sofisticado que el soviético.

Palacio en Arrakis, claro símbolo de poder y opresión. Inspirado en las arquitecturas de los zigurats, la maya y la brutalista. Enormes paredes se alzan desafiantes con diseños oscuros y angulares que evocan una sensación de intimidación. La arquitectura es a la vez grandiosa y siniestra, reflejo de un gobierno despiadado y autoritario.

Zona de almacenaje de «la especie». El orden social, de carácter neofeudalista, se basa en una constante lucha por el poder ambientada en un mundo árido y hostil cuyo paisaje, tanto el natural como el edificado, se convierte en un personaje en sí mismo.

En el planeta de los Harkonnen, una facción rival de los Atreides, la arquitectura también refleja el régimen opresivo de su brutal gobierno y la explotación excesiva de los recursos por el incesante ansia de poder y riqueza, a expensas tanto del planeta como de sus habitantes. El Conde de este planeta se baña en una piscina de petróleo o algo similar a un viscoso aceite negro. Las superficies acanaladas en plástico negro representan un espacio grandioso pero absorbente. Una referencia bastante inusual para este mundo es el de las fosas sépticas moldeadas en plástico, que dan una imagen industrial, impersonal y repulsiva, testimonio del impacto corrosivo del poder tanto en el medio ambiente como en la sociedad: una estética mezcla de plástico moldeado negro y aceite, combinada con formaciones de costillares gigantes y alusiones biofórmicas a arañas y garrapatas. Todos los interiores son inmersivos y las paredes, escalinatas y puertas «pesan», es decir, se construyó una gran escenografía para que los actores no tuvieran que interactuar con la pantalla Chroma Key Green.

En la segunda parte de la película -aún no la he visto- las escenas exteriores están filmadas con una cámara de infrarrojos de alta intensidad, lo que da como resultado una imagen de gran contraste en blanco y negro, que acentúa la piel pálida y delgada de las personas y vuelve a enfatizar la opresión de su entorno. Uno de los escenarios memorables, el campo de batalla, hace alusión a las estructuras de la antigua Roma. La única ubicación del mundo real utilizada para la arquitectura de la película ha sido la famosa, pero rara vez vista, Tumba de Brion, de Carlo Scarpa (San Vito d’Altivole, cerca de Treviso, Italia), aunque los trabajos de este arquitecto veneciano ya habían sido utilizados como inspiración para los escenarios de la primera película.

El palacio en Arrakis dispone de una sala dotada de ventanal, en arco rebajado, cerrada con bloques traslúcidos recortados y espacios geométricamente complejos con diferentes alturas de techo que recuerdan elementos de la arquitectura de Frank Lloyd Wright. Las fuentes de luz filtran el duro sol del desierto al tiempo que refuerzan el carácter cerrado de la fortaleza. El palacio se encuentra a oscuras en su mayor parte debido al calor exterior y muestra el poder y control de los colonizadores.

Dune habla sobre el colonialismo, la imposición de nuestros valores a otras culturas, la explotación de los recursos naturales y la forma en que hemos tratado al planeta y a los demás seres humanos. 

Dune es una buena prueba del poder de lo arquitectónico narrativo en el cine. Los paisajes y estructuras se convierten en componentes integrales del relato, dando forma a los personajes y sus peripecias; es una combinación cuidadosamente elaborada de forma y función. Desde las amplias vistas del desierto de Arrakis hasta los intrincados interiores de los palacios interestelares, cada conjunto tiene un propósito más allá de la mera estética, ofreciendo una visión de las maravillas arquitectónicas de un mundo ficticio, pero vívidamente realizado.

Boston-París-Bilbao (o viceversa), con Edgar Degas

/ Javier González de Durana /

Entré en la web del Isabella Stewart Gardner Museum, de Boston, para conocer cómo se las había arreglado Renzo Piano en 2012 para elaborar un plan de cara a la conservación actualizada y ampliación de esa institución museística cuando, inesperadamente, encontré algo que me llevó a París y, a continuación, a Bilbao, aunque el extraño recorrido también puede entenderse en sentido contrario. Hay que remontarse a finales del siglo XIX, pero… vamos por partes.

