Javier González de Durana
Siempre he tenido una relación conflictiva con los grafitis urbanos. Por una parte, me atrae de ellos su libre espontaneidad, la aceptación por los autores de su perecedera existencia, que no estén hechos mirando de refilón al mercado y el no-academicismo que guía sus estilos y temas. Por otra, no puedo dejar de relacionarlos con la invasión y deterioro de algunas arquitecturas y mobiliario urbano cuyos valores de diseño merecen continuar manifestándose tal como fueron concebidos y siempre estuvieron, sin ocultamientos ni alteraciones o agregaciones por atractivas que éstas puedan ser en sí mismas.
Sin embargo, es evidente que otro de los valores de este movimiento plástico-cultural es su frecuente posicionamiento crítico contra el stablishment, lo que en ocasiones ha significado pintar sobre edificios y bienes públicos y privados en los que se asientan las distintas esferas del poder, sea político, económico, social, religioso… En el grafiti, por tanto, hay un mensaje y, a veces, también una pequeña agresión a lo institucional. Se acepta bien que estas pinturas se realicen sobre las deslucidas tapias de los suburbios urbanos -«donde no molesten» diría alguien-, pero no se tolera que se lleven a cabo en los nobles muros de edificios localizados en los centros urbanos. Lo entiendo, pero es complicado porque muchas veces no se puede separar una acción artística de esta naturaleza -con lo que trae de corrosivo (caso de tenerlo)- del hecho de que tal crítica sea vista y entendida con claridad por la institución o persona aludida al ser lanzada contra su rostro. Un «Dios bendiga este negocio«, por ejemplo, no obtiene el mismo efecto en un tapial ferroviario del extrarradio que el logrado sobre la fachada de un céntrico edificio del Obispado con el que su propietario eclesiástico especula urbanísticamente.
Las circunstancias de que los artistas grafiteros realicen obras no comercializables, carezcan de estudios y formación académicas, y no respondan a las modas dominantes en el «mainstream» de galerías y museos hace que su entrada en los circuitos expositivos institucionales resulte francamente difícil por un complejo de superioridad que anida en tales establecimientos. Es posible que Banksy sea hoy un artista deseado por ciertos museos, pero creo que lo es por su popularidad mediática y por el precio que alcanzan sus obras más que por el entusiasmo que suscita entre los conservadores y directores de esas instituciones. Yo mismo me encontré, hacia 2006-07, prisionero de tal complejo cuando desde ARTIUM de Álava invitamos a SUSO33 a realizar un trabajo: el hombre llevó a cabo un mural bastante bueno, con rapidez y eficacia, sin exigencias ni mareos de prima dona…, pero le ofrecimos una pared interior junto a la puerta de acceso a las oficinas del museo; ni soñar el plantearle que lo ejecutara en una de las salas de exposición, ¡ese nivel no!, ese nivel era para otros artistas, digamos -o nos decíamos entonces- «artistas serios». En fin, de cuántas tonterías hemos sido cómplices…
Este también llamado «street-art» se ha deslizado en algunos casos por una vertiente grotesca y oportunista que alimenta y ahonda en la conflictiva relación que tengo con él. Lo digo por la mamarrachada perpetrada en el Faro de Ajo por alguien que empezó como interesante grafitero en muros y paredes medianeras de edificios, pero que ha llegado a convertirse en un vendedor de banales chucherías visuales para políticos ignorantes y pretenciosos. Como ya escribí aquí sobre este asunto, no continúo. Por fortuna, este arte urbano en otros lugares se adapta a las realidades existentes de manera más responsable que en Cantabria, como es el caso que explico a continuación.
A finales del pasado mes de agosto The National Building Museum, en Washington D.C., presentó en sus instalaciones unos trabajos, bajo el título Murals That Matter: Activism Through Public Art, realizados por grafiteros sobre los recientes brotes de racismo en EEUU . The National Building Museum es un potente inmueble construido entre 1882 y 1887 para cumplir con tres objetivos: albergar la sede de la Oficina de Pensiones de los Estados Unidos, proporcionar un gran espacio adecuado para las funciones sociales y políticas de Washington, y conmemorar el servicio de aquellos que lucharon del lado de la Unión durante la Guerra Civil. Actualmente es el edificio más alucinante entre los que aún perviven de aquella época en la ciudad, destacando por un gran vestíbulo de casi 25 metros de altura con gigantescas columnas corintias en dos de sus lados. Una vez convertido en museo, su tarea es suscitar curiosidad sobre el mundo del diseño y la construcción para comprender la historia y el impacto social de la arquitectura, la ingeniería y la arquitectura del paisaje, revelando a través de exposiciones y programas educativos los modos en que el mundo construido moldea las vidas de gentes y comunidades.
