/ Javier González de Durana /

Hace unos días pude visitar Hondalea, la obra de Cristina Iglesias situada en la isla de Santa Clara. Era un lunes de julio y hacía un tiempo espléndido: calor, brisa suave y cielos despejados. Me acerqué al muelle del puerto donostiarra, compré el billete para que la barcaza, atravesando la bahía, me transportara a la isla y, tras un corto trayecto, llegué al pequeño muelle en el que desembarqué junto con alrededor de otras cuarenta personas que hicieron el mismo viaje en aquel momento.
Salvo en cine (la espléndida 27 horas, de Montxo Armendariz), nunca había estado en esa isla, era la primera vez en mi vida que la pisaba y me sorprendió la cantidad de gente arremolinada en las inmediaciones del muelle, tanto a la derecha, donde una pequeña playa congregaba decenas de bulliciosos jóvenes, adolescentes e infantes, como a la izquierda, un espigón sobre el que gente más tranquila tomaba el sol o, sentada en las sillas de un bar-chiringuito, disfrutaba sus bebidas y de las espléndidas vistas sobre la ciudad. Sin duda, el lugar y el momento tenían un indescriptible encanto, aunque es fácil imaginar que en jornadas lluviosas y frías el encanto debe tomar una orientación tipo «sturm und drang«.
Echando un cálculo a la baja, en aquella pequeña zona debíamos estar alrededor de unas 200 personas, si bien la barcaza seguía transportando más gente a la pintoresca isla, de modo que me resultó imposible calcular cuántas podrían llegar a reunirse alrededor del muelle y mucho menos aún cuánta gente estaría desperdigada a lo largo del día por los diferentes merenderos, senderos, rocas y laderas del peñasco marítimo. Había leído en alguna parte que durante los meses del verano llegan a pasar por el islote alrededor de 60.000 personas. A la vista de la multitud presente, esa cifra me pareció corta, pero es obvio que no todos los días del verano son tan espléndidos para una gozosa jornada playera-marítima como la que me tocó en suerte.
En relación con la visita artística -el objetivo del viaje-, lo primero que pensé fue que sería difícil hallar la serenidad necesaria para contemplar la pieza de Cristina Iglesias, pues la isla parecía estar abarrotada, sin embargo, al subir a la cumbre donde se sitúa el faro y la instalación escultórica, realmente, sólo estuvimos las diez personas interesadas y concertadas con cita para visitarla, nadie más. Toda la multitud se distribuía por las zonas bajas de la isla, no en su parte más elevada. En ese momento no comprendí la crítica que se le hizo a la actuación artística por suponerla peligrosa atracción para multitudes que con su presencia erosionarían la roca, degradarían su flora y fauna, alterarían el hábitat, destruirían su apacible quietud…
Lo que pude comprobar es que quienes visitamos Hondalea llegamos, subimos al faro, estuvimos 20 minutos dentro de la casa contemplando la obra en respetuoso silencio, bajamos al muelle y tomamos el barco de regreso. Alguno quizás tomó un aperitivo en el bar, pero ninguno pasó el día entero allí, ni dejó papeles o botellas abandonadas por los alrededores. Mientras contemplaba la multitud (en términos de escala del conciso territorio) -niños y adolescentes corriendo, chapoteando y gritando, la música del bar sonando, gente comiendo bocadillos sobre las rocas, los motores de la barcaza zumbando…-, me dije que la huella dejada por el paso de los visitantes artísticos fue nula. El que cada día un máximo de 160 personas de estas características, distribuidas a lo largo de ocho horas, lleguen a la isla no parece que deban ser consideradas como perturbadoras ni dañinas de nada. Si se tiene en cuenta que la visita a Hondalea será posible entre el 5 de junio y el 30 de septiembre, podemos calcular una cifra máxima de visitantes por temporada que no llega -y no llegará- a los 20.000.
Con las restricciones medioambientales, tanto públicas como sociales, que se ponen actualmente a determinadas iniciativas pensadas para espacios naturales cuesta imaginar que hoy pudiera llevarse a cabo un proyecto como el Peine del viento, de Chillida, pues no faltarían quienes pretenderían obstaculizarlo en base a supuestas agresiones a las rocas costeras, al hábitat marino, al espacio natural y privativo del mar…, y probablemente lo conseguirían. De hecho, ya se logró paralizar el paseo peatonal sobre las rocas que iban a unir Sagüés con la punta Mompás con estos y similares argumentos.

