/ Javier González de Durana /

El pasado 28 de diciembre falleció el arquitecto Arata Isozaki y, más allá de rutinarias crónicas que recordaban su paso por orillas del Nervión, no vi que la prensa local le dedicara algún artículo de reconocimiento por su contribución a esta ciudad. Es fácil imaginar que cuando fallezcan Frank Gehry y Norman Foster habrá una cascada de homenajes, tributos y honores, ya que sus aportaciones al desarrollo de Bilbao han sido formidables, pero la participación de Isozaki no fue poca cosa y, a diferencia de sus dos colegas, se produjo en el ámbito de la iniciativa privada. Él se encargó de resolver el grave problema creado por una operación inmobiliaria fallida a principios de los años 90 sobre terrenos del Depósito Franco, en Uribitarte. Solucionar el galimatías que habían dejado allí promotores y constructores poco escrupulosos -boquete gigantesco donde se había empezado a levantar la compleja estructura de un edificio que no llegó a existir- tuvo un enorme mérito para el que contó con el arquitecto Iñaki Aurrekoetxea como colega asociado local. El resultado, Isozaki Atea, configura uno de los puntos urbanos más visibles y singulares en un emplazamiento cuyas inmediaciones muestran abundantes arquitecturas de gran calidad desde finales del siglo XIX. Lamentablemente, en la prensa su nombre apareció mencionado más a menudo por culpa del egocentrismo de un arquitecto-ingeniero valenciano -quien decía sentirse perjudicado por la obra del japonés- que por la impresionante arquitectura realizada por él en un desquiciado solar. Hace algún tiempo escribí aquí sobre la estructura de Isozaki Atea.
Como agradecido ciudadano de Bilbao, y por otro motivo que mencionaré más adelante, voy a escribir algo sobre esta destacada figura de la arquitectura y quiero empezar por algo poco conocido. En septiembre de 1962, Arata Isozaki entonces un arquitecto de 31 años publicó una historia surrealista titulada «City Demolition Industry, Inc.» en la revista de arquitectura Shinkenchiku. La historia presenta dos personajes, un arquitecto llamado Arata y un ex-asesino profesional llamado Shin. Shin está escandalizado por la gran cantidad de muertes debidas a diversos problemas urbanos, accidentes de tráfico, contaminación…, motivos por los cuales declara la guerra a las metrópolis. Shin establece una empresa clandestina llamada City Demolition Industry, Inc. e intenta persuadir a su amigo Arata para que se incorpore a su actividad. Sin embargo, los dos personajes no llegan a un acuerdo y su conversación se convierte en cruce de acusaciones: Shin etiqueta a Arata como «estalinista cobarde» por su mentalidad tecnocrática, mientras que Arata llama a Shin «trotskista sin experiencia» a causa de su ingenua actitud. La discusión acaba en tablas.
Era un ensayo alegórico en el que chocaban la pasión por el diseño de la ciudad y el surrealista deseo de demolición urbana. En él se afirmaba que el verdadero trabajo de un arquitecto no consistía en diseñar más monumentos para la reconstrucción y la economía dinámica del Japón de la posguerra, sino más bien en tomar distancia de las presiones y limitaciones de la ciudad moderna para crear los requisitos de libertad que estaban impidiendo las estructuras edificatorias que se levantaban por todas partes . En cierto momento del relato dice: «La ciudad… era el asesino de todos los asesinos y, peor aún, al ser anónimo era un curioso agente al que no se atribuían responsabilidades. Y sintió que para crear una época en la que la profesión de matar volviera a ser un arte, en la que este acto humano pudiera realizarse con placer, no había nada más urgente que destruir estas ciudades inhumanas. … Cuando pienso en el sonido hueco de las consignas para construir, renovar y mejorar las ciudades, o sea, para el apuntalamiento político de la metrópoli actual, llego a pensar en términos de destrucción como única realidad».

Cities in the Air, 1962. Ciudades gigantes de cubos apilados o tetraedros imaginados durante el período metabolista de Isozaki.

Aquella idea de aniquilar la ciudad derivó, una vez rebajada su intensidad radical, en el memorable proyecto futurista “City in the Air” (1962), como alternativa a la alta ocupación del suelo en Tokio: “Distintas capas elevadas de edificios, residencias y transportes, suspendidos sobre una ciudad envejecida, en respuesta a la elevada tasa de urbanización”. Si destruir la ciudad no era posible, al menos cabía la posibilidad de distanciarse de ella, por elevación. A partir de ideas metabolistas, aplicó el concepto de crecimiento biológico a la arquitectura al considerar que la ciudad, así como sus estructuras, son organismos vivos que se desarrollan juntos: arquitectura como un proceso en constante transformación. El diagnóstico acertado no recibió en su caso la respuesta adecuada y funcional, al mimetizar la forma en que las células, desde el átomo hasta las nebulosas, se organizan y relacionan entre sí. Como es fácil imaginar, ninguna ciudad en el aire fue realizada.
En Bilbao diseñó el conjunto Isozaki Atea (1999-2008), combinando usos residenciales, de oficinas y servicios. Para su construcción se derribó la estructura de las edificaciones existentes, se conservaron -a modo de ruinas- partes de la fachada de un antiguo depósito de aduanas y se formalizó el área como una gran plaza pública con locales comerciales y un complejo de viviendas en dos altas torres a ambos lados de esta plaza. En el espacio interior que cierra la antigua fachada superviviente del Depósito Franco se encuentran los edificios de viviendas de menor altura, ordenados en forma de biombo informalmente desplegado. El patio se plantea, por un lado, como una prolongación de la calle Ercilla y, por otro, como una derivación del cercano paseo fluvial al tiempo que una amplia escalinata resuelve la diferencia de cotas entre el borde del ría y la llanura sobre la que se extiende el Ensanche decimonónico. La estructura del conjunto, proyectada por el ingeniero Robert Brufau, supuso un gran desafío técnico al tener que erigirse sobre las existencias inacabadas de la frustrada operación constructiva anterior. El perfil de la ciudad cambió notablemente con su intervención, pasando a establecer un rico diálogo con otros hitos arquitectónicos de los años 60, como el Banco de Vizcaya y el Edificio Albia, situadas en sus cercanías. En el horizonte urbano de Bilbao siempre aparecerán sus dos torres.