El Isabella Stewart Gardner Museum abrió sus puertas el año 1903 en un palacio de estilo veneciano mandado construir por la titular del mismo, una adinerada coleccionista, para exhibir su colección de más de 2.500 pinturas, esculturas y artes decorativas, incluidos tapices, muebles, manuscritos y textiles de los cinco continentes. El notable incremento del número de visitantes durante los últimos años, junto con el cada vez mayor número de eventos especiales celebrados en su interior, comenzó a restar valor al propósito inicial de las salas y sus colecciones. Para contrarrestar esto, el museo solicitó a Renzo Piano Building Workshop un proyecto de ampliación mediante el que ganar suficiente espacio adicional y, así, devolver las salas del palacio a su función originaria. La nueva ampliación se ubica en los jardines del museo, a corta distancia del edificio histórico, con el que se halla conectado por un pasillo de cristal. El nuevo edificio, de cuatro plantas y sobria cubierta, está revestido con cristal y paneles verdes de cobre. La ampliación se compone de cuatro volúmenes separados, pero unidos por espacios de circulación acristalados que incluyen una gran escalera central. Cada volumen alberga un programa diferente del museo: auditorio, salas de exposiciones temporales, educación… El gran sacrificado es el jardín, ya que ha perdido su anterior amplitud para quedar sustancialmente reducido a unos pasadizos arbolados.

El edificio histórico a la derecha y la ampliación en el centro e izquierda.

Planta de la nueva situación con el palacio «veneciano» y su patio central a la derecha, y las instalaciones nuevas en el centro e izquierda.

Vamos ya al itinerario de extraño recorrido. En marzo de 1990 este museo sufrió un importante robo la noche de la festividad de Saint Patrick, importante en Boston. Varias pinturas de Rembrandt, Tormenta en el mar de Galilea y Una dama y un caballero, Vermeer, El concierto, Manet, Chez Tortoni y Govert Flinck, Paisaje con obelisco, entre otras, fueron sustraídas por un par de sujetos que, disfrazados de policías, llamaron a la puerta, asegurando que habían recibido una llamada de alarma. Los dos vigilantes de seguridad, confiados por los uniformes, les dejaron entrar. Tras ser reducidos, maniatados y llevados al sótano, los ladrones camparon por el interior del museo durante más de ochenta minutos. Pudieron elegir con calma 13 piezas. Al parecer fue obra de la mafia italiana local, pero no se pudo demostrar fehacientemente, aunque todos los sospechosos, menos uno, fueron muriendo en «extrañas circunstancias» en los años siguientes. Los objetos robados no han sido recuperados aún. Hay un excelente documental de cuatro capítulos en Netflix llamado Esto es un atraco. El mayor robo de arte del mundo. Totalmente recomendable.

Bueno, el caso es que entre las piezas sustraídas había cinco dibujos de Edgar Degas. Al ver dos de ellos, titulados Study for the Programme de la soirée artistique du 15 juin 1884, la memoria me trajo un recuerdo antiguo. Cuando realicé la investigación para mi tesis doctoral sobre el pintor Adolfo Guiard, hace mas de cuatro décadas, me puse en contacto con sus familiares, que no eran muchos ni descendientes directos, sino de una de sus hermanas, y estaban en México, como exiliados a causa de la guerra civil. Ellos me dieron los datos de la persona que en el País Vasco había custodiado los objetos que habían quedado en el estudio de Guiard al fallecer éste en 1916. Localicé a esa persona. No eran muchos los objetos conservados, algunas pinturas y dibujos de juventud, algunos libros traídos de París (los de Huysmans, Zola y Goncourt que Guiard prestó al Unamuno joven), algunas fotos, catálogos y folletos… Entre ellos estaba este programa de mano cuya imagen pongo a continuación.

Programa de mano original que fue propiedad del pintor Adolfo Guiard.

