Javier González de Durana

Una de las consecuencias del largo confinamiento es que desde casa hemos encontrado tiempo para visitar on-line numerosos museos a los que no podríamos viajar ni aún en el supuesto de que la libertad de movimientos estuviera vigente, los aviones se desplazaran por el mundo con las mismas frecuencias y tarifas de antes, y dispusiéramos de días suficientes para ir de aquí a allá sin las restricciones impuestas por las obligaciones cotidianas. Muchos museos que en algún momento anterior hemos pensado y deseado conocer se nos han puesto fáciles durante los últimos meses. Ellos, cerrados al público por razones de salubridad, han utilizado los recursos facilitados por internet para mantener la oferta pública de sus contenidos y actividades. Sin duda, tal oferta no es comparable con un recorrido físico por los espacios reales del museo y con una observación directa de los objetos que muestra -hay muchos matices y percepciones que se pierden o desvirtúan en el camino cibernético-, pero, al menos, la información es accesible, muchas veces una información ampliada en comparación con la que esos mismos museos habrían ofrecido si no hubiera existido una situación de alarma y confinamiento.
El Canadian Centre for Architecture, en Montreal, y su actual exposición, Building a new New World: Amerikanizm in Russian Architecture, es uno de los museos y eventos que «he visitado» durante estos días. La muestra examina la relación entre Estados Unidos y Rusia, habitualmente vista como antagónica, como de hecho lo ha sido durante la mayor parte de los últimos setenta y cinco años. Desde el fin de la II Guerra Mundial en 1945, con el advenimiento de la Guerra Fría, hasta el más reciente «Rusiagate» y las interferencias anti-Hillary Clinton en la última campaña presidencial, los dos países han aparecido como rivales, pero en cierto momento hubo otro aspecto de esta relación: uno de admiración e inspiración -casi aspiración-, sin que estos sentimientos fueran recíprocos.
En el período que precedió a la II Guerra Mundial, cuando Estados Unidos y la URSS se aliaron brevemente, hubo en las repúblicas soviéticas un alto grado de entusiasmo por la cultura estadounidense, tanto por parte de las masas populares como de las élites políticas. Había antecedentes: durante el siglo XIX, muchos reformistas rusos habían buscado en los Estados Unidos una imagen del futuro próximo, aunque no todos participaron de la misma entusiástica visión; recuérdese la frase de Maxim Gorki en su libro In America (1906), donde describió el americanismo de la ciudad de Nueva York como «meterse en un estómago de piedra y hierro, un estómago que se ha tragado a varios millones de personas y los está consumiendo y digiriendo«.
Sin embargo, soluciones constructivas novedosas como el rascacielos, erigido mediante tecnologías de vanguardia, dieron forma concreta a las fantásticas visiones de los arquitectos rusos. Los visitantes soviéticos de los Estados Unidos en los años 20 y 30 consideraron las fábricas de Detroit y los rascacielos de Manhattan como estructuras que podrían transponerse potencialmente a otro entorno construido…, pero más revolucionario.
El personaje que mejor representó la transfusión de energía creativa de USA a USSR en aquel tiempo fue el arquitecto judío germano-americano Albert Khan (no Louis I. Kahn, sino otro Kahn anterior), a quien la exposición dedica una sección. Entre 1928 y 1932, un grupo de arquitectos e ingenieros estadounidenses, muchos de ellos afiliados a Albert Kahn Associates, emigraron de Detroit a Moscú para construir campus industriales como parte del Primer Plan Quinquenal de Josef Stalin. Pusieron en marcha más de 500 proyectos de construcción y capacitaron a más de 300 diseñadores, técnicos y dibujantes soviéticos en los métodos estadounidenses de diseño e implementación. Durante los años en que los arquitectos de Detroit ayudaron a construir fábricas soviéticas (en casos notables con componentes prefabricados importados de los USA), florecieron en la USSR las teorías urbanas sobre la morfología lineal de la ciudad como un modo apropiado para la industrialización.
Publicaciones como USSR in Construction (1930-41) presentaron imágenes convincentes de estos logros monumentales, que querían representar el progreso soviético en la cultura y la tecnología; además de publicarse en ruso, apareció traducido al inglés, francés, alemán e incluso, en 1938, al castellano. El «Detroit soviético», como se llamaría la capital industrial Nizhny-Novgorod, fue solo una de las muchas ciudades inspiradas en Estados Unidos desarrolladas durante el primer Plan Quinquenal, que también incluyó «Sibirsky Chicago» (Novosibirsk) y «Soviet Gary» (Magnitogorsk, inspirada en Pittsburg).

