/ Javier González de Durana /

Están bastante avanzados los trabajos de reacondicionamiento de la calle María Díaz de Haro, una vía urbana que durante décadas fue poco amable en su parte final, justo el tramo que, entre las calles Simón Bolívar y Autonomía, ahora se transforma. La mitad inferior está ya lista y mitad mitad superior… ahí anda. Cabe imaginar que la celeridad dada a la tarea estos días tiene que ver con las próximas elecciones municipales; hagamos votos para que estas prisas no afecten a la calidad de los acabados, no vaya a ser que en otoño se tengan que reponer aquí estos adoquines y allá esas balsosas. La operación, que abarca varios miles de metros cuadrados, busca sacar coches de la ciudad para convertir algunas calles en espacios urbanos en los que el descanso, el paseo, la conversación y el sosiego sean posibles por reducción del estruendo que hasta ahora los ha venido impidiendo. La tarea ha consistido en convertir una gran parte de la calzada en área paseable entre parterres, bancos, fuentes y árboles, tras haber restringido a una única vía la circulación rodada. Dada la notable anchura de María Díaz de Haro, esto representa una superficie muy amplia. La transformación es positiva, mucho y la ciudadanía utilizará agradecida este nuevo espacio de convivencia.
Llamamos ruido a esa sensación auditiva inarticulada que generalmente nos resulta desagradable, si bien se considera ruido cualquier sonido que supere los 65 decibelios. Así lo recoge la ley española al establecer la “calidad acústica” en zonas residenciales por debajo de los 65 dB durante el día, y 55 dB durante la noche. Y es que vivir con ruido provoca, entre otras molestias, irritabilidad, falta de concentración, pérdida auditiva, insomnio y estrés o ansiedad.
Pero el ruido forma parte de la naturaleza de las ciudades. Lo fue históricamente, cuando los talleres estaban instalados en sus calles y las fábricas en los alrededores de su perímetro, y lo es ahora como consecuencia de coches, furgonetas y autobuses, obras en superficie y de construcción edificatoria, estridentes alarmas que saltan en locales comerciales y vehículos estacionados o ambulancias, policías y bomberos circulando con atronadora urgencia, etc. La mancha humana es el título de una novela de Philip Roth (2000) y es verdad, lo humano, la vida, no sólo mancha y ensucia cuerpos, vidas y almas, sino que además es ruidosa, sobre todo en las ciudades.
Hasta cierto punto muchas personas terminan por acostumbrarse a los múltiples estruendos que envuelven sus vidas cotidianas, llegando a ser capaces de aislarse por completo en medio de ellos. No sólo vivimos en un paisaje urbano, también lo hacemos en uno sonoro; el primero lo vemos y el segundo lo oímos, siendo capaces -llegado el caso- de no prestarles apenas atención. Sin embargo, no somos muy conscientes de cuánto influye esa sonoridad desquiciante en nuestro bienestar y, aunque el ruido no se acumula, traslada o perdura en el tiempo como las otras contaminaciones, también es causante de daños en la salud de las personas si no se controla. No se puede acabar con tales molestias sonoras, pero sí es posible reducirlas mucho. No es cuestión de resignarse a que lo urbano sea así por fuerza y que para encontrar quietud y sosiego haya que coger el coche, conducir kilómetros y sumergirse en la Naturaleza, que también es un paisaje sonoro, aunque otro bien diferente.
Si el ruido ha llegado a ser molesto y estridente es porque durante mucho tiempo no se puso ningún límite a quienes emitían contaminación acústica. Así como a los emisores de contaminación industrial se les pusieron restricciones hace ya algún tiempo porque lo suyo se veía y olía, además de perjudicar la salud y el medio ambiente, la cuestión no ha estado tan clara con el ruido, pues se aceptaba como algo más natural y menos dañino. Cualquiera que se relaciona con otra persona, como poco, ya tiene que hablar, lo cual algunas hacen a elevado volumen y algunas otras, a gritos.