Es una litografía de imprenta industrial que utilizó un dibujo realizado por Degas con espacio reservado en el cuarto inferior izquierdo para incluir en su interior el contenido del programa artístico y musical que anunciaba lo que estaba destinado a convertirse en folleto de mano. Sus medidas son 27’7×38’8 cm. En la imprenta el dibujo quedó litografiado al revés, de ahí que la firma de Degas, arriba a la derecha, se vea invertida. A continuación ofrezco la misma imagen, pero invertida, con el espacio para inclusión del programa vacío y la firma de Degas perfectamente legible.

Programa de mano con los lados invertidos.

Degas elaboró esta idea al carboncillo sobre papel en, al menos, dos versiones y ambas estaban entre las piezas robadas. En los originales la firma se halla en el ángulo inferior izquierdo, pero en la imprenta cambiaron su ubicación para ponerla arriba. Puede ser que hubiera una tercera versión, la utilizada en la imprenta y hoy perdida, ya que ninguna de las dos versiones del museo se ajusta exactamente a la imagen litográfica; en ese hipotética tercera versión la firma pudo estar donde la litografía la presenta, arriba. El catálogo de dibujos del museo, publicado en 1968 (Drawings, Rollin van N. Hadley, ed., pp. 65-66), los reproducía así:

Versión B: 24’6×31’4 cm.

Versión A: 26’6×37’6 cm.

La imagen de Degas es confusa, como poco: una pareja de bailarines apuntando con los dedos de los pies (la mujer con tutú y zapatillas), una mujer sosteniendo páginas encuadernadas en una mano (en la versión A se ve claramente que se trata una cantante sosteniendo una partitura), la parte superior del cuerpo de un hombre con sombrero y peluca del siglo XVIII, barcos de vela en un puerto (tan esquemáticos en la versión B que es imposible decir qué representan las líneas dibujadas), dos chimeneas escupiendo humo, el mástil y clavijero de un violoncello que oculta parcialmente un arpa, con el arco ilusionisticamente dibujado sobre -en lugar de detrás- la parte superior del cuadrado en blanco (ilusión que desapareció en la imprenta al introducir el texto del programa)…., todo fragmentario y en aparente desorden. ¿Podía tener algo que ver con el programa artístico de aquella «soirée»? Veámoslo.

La primera parte del programa contenía un «aria para arpa y violoncello», de G. F. Haendel (1) y un «sólo de arpa», de Alphonse Hasselmans (6), así que la presencia de esos dos instrumentos musicales en el dibujo de Degas está justificada. El «aria de las joyas» (2), perteneciente a la ópera Fausto, de Charles Gounod, justifica la presencia de la cantante con la partitura en su mano. El «fandango» de Gaston Salvayre, ballet en un acto interpretado durante el intermedio de la «soirée», explica la presencia de la pareja de bailarines. En la segunda parte del programa hay una escena interpretada por Agnès, la muchacha ingenua e inocente de la comedia L’École des femmes, de Molière, lo que da sentido a la presencia del personaje con sombrero y peluca (9). Los mástiles de barcos podría venir a cuento de la canción «yo estaba solo cerca de las olas», incluida en la Nuit d’étoiles, de Charles-Marie Widor (10). Para lo que no encuentro explicación es para las dos chimeneas humeantes, aunque deben de tenerla. En todo caso, resulta patente que Degas realizó este dibujo en función del contenido programado para la velada artística del 15 de junio de 1884, a la que asistió Adolfo Guiard.

Entre los demás contenidos dejados por Guiard en su estudio había también un pequeño dibujo a plumilla sobre papel vegetal, de 9’5×23 cm, con varias bailarinas de ballet que, en aquel momento, atribuí al propio Guiard, dada la amistad y admiración que tenía hacia el impresionista francés, pero ahora ya no estoy tan seguro de la autoría del bilbaíno y pienso que pudo estar dibujado por el mismo Degas; el estilo dibujístico es común a ambos. Es éste.

