Urbicidios: la arquitectura como arma de guerra

/ Javier González de Durana /

La Delegación en Bizkaia del Colegio Oficial de Arquitectos Vasco-Navarro (COAVN) ha presentado estos días pasados una exposición titulada Ucrania. Efectos devastadores de la guerra en el patrimonio y las infraestructuras. Como producto cultural, la muestra es de una entidad modesta al estar integrada por un par de docenas de paneles con dos fotografías cada uno de ellos y una descripción en pocas palabras: ciudad y lugar mostrado, fecha de la destrucción con su causa y nombre del autor de la imagen. No es preciso mucho más porque las fotografías son explícitas. El tema en torno al que quedan reunidas es la terrible repercusión que las acciones bélicas tienen sobre las personas y, particularmente, las ciudades, los edificios y las calles que resultan destruidas. La exposición no muestra nada que no sea ya conocido a través de periódicos y televisiones: un espanto, y su verdadero objetivo busca abrir la puerta a la participación del mundo empresarial en la reconstrucción material y económica del país, intentando estar preparados para dar un rápido comienzo al proceso de reconstrucción del patrimonio y las infraestructuras una vez finalice la guerra. No sé si habrá logrado suscitar mucha cooperación entre las empresas vascas, pero sí da pie a algunas reflexiones acerca de la arquitectura y la guerra.

La arquitectura se ve afectada por todo, por la vida cotidiana normal tanto como por los grandes logros y las hecatombes a lo largo de la Historia. Todo lo que afecta al ser humano afecta a su percepción del espacio y pone en evidencia la necesidad de disponer de ámbitos diferentes para satisfacer sus siempre cambiantes necesidades. Las guerras destruyen las ciudades hasta los cimientos, dejando a las personas con traumas, pérdidas y sufrimientos que necesitan tiempo para ser superados. En paralelo a este lento proceso de superación que afecta a lo mental y anímico existe la necesidad rápida y urgente de recuperarse de esas pérdidas y volver a articular la comunidad social, reconstruyendo su hábitat, esto es, lo que afecta a su entorno físico. 

El comienzo de la arquitectura, de la construcción y de las civilizaciones estuvo estrechamente ligado a la necesidad de protegerse del clima, de los animales y de los enemigos. Así, torres-fuertes, zanjas, parapetos y bunkers se hicieron para anticiparse y protegerse de ataques violentos provocados por otros. Después vino la industria, la tecnología y los satélites con sus letales capacidades destructivas. La arquitectura se convirtió entonces en un recurso para sobrevivir y rendir homenaje: refugios, cuarteles para soldados y monumentos conmemorativos. La arquitectura se relaciona con el desarrollo y el avance, mientras que la guerra busca provocar destrucción y daño; ambas se contradicen y oponen.

La limpieza arquitectónica suele acompañar a la limpieza étnica; ambas han caracterizado los conflictos durante el siglo XX. La arquitectura y las ciudades han dejado de ser un simple obstáculo que se interpone en el desarrollo de la guerra y en la progresiva conquista del territorio enemigo para pasar a ser consideradas armas de guerra. Hay varias razones para esto: la creciente potencia de las armas, la focalización de la guerra en las urbes y el hecho de que los recuerdos, la historia y la identidad del enemigo están unidos a la arquitectura y al lugar que ese enemigo habita. El exalcalde de Belgrado y arquitecto Bogdan Bogdanovic usó la palabra “urbicidio” para denominar esta práctica. La actividad militar moderna ofrece un largo listado de ejemplos: Gernika-Éibar-Elgeta-Durango-Amorebieta, Stalingrado, Dresde, Hamburgo, Hiroshima, Tokio, Nagasaki, Grozny, Beirut, Sarajevo, Kabul, Ramallah, Faluya… Las infraestructuras también se encuentran entre las principales objetivos a destruir durante la guerra debido a su decisivo valor para los suministros y las comunicaciones.

Cúpula de Genbaku, en Hiroshima, tras su construcción en 1915 y en la actualidad.

