/ Javier González de Durana /

En fechas recientes se me han cruzado la exposición de Jorge Oteiza y Eduardo Chillida en la Fundación Bancaja, de Valencia, y el homenaje al arquitecto Vicente Saavedra, en Santa Cruz de Tenerife. Como siempre que me acerco a esa isla, en esta ocasión motivado por el reciente fallecimiento del amigo al que rendimos tributo, voy a visitar la sede del Colegio de Arquitectos que Saavedra diseñó junto con su socio Javier Díaz-Llanos. Por muchas veces que la haya visto -y pude verla a diario durante tres años ya que viví muy cerca- no ha habido ocasión que no me haya quedado pasmado ante este espléndido edificio de 1972. Como ya he escrito aquí en otra ocasión sobre Saavedra y Díaz-Llanos, quiero mencionar ahora la plaza que se abre ante el edificio y que forma parte de la misma intervención arquitectónica.
La pieza (arquitectura + plaza) se halla inserta en una larga y elevada muralla de edificios que separa, a un lado, el paseo de la Rambla con su tupida fronda y, al otro lado, la ladera de un barranco próximo. La hilera continua de edificios impide ver la montaña situada tras ellos y el paseante primerizo, atraído por las espectaculares ramas de los laureles de Indias sobre su cabeza, no siente que el continuo lateral edificado le esté arrebatando nada. Se deja llevar, pero de pronto la muralla de viviendas se abre en una plaza, mostrando a un costado el Colegio de Arquitectos y al frente, ante la montaña súbitamente descubierta, una escultura de Martín Chirino, Lady Tenerife. La sensación que nota el paseante en ese punto es la de que bajo los árboles centenarios ha estado caminando por una arteria vegetal o umbráculo protector y que, inesperadamente, el paseo se ha abierto, con generosidad, en un costado hacia el soleado paisaje natural, descubriéndolo como regalo en forma de espacio urbano, arquitectónico, artístico y paisajístico de una calidad suprema. La generosidad se advierte de inmediato, pues el edificio renuncia a ocupar en altura toda la parcela que le pertenece para posibilitar la aparición luminosa de la ladera cubierta por un colorido manto vegetal de tabaibas, pitas y tarajales. Tal renuncia, sin embargo, no impide que bajo la plaza se disponga de una preciosa sala de exposiciones anexa a la sede colegial. Es mucha la inteligencia aplicada a este lugar.



Esta confluencia de Chirino, Oteiza y Chillida me permite recordar unas palabras del primero pronunciadas en 1958 con motivo de su exposición personal en el Ateneo de Madrid (28 de febrero a 14 de marzo, catálogo con texto de José Ayllón). En una conversación con Salvador Jiménez y a la pregunta de si, huyendo de lo bonito y amable, el artista contemporáneo no caería en otra variante decorativa, Chirino respondió que «no, porque están eludidos los ritmos, los volúmenes, lo formal. Empieza ahora en la escultura nuestra algo que puede llamarse tradición española. Nombres de ella serían Oteyza, Ferrant, Chillida…«. Curioso que reuniese a estos tres escultores en algo que «empezaba» llamado «tradición». Chillida era 34 años más joven que Ferrant y 16 más que Oteiza, así que estos dos últimos tenían ya a sus espaldas largas y ricas trayectorias frente al joven donostiarra. Es cierto, en todo caso, que entre los tres aportaron en aquella década un significado nuevo a la escultura española de posguerra.
En cuanto a sus devociones Chirino menciona a Henry Moore y Julio González, o sea, parte de las fuentes en las que hacia 1953-55 habían bebido, respectivamente, Oteiza y Chillida. En cierto momento, al asegurar que le han influido «el arado y la reja (eclesiástica)», se le siente cerca de Chillida. Y en otro lugar afirma que «trabajo en el espacio físico del vacío. Me gusta manejar un mínimo de materia y un máximo de espacio. Parto de elementos que llamaríamos artesanales, mejor que de un arte de lo puro, como pudiera decirse. Lo que hago es como dibujar con hierro en el espacio. Por eso me gusta que la materia entre en la menor cantidad posible«. En esta frase es posible reconocer que en lo teórico Chirino se acerca a aspectos de Oteiza, quien ya tenía el triunfo en la Trienal de Milán de 1951 (aún no había ganado la Bienal de Sao Paulo, lo haría en el otoño de este año), siendo su obra y su palabra bien conocidas en Madrid, pero que en lo fáctico el grancanario se asemeja mucho más a Chillida, quien en Madrid sólo había expuesto una vez, en 1954 en la Galería CLAN, año en el que también obtuvo el Diploma de Honor en la Trienal milanesa.
Es interesante, en relación con cierto proyecto museístico que se está gestando ahora en Tenerife, la frase en la que dice preferir «con mucho, que una obra mía se parezca a una verja (de iglesia) antes que al ‘Pensador’ de Rodin, pongamos por caso. No querría que se correspondiera lo que hago con ningún estado sentimental de la historia«. A esto parece referirse Ayllón cuando escribe que «asistimos en Chirino al curioso fenómeno de un anarquismo moral como base de un clasicismo nuevo, en el que se produce la creación partiendo de un rechazo no artístico, sino estético en lo que éste tiene de moral, del pasado«. A continuación Chirino menciona los escultores extranjeros que le interesan: Reg Butler (quien arrebató a Oteiza en Londres el primer premio en el concurso para el monumento al Prisionero Político Desconocido en 1953), Alberto Giacometti, Antoine Pevsner, Luciano Minguzzi…
Confirmando lo acertado de la ubicación de Lady Tenerife, de 1972, catorce años antes ya proclamaba que «mis obras son para ponerlas junto a un árbol, al lado de una piedra, en una llanura, integradas en el paisaje, nunca dentro de un salón«. El contraste de la rojiza y ondulante forma escultórica y la montaña es magnífico (las fotografías aquí incluidas no hacen justicia).
Incluyo a continuación la portada del catálogo publicado por el Ateneo en 1958 y las imágenes de tres esculturas presentadas entonces. Cierro con una preciosa pieza de Chirino propiedad, precisamente, del estudio profesional de Vicente Saavedra y Javier Díaz-Llanos que tuvieron a bien depositar en TEA Tenerife Espacio de las Artes en 2009, una Composición constructivista que, aunque datada por este museo como de 1957-58, pertenece a todas luces a un momento posterior a la exposición del Ateneo, quizás del mismo 1958, pero posterior. En esta escultura Chirino «corta el hierro» para facilitar las curvaturas y torsiones del metal, como venía haciéndolo Chillida desde 1954-55, pero al mismo tiempo también empieza a mostrar una personalidad propia más definida.