Guiard, que vivió en París entre 1879 y 1885, asistió a aquella velada artística, siendo razonable suponer que también acudiera Degas. El lugar donde sucedió, según el programa, era la Galerie J. A. Ponsin, en el 34 de la rue Fortuny, edificio que hoy lleva la numeración 42. Se trata de un inmueble neo-renacentista construido en 1879 por el arquitecto Alfred Boland para el maestro vidriero Joseph-Albert Ponsin, apodado «Vitrarius», quien tuvo aquí residencia, taller y un espacio para presentar sus trabajos al público. Los vitrales de vidrio soplado, moldeados y producidos en Saint-Gobain por Ponsin eran muy solicitados y él, un artista reconocido y premiado. En su casa las ventanas estaban decoradas con vidrieras diseñadas por él, lógicamente, pero en esta calle Fortuny, en la casa que entonces era número 35, vivió en aquellos años y hasta 1885, Sarah Bernhardt para la que Ponsin realizó dos vitrales en los que representó a la actriz respectivamente en el papel de Reina en la obra Ruy Blas, de Victor Hugo, y el del trovador Zanetto en Le Passant, de François Coppée. ¿Asistió también la actriz a la «soirée artistique» organizada por Ponsin? Es posible, su casa estaba justo en la acera de enfrente hasta que fue demolida. ¿Asistió el matrimonio bostoniano Gardner, que durante la década de los años 80 recorrió Europa comprando las obras de arte que después exhibiría en su palacio «veneciano»? Es posible, pero la posesión de los dos dibujos de Degas no lo probaría porque fueron adquiridos en la Galerie Georges Petit, de París, el 2-4 de julio de 1919 (lotes 258a y 258b), por 330 francos cada uno, con motivo de la venta de pinturas, pasteles y dibujos procedentes del taller de Degas.

Esta es la casa-galería-taller de Joseph-Albert Ponsin, donde tuvo lugar la velada artística, 34 de la rue Fortuny.

Vidrieras de Ponsin en la que retrató a Sarah Bernhardt, como Reina y como Zanetto, para las dos ventanas de su casa en la rue Fortuny, 194×87 cm cada una.

Sólo se conoce la existencia de dos ejemplares de este programa en su versión litográfica, uno está en la Liszt Collection y el otro, el que perteneció a Adolfo Guiard, se halla en colección privada de Bilbao. Los dibujos originales de Degas y quizás todo el lote robado en el Isabella Stewart Gardner Museum es posible que se encuentren en algún emirato árabe o en una caja enterrada en el sótano de un almacén abandonado del puerto de Boston… El museo bostoniano ofrece 10 millones de dólares a quien ofrezca información que permita su recuperación.

Vicente Larrea en 1962

/ Javier González de Durana /

El sábado pasado regresé, una vez más, a Beci, en Sopuerta. La víspera se había celebrado en Bilbao el funeral por Vicente Larrea, pero pensé que la despedida tenía que ser, entre nosotros, más personal. Por eso fui a ver la talla del Cristo crucificado que en 1962 realizó para la pequeña iglesia de Beci, cuando Vicente tenía 27-28 años de edad. Ya me he referido a ese singular templo en otras ocasiones aquí, una vez para describir el trabajo de Rufino Basáñez en su diseño arquitectónico y otra vez para señalar las coincidencias con la capilla de Ronchamp, de Le Corbusier. Desde sus comienzos Vicente Larrea fue un escultor estrechamente relacionado con arquitectos y urbanistas, contactos que él establecía por la convicción de que la escultura, al menos la realizada por él, debía tener una dimensión pública, ser accesible al mayor número de personas. Esta es la razón por la que en tantas ciudades y localidades de Euskadi existen obras suyas en plazas, parques y, en general, espacios públicos o espacios privados de accesibilidad pública, como hospitales, entidades bancarias, vestíbulos de corporaciones, cementerios, centros de congresos…, y, por supuesto, en los museos.

Compartí con Vicente muchos momentos y algunos de ellos fueron significativos tanto para él como para mí, pero no quiero recordar aquí aquellas vivencias, sino escribir sobre lo que a Vicente le habría gustado, esto es, alguna reflexión sobre su obra. He pensado hacerlo, en concreto, acerca de una de las primeras esculturas que realizó, tan primeriza que no la ha venido incluyendo en su web, junto con otras obras públicas. Sin embargo, lo es. Sucede que Vicente empezó a reseñar su obra personal a partir de 1966, dos años después de cerrar el taller de escultura tradicional heredado de su padre para dar comienzo a una trayectoria personal dentro de los lenguajes contemporáneos de la escultura. Y esta obra para la iglesia de Beci fue realizada en 1962, aún en el ámbito del taller paterno, si bien era ya una escultura moderna.