Los genocidios hacen la guerra a la cultura material porque los edificios son vistos como parte del enemigo y su destrucción y la humillación de las construcciones simbólicas son, por tanto, necesarias. El objeto de todos los genocidios es la eliminación total de un pueblo de la Historia; incluso los cementerios son borrados, pues si el enemigo nunca vivió ¿cómo podría haber muerto? Al destruir las ciudades y el futuro de su existencia se crea la conciencia de que el destino de sus habitantes será equivalente, es decir, que no lo tendrán.

Así pues, en caso de estallido bélico la arquitectura cumple diferentes funciones: antes de iniciarse las hostilidades y en los primeros momentos del conflicto tienen las de defender y proteger; pero si la potencia de fuego del enemigo consigue superar esas resistencias y arrasa el territorio entonces se trata de reconstruir y, a veces, recordar. Tras las dos guerras mundiales del siglo XX, ante esta tarea de arreglar las consecuencias de la destrucción se dieron enfoques distintos.

La reacción más frecuente ha sido la de restañar lo dañado y perdido a su condición anterior a la guerra con el propósito de «restaurar la normalidad», ensoñación un tanto romántica, siendo «lo normal» la forma de vida perdida como resultado del conflicto. Esta actitud tiende a considerar la guerra como una interrupción momentánea y violenta del flujo continuo de la normalidad. El problema de este comportamiento suele ser que las anteriores arquitecturas, una vez «recuperadas», ya no sirven, por disfuncionales, para satisfacer las necesidades de la nueva realidad post-bélica.

Teatro Real de La Valeta, en Malta, recién construido en 1866, destruido en 1942, fue conservado como ruina después de la 2ª Guerra Mundial y en la actualidad está reconvertido en teatro al aire libre por Renzo Piano en 2013.

Diferente de ese comportamiento, aunque también habitual, ha sido la demolición de los edificios dañados y destruidos para construir algo nuevo que puede ser radicalmente diferente de lo que existía antes: edificios equilibrados, poco monumentales, ordenados, sin decoración excesiva, en suma, racionales, económicos y un tanto asépticos. Esta segunda manera es más costosa, económicamente, que la anterior, pero se adecúa mejor a las necesidades y requerimientos de la nueva situación.

Ambas pautas buscan que las gentes olviden el trauma que sufrieron mediante el enmascaramiento, la invisibilización y la ignorancia, políticamente deliberadas, de las personas muertas y de las realidades construidas, unos efectos que en los supervivientes llegan hasta los psicológicos personales y a los cambios en las relaciones sociales, políticas y económicas a que se ven obligados.

Otra vía de actuación ha sido la del pragmatismo: la ciudad de la posguerra crea lo nuevo a partir de lo antiguo dañado. Muchos de los edificios son relativamente recuperables y, debido a que la economía de las gentes y las instituciones supervivientes está agotada por la guerra y las privaciones subsiguientes, ese conjunto de edificios recuperables debe utilizarse como plataforma para construir la «nueva» ciudad: lo antiguo familiar debe transformarse, por intención y diseño conscientes, en lo nuevo desconocido. Los edificios más necesarios son los ordinarios, esto es, viviendas y oficinas, pues deben proporcionar los espacios cotidianos para que las nuevas formas de vida sean habilitadas. Las estructuras simbólicas, como iglesias, bibliotecas, teatros y aquellos edificios de importancia histórica, claves para la memoria cultural de la ciudad y su gente, también deben ser rescatados y reparados, y en su caso todo esfuerzo está justificado, sea cual sea el costo, por elevado que resulte. La aplicación de esta pauta a los edificios ordinarios no tiene sentido porque no suele haber en ellos, por lo general, nada especialmente memorable o simbólico (véase más adelante, los modelos seguidos en España tras la guerra civil).

Un apéndice singular de estos modelos se dio en determinados lugares, como Hiroshima al conservar a modo de memorial la ruina del edificio Cúpula de Genbaku, reconstruyendo todo lo demás, o Belchite como población-recuerdo de las batallas en el frente del Ebro durante la guerra civil española. Pero esto no es lo habitual, el edificio Genbaku es apenas una mota de polvo comparado con el abominable horror causado por la bomba atómica y Belchite se encuentra en un lugar lo bastante apartado como para que no se haga demasiado presente. Lo que desean los ejércitos victoriosos es borrar toda huella de sus destructivas acciones de conquista: Gernika se reconstruyó rápidamente por el estado franquista sin que se mantuviese un pequeño testimonio del bombardeo. La reconstrucción la necesitan tanto los vencidos, para recuperar sus vidas, como los vencedores, para quitar de la vista el daño que causaron.