Isozaki Atea, Bilbao.
En 1990 tuve la fortuna de conocer personalmente a Isozaki. En representación del Gobierno Vasco, formé parte del jurado que decidió cuál de los seis proyectos invitados para dar forma al nuevo Kursaal de San Sebastián se realizaría. Los arquitectos invitados fueron: Mario Botta, Norman Foster, Rafael Moneo, Juan Navarro Baldeweg, Luis Peña Ganchegui-José Antonio/Mateo Corrales y Arata Isozaki. Como es bien sabido, ganó Moneo, muy justamente. Isozaki acudió a San Sebastián para explicar su propuesta al jurado y defenderla; no todas aquellas estrellas internacionales lo hicieron.
Su presencia: el arquitecto acudió acompañado por su mujer, Aiko Miyawaki, una reconocida escultora que estuvo a su lado durante la presentación, pues durante décadas colaboró e influyó en sus edificios. Ella se mantuvo silenciosa mientras él explicaba su trabajo en un inglés conciso y directo. Sin excesos verbales ni gesticulación física, Isozaki fue detallando en un tono suave, casi en voz baja, su proyecto. Sin embargo, en absoluto transmitía frialdad o distancia; atrapaba a los oyentes -al menos, a mí- con su mirada y una vocalización cálida, algodonosa.
Su indumentaria: me llamó mucho la atención. Mientras los miembros del jurado estábamos trajeados y encorbatados, él vestía una fluida indumentaria gris oscura, casi negra, minimalista total, con algo así como una sencilla chaqueta lisa abotonada en diagonal a un costado y cuello cerrado. Nosotros parecíamos unos pueblerinos con pretensiones y él, sobrio, exquisito. Supuse que era una pieza de Issey Miyake; sabía que era un diseñador de su predilección. De hecho, en 1977 el Museo Seibu organizó la muestra Issy Miyake in Museum: A Piece of Cloth para celebrar el premio Mainichi de Diseño que se le había otorgado al diseñador. Arata Isozaki, miembro del jurado que le premió, dijo entonces: «El diseño puede aplicarse a productos, gráficos, arquitectura y planificación urbana, pero se había excluido la ropa, a pesar de haber incorporado sus principios antes que cualquier otra disciplina (…) El trabajo de diseño de Issey Miyake no se ha limitado a ese mundo, pues ha tenido tal impacto en la esfera cultural que ha estimulado todas las áreas del diseño… (y) nos ha enseñado una verdad esencial: que la ropa está hecha de una sola pieza de tela que envuelve a un cuerpo en movimiento”.
Su proyecto para el Kursaal: no ganó, pero era muy representativo de su trabajo. Le perjudicó haber introducido dentro del programa arquitectónico un hotel que la convocatoria del concurso no exigía. Ello hizo muy compacto y masivo el volumen final, sobre todo hacia el Paseo de la Zurriola, aunque no tanto hacia el mar, pues aquí se fragmentaba en varias piezas de diferentes formas, materiales y colores. Como era frecuente en sus edificios culturales de aquella época, el proyecto transmitía incertidumbre e inquietud, pues no ofrecía certezas acerca de cómo sería realmente, de qué modo se organizaría en su interior. Más bien, el conjunto manifestaba aspecto de provisionalidad, como algo concebido y realizado para no durar mucho tiempo: el edificio era entendido como vanitas, una conjunción de objetos destinados a desaparecer, tarde o temprano, y que demandan ser disfrutados al máximo mientras se pudiera. La idea de ruina le atrajo siempre, aquí está Uribitarte para demostrarlo. Así como la fachada hacia la Zurriola ofrecía un aspecto urbano equiparable a los bloques de viviendas cercanos, en la cara orientada al mar el edificio mostraba un conjunto de cuerpos diferenciados cuya articulación resultaba complicado entender, como si hubiesen ido a parar hasta allí llevados azarosamente por las olas, cuyas ondulaciones quedaban evocadas en algunas cubiertas.
Es difícil incluir los edificios de Isozaki dentro de alguna de las categorías convencionales, pues no son claramente modernistas ni posmodernos, tampoco orientales u occidentales…, es como si varios fragmentos supervivientes de antiguos edificios construidos en diferentes momentos en el mismo lugar se hubiesen puesto de acuerdo para coexistir unos cerca de otros. Se dice que la difícil belleza de su arquitectura, entre compuesta y aparentemente inacabada, era propia de tiempos confusos. Yo pienso que él, simplemente, creía en la capacidad de la arquitectura para resolver problemas y disolver dificultades de una época que, como todas, fue confusa, pero que Isozaki ayudó a explicarla.





Maqueta de la propuesta de Arata Isozaki para el solar del Kursaal en 1990.
«Si Charles Jeanneret hubiera llegado más lejos de lo que llegó… el mundo hubiera podido ser diferente.»
Arata Isozaki nos llevó un poco más lejos…
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https://www.linkedin.com/pulse/matriz-de-sostenibilidad-el-viaje-extremo-oriente-luis-diaz/
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