La obra tiene unas medidas aproximadas de 240x210x35 cm. Está tallada en roble de un color suavemente dorado. Sesenta y dos años después de haber sido realizada, se conserva en perfectas condiciones físicas, sin el menor vestigio de xilófagos u otro tipo de insectos. La obra está construida con tres piezas: una es la vertical (cuerpo) y dos son los laterales (brazos); estas dos (en realidad una pieza ensamblada a la anterior por detrás, «a media madera», manteniendo intacta su continuidad estructural y de la propia veta) se unen perpendicularmente a la anterior justo por debajo de la cabeza, a la altura de los hombros.

Simbólicamente el cuerpo del crucificado se identifica con el instrumento de su martirio. Cruz y cuerpo son uno, sin separación entre ellos; no es una figura humana clavada a unas maderas, sino unas tablas antropomorfas. Visto desde la entrada al templo, al observador puede parecerle que el testero sólo muestra el signo de la cruz, dadas sus filiformes y grandes dimensiones, pero al aproximarse va notando que aparecen leves volúmenes orgánicos, ahí están -además del perizonium- el estómago, las costillas, el pecho conteniendo el último aliento, los músculos deltoides…, para terminar descubriendo todo el cuerpo. Dos formas y dos entidades combinadas en una sola figura.

Dentro de la rotundidad cruciforme se descubren oquedades distribuidas por todo el cuerpo. No son espacios que penetren en la madera, sino ondulaciones cóncavas de desarrollo más o menos ovoide. En mi opinión, la influencia de Jorge Oteiza en esas delicadas cavidades es patente y remiten a la estatuaria de la basílica de Arantzazu, sin llegar a las dramáticas hendiduras que recorren allí los cuerpos de los apóstoles. Esa influencia es también visible en la cabeza de Cristo, impregnado con un aroma ligeramente cubista. A diferencia de los crucificados tradicionales que muestran un cadáver con la cabeza desplomada, aquí Cristo la mantiene elevada, con ojos cerrados y expresión no sufriente. El cuello y la barbilla manifiestan el tenso esfuerzo de alzar el rostro a lo alto para preguntar «¿por qué me has abandonado?». Las dos manos son otros tantos huecos en los que apenas el dedo pulgar queda insinuado.

Dos vistas de la cabeza.

Manos derecha e izquierda.

Torso con cabeza desde dos puntos de vista.

Pies de Cristo y firma con data en el lateral derecho, a la altura de los pies.

Dentro de la esfera internacional creo que Larrea se sintió próximo a la escultura que la inglesa Barbara Hepworth había realizado a finales de los años 40. Sin adherirse a las perforaciones que atraviesan la obra, Larrea se acerca a las superficies pulidas y ahuecadas de Heptworth. En cuanto a la delgadez de este Cristo debe tenerse en cuenta que fue realizado durante la larga postguerra española, cuando toda Europa estaba sumida en un clima de angustia existencial provocada por los horrores de la 2ª Guerra Mundial y que aquel espanto, aquella deshumanización, se trasladó al arte en forma de figuras muy delgadas, como si les quedara poca carnalidad, a la manera de escultores como Alberto Giacometti y Germaine Richier. En el MNAC de Barcelona hay estos días una exposición titulada Quina humanitat? La figura humana després de la guerra (1940-1966) que aborda la humanidad descarnada en artistas como los citados y entre los que podría haber estado Larrea si, además de la humanidad, se hubiese incluido la deidad. Los dioses también adelgazaron.

Biomorphic Theme, 1948, y Dyad, 1949, por Barbara Hepworth.

