Vicente Larrea en 1962

/ Javier González de Durana /

El sábado pasado regresé, una vez más, a Beci, en Sopuerta. La víspera se había celebrado en Bilbao el funeral por Vicente Larrea, pero pensé que la despedida tenía que ser, entre nosotros, más personal. Por eso fui a ver la talla del Cristo crucificado que en 1962 realizó para la pequeña iglesia de Beci, cuando Vicente tenía 27-28 años de edad. Ya me he referido a ese singular templo en otras ocasiones aquí, una vez para describir el trabajo de Rufino Basáñez en su diseño arquitectónico y otra vez para señalar las coincidencias con la capilla de Ronchamp, de Le Corbusier. Desde sus comienzos Vicente Larrea fue un escultor estrechamente relacionado con arquitectos y urbanistas, contactos que él establecía por la convicción de que la escultura, al menos la realizada por él, debía tener una dimensión pública, ser accesible al mayor número de personas. Esta es la razón por la que en tantas ciudades y localidades de Euskadi existen obras suyas en plazas, parques y, en general, espacios públicos o espacios privados de accesibilidad pública, como hospitales, entidades bancarias, vestíbulos de corporaciones, cementerios, centros de congresos…, y, por supuesto, en los museos.

Compartí con Vicente muchos momentos y algunos de ellos fueron significativos tanto para él como para mí, pero no quiero recordar aquí aquellas vivencias, sino escribir sobre lo que a Vicente le habría gustado, esto es, alguna reflexión sobre su obra. He pensado hacerlo, en concreto, acerca de una de las primeras esculturas que realizó, tan primeriza que no la ha venido incluyendo en su web, junto con otras obras públicas. Sin embargo, lo es. Sucede que Vicente empezó a reseñar su obra personal a partir de 1966, dos años después de cerrar el taller de escultura tradicional heredado de su padre para dar comienzo a una trayectoria personal dentro de los lenguajes contemporáneos de la escultura. Y esta obra para la iglesia de Beci fue realizada en 1962, aún en el ámbito del taller paterno, si bien era ya una escultura moderna.

La obra tiene unas medidas aproximadas de 240x210x35 cm. Está tallada en roble de un color suavemente dorado. Sesenta y dos años después de haber sido realizada, se conserva en perfectas condiciones físicas, sin el menor vestigio de xilófagos u otro tipo de insectos. La obra está construida con tres piezas: una es la vertical (cuerpo) y dos son los laterales (brazos); estas dos (en realidad una pieza ensamblada a la anterior por detrás, «a media madera», manteniendo intacta su continuidad estructural y de la propia veta) se unen perpendicularmente a la anterior justo por debajo de la cabeza, a la altura de los hombros.

Simbólicamente el cuerpo del crucificado se identifica con el instrumento de su martirio. Cruz y cuerpo son uno, sin separación entre ellos; no es una figura humana clavada a unas maderas, sino unas tablas antropomorfas. Visto desde la entrada al templo, al observador puede parecerle que el testero sólo muestra el signo de la cruz, dadas sus filiformes y grandes dimensiones, pero al aproximarse va notando que aparecen leves volúmenes orgánicos, ahí están -además del perizonium- el estómago, las costillas, el pecho conteniendo el último aliento, los músculos deltoides…, para terminar descubriendo todo el cuerpo. Dos formas y dos entidades combinadas en una sola figura.

Dentro de la rotundidad cruciforme se descubren oquedades distribuidas por todo el cuerpo. No son espacios que penetren en la madera, sino ondulaciones cóncavas de desarrollo más o menos ovoide. En mi opinión, la influencia de Jorge Oteiza en esas delicadas cavidades es patente y remiten a la estatuaria de la basílica de Arantzazu, sin llegar a las dramáticas hendiduras que recorren allí los cuerpos de los apóstoles. Esa influencia es también visible en la cabeza de Cristo, impregnado con un aroma ligeramente cubista. A diferencia de los crucificados tradicionales que muestran un cadáver con la cabeza desplomada, aquí Cristo la mantiene elevada, con ojos cerrados y expresión no sufriente. El cuello y la barbilla manifiestan el tenso esfuerzo de alzar el rostro a lo alto para preguntar «¿por qué me has abandonado?». Las dos manos son otros tantos huecos en los que apenas el dedo pulgar queda insinuado.

Dos vistas de la cabeza.

Manos derecha e izquierda.

Torso con cabeza desde dos puntos de vista.

Pies de Cristo y firma con data en el lateral derecho, a la altura de los pies.

Dentro de la esfera internacional creo que Larrea se sintió próximo a la escultura que la inglesa Barbara Hepworth había realizado a finales de los años 40. Sin adherirse a las perforaciones que atraviesan la obra, Larrea se acerca a las superficies pulidas y ahuecadas de Heptworth. En cuanto a la delgadez de este Cristo debe tenerse en cuenta que fue realizado durante la larga postguerra española, cuando toda Europa estaba sumida en un clima de angustia existencial provocada por los horrores de la 2ª Guerra Mundial y que aquel espanto, aquella deshumanización, se trasladó al arte en forma de figuras muy delgadas, como si les quedara poca carnalidad, a la manera de escultores como Alberto Giacometti y Germaine Richier. En el MNAC de Barcelona hay estos días una exposición titulada Quina humanitat? La figura humana després de la guerra (1940-1966) que aborda la humanidad descarnada en artistas como los citados y entre los que podría haber estado Larrea si, además de la humanidad, se hubiese incluido la deidad. Los dioses también adelgazaron.

Biomorphic Theme, 1948, y Dyad, 1949, por Barbara Hepworth.

En esta pieza se detecta el antecedente escultórico más importante vivido en el País Vasco en años previos, como ya va dicho, pero también puede reconocerse hacia dónde se encaminaba Larrea. Esa ortogonalidad radical del crucificado enlaza con las piezas de geométrica abstracción realizadas pocos años después, como Cadena de ácidos, Cepas 1 y Cepa 2, las tres de 1967, en las que la simplicidad del Cristo de Beci se convierte en unas densas complejidades, sin perder por ello la estructura de verticales y horizontales. El tránsito entre una y otras estuvo representado por otro Cristo crucificado, en madera, de 1966, un Cristo separado de su cruz, pero con el cuerpo expresionistamente corroído.

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