Economía neoliberal contra patrimonio arquitectónico

/ Javier González de Durana /

La Catedral de León fue el primer Monumento Nacional declarado en España, con fecha del 28 de agosto de 1844. Lo religioso y lo político (ligadas a la idea de la Reconquista) ya estaban unidos en esta decisión.

¿A qué se debe que en los últimos tiempos las agresiones al patrimonio arquitectónico de valor histórico y artístico se estén multiplicando en forma de derribos, vaciamientos de interiores edificados y elaboraciones de falsedades historicistas, todo ello con las preceptivas autorizaciones legales? Hagamos un breve repaso.

En ciertos momentos, no muy lejanos, en los países de Occidente determinadas construcciones fueron consideradas valiosas para las comunidades en las que se hallaban y, por ello, merecieron recibir el amparo de ayuntamientos en sus planes urbanísticos, de gobiernos autonómicos con sus calificaciones de protección y de los gobiernos nacionales con sus declaraciones de Bien de Interés Cultural. Se lograba que tales normas y calificaciones garantizasen su cuidado y protección de cara a ser transmitidas al futuro, como significativos y admirables elementos edificados por las sociedades precedentes. Todas esas administraciones públicas actuaron así porque entendieron que tal patrimonio era importante para las comunidades en que estaba inmerso y porque, aunque gran parte de él fuese de propiedad privada, con su presencia en los espacios públicos durante años o siglos habían terminado convirtiéndose en destacadas señas de identidad ambiental, además de hitos locales, regionales o nacionales levantados con mucho esfuerzo físico y económico, habilidad constructora y creativa imaginación por los antepasados de tales comunidades.

Los primeros edificios que merecieron protección administrativa durante la segunda mitad del siglo XIX en Europa fueron aquellos que estaban ligados a los mitos fundacionales y a las consideradas esencias de los respectivos países. Así, palacios reales, castillos, fortalezas, catedrales, iglesias, monasterios, ermitas, lugares donde sucedieron determinados actos heroicos, ruinas de antiguas ciudades arrasadas, lugares de batallas ganadas, etc. fueron los que primero recibieron protección, es decir, construcciones religiosas, militares y, en menor grado, civiles. Estas declaraciones tenían una intención claramente ideológica, pues con ellas se pretendía dotar de relato histórico apuntalador a naciones que pugnaban por hacerse un hueco diferenciado y peculiar en la geografía europea. Esas primeras protecciones eran intencionadamente selectivas, pues sólo se vieron beneficiadas arquitecturas y paisajes que aportaban un valor político a la construcción nacional, mientras que otros edificios y escenarios de interés equivalente, e incluso superior pero sin ningún significado ideológico aprovechable por el poder, quedaban orillados de todo amparo, pudiendo ser derribados o transformados sin problema. El liberalismo del XIX consideraba que si alguna construcción ayudaba a fortalecer la ideología dominante podía ser merecedora de protección pública, pero que si no era así, si su valor no era simbólicamente conveniente para la articulación de la mitografía nacional, entonces su interés quedaba restringido al terreno utilitario, o sea, al económico, simple valor de cambio. Naturalmente, las razones de mérito arquitectónico, artístico e histórico argumentadas por eruditos y académicos solían presentarse en primer lugar para justificar su protección; las razones políticas se callaban y sobreentendían.

Durante la segunda mitad del siglo XIX el incremento paulatino de monumentos protegidos tuvo lugar en paralelo al aumento del número de escuelas, institutos, colegios y universidades públicas y privadas a las que acudían para recibir educación segmentos de población que hasta entonces no habían tenido esa oportunidad. La nueva sociedad burguesa necesitaba individuos profesionalmente bien formados, instruidos y especializados para desempeñar determinadas tareas. De tal modo, la conciencia del valor histórico y arquitectónico de determinados inmuebles, conjuntos urbanos y paisajes llegó a gentes a las que no motivaba el interés político, sino el estrictamente cultural. Entre 1844 y 1899 se declararon protegidos en España 81 monumentos; entre 1900 y 1930 lo fueron 280, incluyendo también conjuntos urbanos y zonas arqueológicas. Este aumento sustancial fue debido a la exigencia de personas y asociaciones civiles sinceramente preocupadas por la constante pérdida de sobresalientes piezas de arquitectura -para ser sustituidas por edificios banales, a causa del beneficio económico que ello proporcionaba- o por actuaciones urbanísticas a cuchillo y machete. Así, por ejemplo, en España se protegieron en 1908 las murallas de Sevilla (lo habitual hasta entonces era derribarlas para «abrir» las ciudades medievales a los nuevos ensanches) y el dolmen de Lácara en Mérida en 1912 (gracias a las investigaciones de arqueólogos científicos). Véase aquí el listado de Monumentos declarados entre 1844 y 1930 por el estado español.

Después de la 2ª Guerra Mundial el panorama cambió sustancialmente, en parte debido a las terribles y numerosos pérdidas ocasionadas por el conflicto bélico y en parte porque la concienciación acerca de la necesidad de preservar el patrimonio arquitectónico se había extendido ya entre amplias capas de la población. A que ello fuera así contribuyó la creación de la UNESCO a finales de 1945 y la aparición durante las décadas siguientes de numerosas asociaciones regionales defensoras de la arquitectura histórica, las cuales, a veces, nacían especializadas en tipologías concretas (los castillos, la ingeniería, la arquitectura popular…).