Junto con el P.A.I.N.T.S. Institute, el museo organizó esta exposición a impulsos de la ardiente indignación suscitada por los abusos policiales contra la población negra. El P.A.I.N.T.S. Institute es una organización sin ánimo de lucro con sede en Washington, D.C. que tiene la misión de ofrecer educación y programación interactiva a adolescentes y adultos jóvenes residentes en comunidades desatendidas, buscando formas alternativas y únicas de aprovechar el poder de las artes visuales para desarrollar, preparar y sostener las vidas de los socialmente más vulnerables. El acrónimo viene de Provide Inspiration to Artists in Non-tradtional Settings, esto es, «ofrecer inspiración a los artistas en entornos no-tradicionales».
Entre ambas instituciones y con el apoyo de otras entidades urbanas, a principios del pasado verano encargaron docenas de murales a artistas grafiteros en respuesta a los asesinatos de George Floyd, Breonna Taylor, Ahmaud Arbery y tantos otros. Los murales se ejecutaron sobre tableros de contrachapado y fueron instalados sobre los escaparates de locales comerciales sin actividad. Una selección de 18 de esos murales son los que se presentaron en The National Building Museum y en ellos, como en todos los demás, se expresaban mensajes de amor, unidad y esperanza, se hablaba de la injusticia racial y las desigualdades sociales, y se proclamaba el apoyo al movimiento Black Lives Matter.
En cierta manera el propio museo manifiesta cierta contradicción semejante a la que yo sentí en Vitoria-Gasteiz: los murales son acogidos por el mismo museo que alentó y propició su producción, pero los muestran en el jardín del museo, es decir, fuera del edificio. El argumento de que son obras hechas para estar originariamente en el exterior no vale de mucho porque el museo sabía, desde el momento en que los encargó, que tras su realización y exhibición callejera algunos de tales murales serían mostrados por la institución museística. De un exterior urbano pasaron a otro exterior institucional , pero el caso es que no están dentro de una de las salas de exposición, sino en el jardín. Es una diferencia que significa algo, aunque no se quiera.
La calidad de estos murales es irregular, algunos resultan bien y otros no mucho. En general, son convencionales. Al buscar grafiteros colaboradores el museo los buscó en un entorno cercano, quizás donde no estaban los mejores, o quizás estos, siendo invitados, no quisieron colaborar con el museo, lo que entraría en su habitual lógica anti-institucional. Tanto las organizaciones implicadas como los artistas participantes, en todo caso, actuaron por la necesidad de mostrar su punto de vista político ante la delirante situación que existe en su país. Por ello, quizás no se deba juzgar el resultado, sino la intención.
Otro arte que nació para estar en las calles y morir en ellas fue el cartelismo. En sus orígenes a mediados del siglo XIX y hasta hace pocas décadas, nadie pensó que aquellos papeles publicitarios pegados con engrudo a las tapias merecieran un lugar en los museos, pero terminaron encontrándolo y no sólo aquellos carteles diseñados por pintores de prestigio (Meunier, Toulouse-Lautrec, Mucha, Renau, Sáenz de Tejada…), sino incluso los anónimos y los firmados por autores que hoy nos resultan perfectos desconocidos. Es posible que con el tiempo algunos de estos grafitis, si sobreviven a las inclemencias meteorológicas y a la demolición de los muros en los que se hallan, pasen a formar parte de las colecciones museísticas. Y si no son los muros, al menos, podrían serlo las imágenes fotográficas que documenten sus efímeras existencias.
Como este blog tiene algunos lectores en Estados Unidos quiero pedirles, con encarecido respeto y fervor, que en las próximas elecciones presidenciales del 3 de noviembre hagan lo que está en sus manos (el voto) para que Donald Trump no sea reelegido. Muchas gracias.

Con arte o sin arte… Black Lives Matter!
Greetings from Seattle.
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You are right!! Good luck.
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