En esta pieza se detecta el antecedente escultórico más importante vivido en el País Vasco en años previos, como ya va dicho, pero también puede reconocerse hacia dónde se encaminaba Larrea. Esa ortogonalidad radical del crucificado enlaza con las piezas de geométrica abstracción realizadas pocos años después, como Cadena de ácidos, Cepas 1 y Cepa 2, las tres de 1967, en las que la simplicidad del Cristo de Beci se convierte en unas densas complejidades, sin perder por ello la estructura de verticales y horizontales. El tránsito entre una y otras estuvo representado por otro Cristo crucificado, en madera, de 1966, un Cristo separado de su cruz, pero con el cuerpo expresionistamente corroído.

Juan Daniel Fullaondo y la escritura crítica

/ Javier González de Durana /

En diversas ocasiones he dejado constancia aquí de mi admiración hacia Juan Daniel Fullaondo (Bilbao, 1936-Madrid, 1994), por sus ensayos y labor como editor y director de la revista Nueva Forma. Los textos que escribió han representado una guía luminosa y un modelo de rigor desde mis tiempos de estudiante. En ocasiones sus escritos me resultaban intrincados y oscuros, pero siempre encontraba una frase brillante, un pensamiento revelador que me detenía la lectura en seco para repasar aquella idea asombrosa. Sus ensayos -más tarde lo vi claro- eran como elaboraciones barrocas en las que sombras y luces se conjugaban para conformar un retablo complejo que invitaba a reiterar la mirada -en su caso, la lectura- para, a partir de los elementos luminosos, entrar en zonas más profundas y encontrar, en ellas también, la claridad de sus reflexiones. Bernini y Borrimini, dos de sus arquitectos preferidos, parecían inspirarle para escribir.

Además de arquitecto, Fullaondo era historiador de una calidad que yo no había conocido en la universidad, con un lenguaje propio, una mirada penetrante en la esfera creativa -el diseño y la arquitectura histórica y contemporánea- que a pesar de interesarme mucho me fueron sustraídos durante los estudios académicos y con unos conocimientos sobre literatura y arte de tales dimensiones que dejaban a cualquier estudiante -y a mi, en concreto- sumido en la estupefacción más alucinada, pero también impregnado por el deseo de emulación. Lo cierto es que la vastedad de su saber llegaba a ser, de entrada, incluso intimidante: su tesis doctoral de 1961 se fundamentó en las Relaciones entre la Música y la Arquitectura a través del compositor Arnold Schoenberg. Sorprendente.

La biblioteca de la Delegación del Colegio Oficial de Arquitectos Vasco-Navarro (COAVN) fue en aquellos años 70 un cálido refugio -lo sigue siendo, por fortuna- donde encontrar y leer sus publicaciones hasta que pude empezar a comprarlas. Resultaba problemático acceder a un conjunto abundante de sus ensayos, pues se encontraban diseminados en diversidad de publicaciones y si bien la revista Nueva Forma aglutinó la mayoría de ellos también aquí aparecieron dispersos en multitud de números y hacerse con ellos no era fácil ni barato. De vez en cuando, por medio de algún librero de segunda mano podía acceder a un ejemplar o dos de Nueva Forma y me daba con un canto en los dientes si se trataban de monográficos que me ponían en contacto con los temas que me interesaban más directamente.

En 1972 la editorial Alfaguara publicó un volumen en el que recopilaba decenas de artículos de Fullaondo bajo el título de arte, arquitectura y todo lo demás, dentro una sección llamada «nueva forma / colección de crítica y problemas interpretativos» (con clara aversión hacia las letras mayúsculas). Allí estaban bastantes escritos dados a conocer en Nueva Forma, otros aparecidos en revistas diversas e incluso algunos inéditos. Con esfuerzo económico lo compré y fue mi libro de cabecera durante…. muuuuucho tiempo. Tenía unas breves palabras introductorias del propio Fullaondo y en las solapas se reproducía una presentación de Santiago Amón, otro de mis héroes de entonces.