A fines de 1932, la mayoría de los expertos estadounidenses habían regresado «back home». Durante los años de su estancia en la USSR, los periodistas estadounidenses habían celebrado y dado a conocer su trabajo de manera regular. A medida que la economía norteamericana se recuperó de la Gran Depresión y avanzó inexorablemente hacia la guerra, un pequeño número de arquitectos e ingenieros que participaron en la industrialización soviética realizaron tareas comparables en los Estados Unidos. El urbanismo lineal creció alrededor de las metrópolis estadounidenses, particularmente en el Medio Oeste, en nuevas comunidades como Livonia y Michigan, situadas junto a nuevos complejos masivos de fábricas.
En relación con nuestro entorno próximo, me ha llamado la atención la influencia que Khan pudo ejercer en dos personajes locales de aquella época y de la inmediatamente posterior. Se ha mencionado muy a menudo que Secundino Zuazo se inspiró en la arquitectura de Chicago y Nueva York para concebir su plan de 1922-23 referido a la remodelación del Casco Viejo de Bilbao y, especialmente, la ribera del muelle de Ripa, sobre cuya orilla concibió unos espectaculares rascacielos. Como influencia que pudo recibir Zuazo casi nunca se ha mencionado a Detroit y menos aún a Albert Kahn y su bloque para la sede de General Motors, el cual me parece estar más cerca del arquitecto bilbaíno que cualquier otro ejemplo, no tanto en plantas como en alzados. La planta baja del americano presentaba un exterior con secuencia corrida de arcos de medio punto sostenidos por columnas como recuerdo de la arquitectura tradicional; en cambio el bilbaíno mostraba una mayor radicalidad al llevar hasta sus últimas consecuencias -y hasta su planta baja- la geometría del ángulo recto. En Zuazo esas galerías de arcos aparecerían años más tarde en los Nuevos Ministerios de la Castellana madrileña.
Khan diseñó este inmueble en 1919, concluyéndolo en 1923, y el proyecto de Zuazo se planteó entre 1921 y 1922, con la solución híbrida de urbanismo parisino (Haussmann y amplios bulevares para las Siete Calles) y norteamericano (apretados rascacielos otro lado del puente del Arenal, a la orilla del Nervión). Son piezas, por tanto, casi contemporáneas entre sí; Zuazo pudo tener noticia del proyecto de Kahn por medio de alguna revista que diera a conocer su plan para General Motors.


El otro influjo de Kahn y su entorno es de rango menor y tiene que ver con la manera en que presentaba perspectivas aéreas de las fábricas que planeaba construir para el régimen de Stalin. En concreto, me llamó la atención la visión sobre una fábrica de tractores diesel, que tanto recuerda las visiones fabriles de nuestro Gerardo D’Abraira durante los años 40 y 50, y a quien dediqué hace un tiempo una entrada en este blog.




La diferencia, en todo caso, era enorme, D’Abraira se limitaba a copiar la realidad existente, mientras que Khan creaba una nueva realidad, imaginándola. Ni color, por tanto, pero hay un denominador común en estas vistas aéreas de industrias, existentes o por existir: la clara y grandiosa promesa de un futuro mejor cimentado en la industria moderna, estuviera en Erandio o en Novosibirsk.