La arquitectura industrial pasó a ser considerada bien protegido cuando muchas industrias habían dejado de funcionar, lo cual tenía sentido, pues a partir de ese momento fue cuando entraron en zona de riesgo al ocupar muchas de ellas terrenos ambiciados por promotores y constructores inmobiliarios. En algunos casos, como el de los Molinos Vascos, en Zorrotza, son un escenario de feroz contienda entre la administración pública, la propiedad privada y las asociaciones de defensa del patrimonio industrial.

Por tanto, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, durante la etapa que el economista James Bradford Delong llama «socialdemócrata desarrollista» (Camino de la utopía, ed. Deusto), la noción de patrimonio arquitectónico adquirió nuevos matices, pues dejó de ser sólo algo singular referido a hechos excepcionales de arquitectura, arte e historia para pasar a ser materia y soporte de la memoria colectiva, una memoria que debía ser protegida y defendida como patrimonio físico común, en definitiva, un bien colectivo al que la ciudadanía tenía derecho. Así, la capacidad administrativa para proteger piezas de arquitectura se amplió a regiones y ciudades, entidades que conocían mejor las realidades patrimoniales concretas en sus demarcaciones que un Estado central distante y enorme. De tal modo, mediante catálogos e inventarios regionales y provinciales a cuyo cumplimiento las administraciones se auto-obligaban y mediante Planes Urbanísticos elaborados por las ciudades quedaron registrados los inmuebles y conjuntos edificados merecedores de ser protegidos . Esos catálogos y planes eran documentos vivos en los que cabía la posibilidad de incorporar construcciones no tenidas en consideración anteriormente por haber sido estimadas como poco relevantes, pero que con el tiempo, más tarde, fueron reconocidas como merecedoras del mismo amparo o, al menos, de ciertas limitaciones a actuaciones de derribo o reforma, tales como equipamientos industriales, caseríos y edificios rurales o arquitectura urbano-residencial de los años 20 y 30…

A medida que las políticas socialdemócratas ampliaban derechos colectivos referidos a la educación, la sanidad, la vivienda, la seguridad… se ampliaba también el derecho de las comunidades a convivir con las arquitecturas heredadas de tiempos anteriores porque constituían parte de la memoria colectiva y porque en esas realidades edificadas las gentes se reconocían y enriquecían al formar parte de sus vidas personales, sus respectivos pasados y el marco cotidiano de sus recorridos existenciales. No todo lo existente por el mero hecho de ser vetusto, por supuesto, pero sí lo significativo y lo único señalado y razonado por arquitectos, historiados, arqueólogos, urbanistas…, es decir, por expertos en la cuestión.

Las Leyes de Patrimonio, así como los Planes Urbanísticos, por tanto, amplían y protegen derechos culturales sociales en la misma medida que limitan los derechos de libre actuación de los propietarios -tanto si son públicos como si son privados- sobre esos bienes que se hayan visto afectados por decretos y documentos legales. Para garantizar permanentemente ese derecho socio-cultural se prohibe el derribo -total parcial-, la adulteración y la alteración del entorno inmediato al bien protegido, obligando a presentar a la Administración cualquier proyecto de reforma. El derecho cultural de la sociedad impone restricciones a los derechos de la propiedad individual, compensándole con exenciones fiscales y otros rendimientos.

Volviendo a la pregunta del principio, ¿por qué tantos edificios que fueron protegidos en algún momento son ahora demolidos tras haber ido perdiendo gradualmente el amparo que recibieron? ¿por qué edificios que recibieron una protección integral sufren posteriores modificaciones legales para terminar aceptándose la conservación sólo de la fachada y la demolición de su interior, justo donde está lo arquitectónico-estructural?, y a veces ni eso al aceptar la elaboración mimética de la fachada original tras haberla tumbado, ¿por qué construcciones que fueron incluidas en catálogos e inventarios son sacados de ellos, quedando a la intemperie?

La explicación debe encontrarse en las demandas de la economía neoliberal. Esas limitaciones que protegen la cultura arquitectónica patrimonial son un fastidioso estorbo para la movilidad del mercado inmobiliario y del suelo edificado, molestas trabas al desarrollo de negocios constructivos y urbanísticos, intolerables restricciones a la libertad de la propiedad privada. Así piensan. Este proceso forma parte de la misma política que privatiza la sanidad que fue pública y la educación que llegó a todos… Lo que está sucediendo con el patrimonio arquitectónico es otro aspecto del recorte general de derechos colectivos para favorecer intereses privados. Hemos retrocedido tanto que ahora algunas administraciones consideran que proteger el patrimonio histórico-arquitectónico consiste en reproducir la fachada de un edificio que ellas mismas autorizaron derribar tras arrepentirse de haberlo protegido, sustituyendo la verdad por una máscara, una imagen hueca, sin contenido.

Los valores constructivos, históricos, sociales y etnográficos de los populares caseríos vascos tardaron en ser protegidos por las leyes, pero actualmente algunos de ellos tienen la misma consideración que una iglesia gótica o un palacio barroco.

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