Sin embargo, claro está, en aquel grueso volumen no estaba todo Fullaondo, ni siquiera todo el anterior a 1972. En 2007 María Teresa Muñoz, arquitecta, profesora en la ETSAM y coautora con Fullaondo de diversos ensayos y conversaciones, publicó una nueva reunión de textos de su colega que dio en llamar Juan Daniel Fullaondo. Escritos críticos, que ahora ve su segunda edición y que se presenta este jueves en la Delegación bilbaína del COAVN, que ha sido, en esta ocasión, co-editora de la publicación junto con ediciones asimétricas. Sirva como muestra del agradecimiento que Bilbao le profesa a este hijo ilustre de la Villa, aunque las autoridades edilicias no se hayan enterado todavía. Ya lo harán algún día en la medida que se merece.

Algún ensayo en esta reedición ya había aparecido en la publicación de 1972, pero no otros y, naturalmente, ninguno de los escritos después de aquel año, aunque sean solamente dos. Si Amón escribió que «Juan Daniel Fullaondo es espíritu humanista, hombre afincado en el suelo firme de la cultura, entendiendo por cultura antes que un bagaje, una actitud: la tensión, la apertura diáfana del espíritu a aquello que es al espíritu es conveniente», ahora Muñoz nos asegura que «es un ensayista marcado por la erudición más que por la pretensión de construir un cuerpo compacto de teoría de la arquitectura que a menudo se ve desbordada de sus límites para adentrarse en otros territorios».

Hay dos aspectos a señalar en esta última publicación. La primera es que los escritos se presentan en estado, digamos, puro, esto es, texto y sólo texto, salvo alguna ilustración. Esto hace que se pierda la manera en que a Fullaondo le gustaba presentarlos. Él no escribía sólo con palabras, sino que lo hacía también con la composición gráfica de cada página, con las ilustraciones que lo acompañaban (también la manera en que estas aparecían), con las diferentes tipografías y tamaños de letra que empleaba y con las frases de poetas y artistas que, a modo de ladillos, incluía junto a sus escritos: James Joyce, Jorge Oteiza, Miguel de Unamuno, Blas de Otero (estos dos últimos en su estudio del urbanismo y la arquitectura de Bilbao), entre otros, les añadían un sentido suplementario sólo con aparecer a su lado, sin necesidad de utilizarlos como apoyo a las ideas que exponía. Sus escritos eran la suma de todo ello, una unidad de lectura y composición visual. Por razones editoriales es imposible o muy complejo reproducir aquello, así que queda lo que puede ser leído. Es más que suficiente.

Si en ello hay una pérdida, existe una ganancia en otro registro: las introducciones que María Teresa Muñoz elabora acerca de cada ensayo. Con brevedad, pero con sopesado criterio, explica el momento y circunstancias en que Fullaondo escribió lo que a continuación se va a leer, «la sensibilidad dominante del momento en que fueron escritos», dice ella. Una contextualización que enfoca al lector y desde nuestro momento presente le predispone a la mejor comprensión de lo que pensaba el arquitecto respecto del asunto que abordó.

Al releer los artículos que había venido publicando a lo largo de una década, Fullaondo decía sentirse «ligeramente desconcertado» porque «el tiempo, las opiniones, transcurren ahora demasiado rápidamente y cuesta, en ocasiones, reconocerse a través de expresiones que uno había ya olvidado», Su desconcierto estaba causado por una conmoción cultural de carácter vertiginoso que incapacitaba para reaccionar con la rapidez de reflejos necesaria para conseguir estructurar aquellas convulsiones con una razonable organización interpretativa. Eso lo dijo en 1972, cuando apenas habían transcurrido unos pocos años tras haberlos escrito. Hoy, sin embargo, medio siglo después los leemos y constatamos la gran riqueza que permanece activa, útil, en ellos, más allá de algunos detalles circunstanciales propios de la época. Por eso es tan pertinente esta segunda edición.

La presentación de este libro tendrá lugar en la Delegación del COAVN en Bizkaia (Alameda de Mazarredo 71) el próximo jueves 14 de marzo, a las 19:00 horas. Le acompañarán Carles Muro y Peio Aguirre.

Retrato de Juan Daniel Fullaondo (© Paco Gómez / Fundació Foto Colectania).