/ Javier González de Durana /

El futuro iba a ser aquello, decían, pero lo prometido duró escaso tiempo, poco más de dos décadas, y después lo que llegó fue otra cosa. El primer varapalo vino con la crisis petrolífera de 1974, dando comienzo a una agonía que, agravada por las inundaciones de 1983, se prolongó hasta bien entrada la década de los años 90. Sin embargo, en 1957 las profecías se anunciaban cargadas de optimismo. La Feria de Muestras de Bilbao, inaugurada aquel año, era donde cristalizaron de manera ejemplar todas las expectativas.
Aunque no fue sólo la Feria, sino también el entorno en el que se ubicó, un borde alejado del Ensanche con muchos solares alrededor aún pendientes de ser ocupados por edificios y que desde principios del siglo XX había venido siendo utilizado por grandes instalaciones no residenciales y servicios, como el hospital de Basurto, los cuarteles de Garellano, dos campos de fútbol, el centro municipal de desinfecciones, almacenes, industrias…, incluso antes del Plan de Ensanche de Alzola-Hoffmeyer-Achúcarro (1874) el gran volumen edificado de la Casa de Misericordia había encontrado lugar en aquel extremo rural de la meseta de Abando.
Poco antes de la aparición de la Feria de Muestras, en sus inmediaciones dos gestos arquitectónicos de gran modernidad le habían precedido: la atrevida tribuna, cubierta y arco del estadio de San Mamés (1950-53), obra del ingeniero Eduardo Torroja, junto con los arquitectos José Antonio Domínguez Salazar, Ricardo Magdalena y Carlos de Miguel, y la Escuela de Ingenieros Industriales (1953-57), de Jesús Rafael Basterretxea. Así que hacia 1957 todo el área daba a entender que era el semillero donde se gestaba un porvenir cargado de audaces soluciones constructivas, diáfanos edificios y brillantes diseños, o sea, el futuro.

Visitar la Feria se convirtió a partir de entonces en un acontecimiento familiar imprescindible de cada verano. A pesar de ser sólo un crío, recuerdo bien la impresión que me causó el lugar, un extenso jardín abalconado al borde de una cornisa, a gran altura sobre la ría y frente a la vega de Deusto, entre dos edificios que, como cámaras de maravillas, permitían ver y conocer toda clase de máquinas y aparatos destinados a facilitar la vida doméstica y las tareas laborales. Las dimensiones eran grandiosas y, aunque los niños no supiéramos qué era ser grandioso, aquello se sentía con fuerza. Los enormes edificios de volúmenes puros, las grúas altísimas, las gigantescas fachadas acristaladas, los estanques cargados de agua entre cuidados céspedes…, para la mirada de un chaval todo era inmenso, portentoso y emocionante. A los adultos también les parecían novedades sólidas y duraderas, al menos eso aseguraban.
La Feria no sólo resultaba asombrosa, también era divertida, un espacio para aprender de qué iba la vida moderna que se nos insinuaba -siempre que se pudiera pagar el precio, claro- al tiempo que un lugar donde pasar la tarde con disfrute de jardines, cafetería-heladería y jugosas vistas panorámicas hacia el área del Bajo Nervión. Allí los visitantes nos encontrábamos con «lo último», claro aviso de que en un porvenir cercano aquello -lo que fuere, batidoras, frigoríficos, motores…- vendría a formar parte de nuestras vidas cotidianas. Los chavales pasábamos por todos los stands para recoger «prospectos», folletos, hojas de mano y todo lo que regalaran, banderines, chapas, bolígrafos, insignias… Al llegar a casa iban directamente a la basura; ahora me encantaría haberlos conservado y los volvería a ver para descubrir en ellos detalles de diseño y comunicación visual que entonces no aprecié… ni siquiera supe ver.
En aquellos cálidos y soleados días de verano, tras visitar los prodigios ofrecidos por la industria moderna en la Feria de Muestras de Bilbao, uno salía de aquel recinto con la convicción de que el futuro sólo podía ser mejor que el presente, mucho mejor, y que nadie quedaría al margen de sus benéficos dones. Los augurios eran claros, incontestables.