Cabecera de un artículo sobre la reconstrucción de Belchite en el primer número de la revista Reconstrucción (abril de 1940) que puede leerse en el enlace que figura en el párrafo siguiente, páginas 6-16, «El símbolo de los dos Belchites», por el arquitecto Antonio Cámara.

A los pocos meses de la destrucción de Gernika, la Falange ya planteó un proyecto para su reconstrucción; había prisa, pero hubo que esperar hasta la creación de la Dirección General de Regiones Devastadas, el 3 de julio de 1938 con la guerra aún activa, para que los primeros pasos reales se dieran, los cuales. según la revista Reconstrucción, órgano portavoz de aquella Dirección, buscaron «conseguir que la villa de Guernica sea ejemplo vivo y el mayor exponente de los nuevos pueblos que se reconstruyen bajo el signo de Franco, el Caudillo». Naturalmente, el vencedor en un conflicto bélico siempre infiltra ideología en las tareas de reconstrucción que emprende: «entre los organismos españoles de nueva creación figura la Dirección General de Regiones Devastadas, cuya misión esencial es la de orientar, facilitar y en ciertos casos llevar a la práctica directamente la reconstrucción de los daños sufridos en los pueblos y ciudades que fueron sangriento escenario de la victoriosa Cruzada de liberación o testigos irrefutables del bárbaro y cruel ensañamiento de las hordas que, aleccionadas por Rusia, mostraron su odio hacia todo lo que significaba representación real de los principios básicos y seculares del espíritu cristiano y español».

Imágenes dela exposición en la Delegación en Bizkaia del COAVN.

Gernika, 1937. Un amplio artículo sobre la reconstrucción de Gernika se puede leer en el primer número de la revista Reconstrucción (abril de 1940) arriba enlazada, páginas 22-27, «Estudio de un pueblo adoptado. Guernica», escrito por el arquitecto Gonzalo de Cárdenas.

A la izquierda, Gernika en marzo de 1938, con el pueblo tal como quedó tras el bombardeo; a la derecha, en abril de 1940, con las ruinas no recuperables ya retiradas. «Las obras de restauración de Guernica» fue un artículo publicado en septiembre de 1940, nº 15 de la revista Reconstrucción, páginas 10-16, sin firma de autor.

Según la revista Reconstrucción, los 148 «pueblos adoptados» por Franco para ser reconstruidos tras la guerra se dividían en dos grupos:

«Localidades en las que la reconstrucción se lleva a cabo en el emplazamiento que antes tenían, mejorando su urbanización, reconstruyendo o simplemente reparando las viviendas y edificios públicos y añadiendo aquellos otros servicios o edificios de carácter público que antes de la guerra no existían, pero que un grado mínimo de civilización obliga a dotar de ellos a los pueblos; y el segundo grupo, en el que incluimos aquellos pueblos que, por una u otra circunstancia, es necesario reconstruir cambiando su emplazamiento anterior: caso Belchite, por la razón de conservar, por voluntad expresa del Caudillo, las ruinas heroicas del anterior; caso Brunete, en que por tener que hacer completamente nuevo todo el pueblo, la planta de su urbanización es completamente distinta, aunque en realidad tiene el mismo emplazamiento; caso Villanueva de la Barca, en la provincia de Lérida, en que el volumen de descombro del pueblo antiguo hace más económico reedificar el pueblo a escasa distancia del anterior; y caso como el de Campillo, de la provincia de Teruel, en que, en virtud de los estudios realizados, se ha llegado a la conclusión de que por estar situado en zona minera y pobre es necesario trasladarlo íntegramente a otra zona más rica, donde sus vecinos puedan resolver su vida económica; y por último, caso como el de Seseña, en Toledo, que como típico de lo que supone la acción del Estado sobre un pueblo adoptado, se especifica con más detenimiento», en Reconstrucción, mayo de 1940, nº 12, p. 10.

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