Amortiguar la sonoridad que impide la concentración y los momentos de paz en las calles es un objetivo cada vez más anhelado por regidores municipales porque el confort acústico de la ciudadanía adquiere una calidad incompatible con zumbidos, bocinazos, ronroneos y chasquidos de motores, carretillas, grúas…. Estas islas de calma en las que es fácil y propicio mantener un paseo corto, una conversación sosegada o, pura y simplemente, un descanso se consiguen al eliminar o restringir mucho la circulación de vehículos, pero también al utilizar abundantes árboles y vegetación variada, pues actúan como reductores de ruido y atraen a los pájaros, así como utilizando paneles acústicos y otros materiales absorbentes del sonido ingrato, de sus ecos y amplificaciones. Obviamente, estos espacios han de estar cerca de los ciudadanos, a mano para poder ser utilizados sin tener que recorrer largos trayectos de calle hasta llegar a uno de ellos. No hay que confundir la creación de los espacios urbanos así diseñados con el simple peatonalización de la calle, lo que no pocas veces ha consistido en cambiar un ruido por otro, el del trafico rodado por el de los bares y sus clientes, dentro y fuera de los locales.
Estas soluciones pueden ser tan discretas como un pequeño parque o jardín o un área para sentarse al aire libre y que las personas pueden relajarse e incluso meditar sin ruido de fondo. Es tarea de los ingenieros, los diseñadores y los planificadores dar con la mejor solución para cada situación porque, aunque el ruido es genéricamente incómodo, en diferentes lugares puede tener causas, sonoridades y características distintas.
El ambiente sonoro, el paisaje acústico o la calidad acústica (como queramos llamarlo) forma parte del patrimonio inmaterial de numerosos enclaves naturales, rurales y urbanos. Todos reconocemos el valor material y medioambiental del patrimonio arquitectónico y los monumentos, de los parajes naturales o de las ciudades históricas, pero pocas veces se valora la conservación y mejora del ambiente acústico que rodea esos escenarios. Este ambiente sonoro debería ser un aspecto más a cuidar, como son la limpieza, la conservación, la restauración de edificios simbólicos o la protección de especies animales. El ambiente acústico y sonoro debe considerarse como un bien a gestionar, mejorar y proteger.
Diseño y sonido caminan juntos en estas áreas de reposo a los que la gente puede acudir para relajarse y disipar el agobio. Estos espacios son cruciales para las grandes ciudades. La paz y la tranquilidad son positivas para el alivio del ciudadano abrumado, ayudan a mejorar la concentración, impulsan la creatividad y brindan una sensación de calma en ciudades que tienen una vida agitada.
Lo que no se entiende muy bien es porqué lo mismo que se está realizando en María Díaz de Haro no ocurre en otras partes de la ciudad donde las calles son más estrechas y el tráfico de vehículos es elevado; es en ellas donde más se necesita este tipo de ganancias espaciales. Unas ganancias que no sólo deben lograrse a base de modificar un espacio público que en María Díaz de Haro es fácil conseguir porque ya es amplio, sino que, en situaciones de extrema necesidad, también deberían conseguirse merced a espacios privados, como es el caso del solar propiedad del Obispado de Bilbao insistente y justificadamente reclamado por la asociación vecinal Abando Habitable. A la estrechez de las calles circundantes y la existencia de un colegio público en su inmediación, ahora un proyecto egoísta y sofocante llevará -si no se consigue su paralización- más tráfico, más ruido y más intensificación de las peores incomodidades urbanas.


una vez desaparecidas las palmeras, ese espacio deja de tener sentido defenderlo.
Un solar privado, en el que se puede hacer actualmente lo que se quiera.
Mas nos hubiera valido movilizarmos por el atentado que se ha cometido con el edificio industrial de Jose Maria Eskuza.
He dejado de ir por esa calle para no ver ese edificio que han perpetrado como sustituto al edificio industrial.
Ese edificio si que el kitsch y no el ArtKlass.
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Muchas gracias, ciudadano, por tu comentario. En mi opinión, lo más importante del solar de Barraincúa no eran las palmeras, sino el espacio liberado de construcciones para, dejándolo así, sin ningún edificio, poder desahogar la zona para una función socio-urbana. Es privado, cierto, pero el ayuntamiento podría hacerse con él mediante un intercambio por otro espacio de su propiedad en otro lugar de la ciudad.
De acuerdo contigo en que lo de José María Escuza fue un desastre y que el nuevo edificio no aporta nada y hasta puede ofender el buen gusto, si bien en este caso en concreto no es kitsch.
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