El diseño de las instalaciones feriales fue objeto de un concurso nacional en 1950 al que se presentaron 18 propuestas, resultando ganadora la de los arquitectos bilbaínos Francisco Hurtado de Saracho y José Chapa. En segundo lugar quedó Jesús Rafael Basterrechea. Ambos equipos terminarían uniéndose, de modo que la propuesta final fue una elaboración conjunta de los tres arquitectos. Al concurso se presentaron destacados profesionales vascos y peninsulares, como Julio Cano Lasso, José Antonio Corrales, Emiliano Amann, Luis Pueyo y Rafael Aburto, entre otros.
La superficie total de los terrenos ocupados era de 60.000 metros cuadrados. El presupuesto invertido fue de 354 millones de pesetas y otra cantidad igual se dedicó a una segunda etapa. Las palabras más repetidas al referirse al recinto ferial y sus instalaciones eran impresionante, gigantesco, palacio para la industria y grandioso poderío. El diseño de los jardines corrió a cargo del catalán Antonio Beltrán.
El pabellón destinado a la industria ligera constaba de dos plantas de 130 metros de longitud por 18 de anchura con capacidad para 200 expositores, y el de la industria pesada -una audacia técnica, al tratarse de una construcción de las dimensiones interiores de un campo del fútbol (110 metros de largo por 54 de ancho), el mayor espacio cubierto, sin columnas, de España, el tercero mayor de Europa- disponía entre su planta y pisos laterales de unos 7.400 metros cuadrados útiles para albergar más de 150 expositores. En los jardines y restantes terrenos del recinto, ya al aire libre, se instalaron diversos stands sobre unos 2.500 metros cuadrados.
Se calculó que durante los veinte días de apertura del público pasaron por la VIII Feria (la primera en las novísinas instalaciones) alrededor de medio millón de personas, multiplicando por cinco el número de visitantes que acudieron a la anterior Feria, la VII, celebrada catorce años antes en el patio de recreo y porches del Instituto Central de Enseñanza Media.
La Feria de Muestras de Bilbao amplió sus instalaciones dos años después, ya que en 1959 inauguró un pabellón específico dedicado a la Industria Química y Motor, y todo este conjunto, emblema de la vida moderna en el hogar y la industria, sucumbió en 1981, tan solo 24 años después de su inauguración, al reformarse y ampliarse la Feria con nuevos y mayores pabellones que cerraron el perímetro del solar, prescindiendo de las zonas ajardinadas y apiñando el conjunto, aunque no carecieran de cualidades constructivas y de diseño…, pero el espíritu señalador de hacia el futuro no estaba. Los oscuros nubarrones ya acechaban a punto de descargar. A su vez, esta segunda generación de pabellones desapareció en 2006 -también sobrevivieron sólo 24 años- y la Feria se mudó al contiguo municipio de Barakaldo, a terrenos anteriormente ocupados por Altos Hornos, gran industria que más de uno imaginó destinada a enrojecer los cielos hasta el fin de los tiempos. Como dijo aquel, todo lo que parecía sólido se desvaneció en el aire o, como dijo el otro, el presente era ya una forma de pasado, sólo que entonces no lo sabíamos.
Pienso ahora en aquellos días y unos versos de José Agustín Goytisolo me vienen a la cabeza: «Igual que en cueva o castillo mágico / todo iba a cambiar en aquel sitio, / todo iba a cambiar porque en el sueño / las cosas imposibles ocurren fácilmente«.




Post-scriptum, 22 de enero, 2022.- No me explico por qué misterioso camino ha llegado en mi posesión hasta hoy el catálogo de la Feria de Muestras del año 1960. Lo acabo de encontrar entre otros libros referidos al Bilbao económico que guardé hace tiempo. Está claro que no tiré a la basura todo lo que recogía en la Feria. Supongo que este catálogo ha sobrevivido entre mis libros por su aspecto, precisamente, de libro, mientras que lo que tiraba era «folletos», sin más. Reproduzco su portada aquí abajo, pero la verdad es que su interior es una maravilla, pues la publicidad de aquella época era ingeniosa, brillante, colorista y «muy de época».

Muy interesante, me ha gustado mucho.
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Muchas gracias, Jordi. Un abrazo.
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