Lo que no me pareció es que el viaje marítimo tuviera algo que ver con la escultura, a pesar de que la promoción de la misma señale que la experiencia estética da comienzo en el muelle del puerto. Siendo sumamente atractivo el periplo, la verdad es que esa posibilidad siempre estuvo, está y estará ahí al margen de la escultura, la cual no necesita verse «enriquecida» con aditamentos colaterales como éste para incentivar la visita. Ya puestos, ¿por qué no agregar que el vermut preparado que sirven en el chiringuito está muy bien?
Bueno, la obra de Cristina Iglesias. En el post anterior ya expuse mi opinión sobre la intervención arquitectónica dentro de la vivienda. Entiendo la alta la valoración tipológica que le atribuye el profesor Santiago Sánchez-Beitia al edificio-faro-vivienda en su estudio sobre el mismo, pero debe recordarse que esa tipología ya fue modificada en Santa Clara hace décadas con la construcción de un piso sobre la planta baja original y que el edificio permanecía sin uso y en estado de semi-abandono, motivo por el cual una rehabilitación que le insuflara nueva vida parecía lógico y natural, lo deseable. Lo que no puede tolerarse en un edificio singular como éste es que el nuevo uso que se introduzca lo humille, lo degrade o lo esperpentice. No creo yo que nada de esto sea compatible con una obra de arte realizada por una escultora de amplio y reconocido prestigio, con independencia de que el resultado artístico guste más o menos a unos y otros.
Este sería el momento oportuno para escribir unas bonitas frases de corte crítico-lírico relacionadas con la obra artística, quizás enriquecidas con menciones a Gilles Deleuze y Peter Handke, referencias a Caspar David Friedrich y Robert Smithson, una alusión deportivo-ambientalista a la ecologista organización Surfers Against Sewage y, como guinda, una cita a José Ortega y Gasset tomada de sus reflexiones sobre La Filosofía de la Historia de Hegel (venga la cita a propósito o no, da lo mismo), resultaría precioso e interesante, muy aplaudido, sin duda. El lugar, el entorno, la intención… son inmejorables para tirar de un concepto romántico como lo sublime y hablar de lo insondable de la tierra, la búsqueda de las profundidades geológicas y abisales, el anhelo de sentir la fuerza impetuosa del mar…, pero no lo voy a hacer. Quiero ser concreto y específico, no metafórico ni evocativo.
Por cierto, los textos que acompañan a la obra son grandilocuentes, propios de la retórica que se maneja actualmente para buena parte del arte contemporáneo. Eso de que la escultura configura un «sobrecogedor entorno geológico», que «las secuencias del agua transportan al visitante a una experiencia de tiempo profundo» o que «esta intervención evoca la idea del arte como refugio, como lugar de encuentro, convirtiéndolo en símbolo de la defensa de causas ecológicas y de la conservación de los océanos», se convierten en ostentosos obstáculos para ver y comprender la escultura. Son hinchados conceptos re-elaborados, seguramente, a partir de palabras más naturales y menos altisonantes expresadas por la escultora, cuya lógica y sensatez habituales no se compadecen con tan ampulosas formas.
Dicho con palabras menos rimbombantes, lo que la escultura ofrece son varias cuestiones interesantes: subir a una altura montañosa rodeada por el mar para contemplar la profundidad de sus recreadas entrañas, contrastar la seguridad interior proporcionada por una cúbica y blanca arquitectura con la inquietante atracción provocada por la dorada oscuridad del vórtice metálico-geológico, sentirse inmerso dentro de una elaborada y compleja obra de arte….. No es poco.

La obra de Cristina Iglesias parte de una idea preciosa, de poderosa fuerza romántica, pero el resultado no llega a la excelencia conceptual del punto de partida, en mi opinión. No es que la realización sea defectuosa en algún aspecto, nada de eso, la pieza se halla perfectamente resuelta y todo encaja como anillo al dedo. La obra de ingeniería, así como la fundición en bronce, son admirables y han supuesto un considerable esfuerzo técnico. Lo que hay es lo que se ha querido hacer, pero la idea inicial posee una pureza que su materialización no alcanza con plenitud.
Salí de la visita con una sensación de frialdad mecánica. Aunque se ha excavado 10 metros por debajo de la cota 0 marcada por el piso de la planta baja, el visitante es consciente de que el nivel del mar y las rocas se sitúa 40 metros más abajo, lo que le aleja de percibir la pieza como un supuesto fragmento de la costa batida por el oleaje. Es probable que la idea inicial -la muy inicial- fuera excavar el peñasco hasta dar con la realidad marítima, pero es obvio que, de ser así, esa idea fue descartada de inmediato por la distancia existente, pues, aunque se hubiera podido hacer semejante perforación, el fondo habría quedado muy alejado. Vale, de acuerdo, esto es arte, no se trata de imitar la realidad, sino de recrearla en modo que provoque emoción y reflexión. Reconozco que lo primero no me llegó.
Por otra parte, frente al embate irregular del oleaje marítimo -siempre igual, pero siempre diferente-, las avalanchas de agua que inundan momentáneamente la escultura cada dos o tres minutos poseen la regularidad automática de lo programado, brotando por los mismos huecos y con idéntica cantidad de agua e impulso. No es posible identificarlas con los vaivenes del mar, sino con la cíclica reiteración de una «fontana» activada por un sistema hidráulico. Está bien, es arte, no tiene por qué repetir los modos de la Naturaleza, sino partir de ella para ofrecer otro aspecto que, alumbrado por una luz inesperada, suscite una nueva percepción sensible. No me alumbró ni me deslumbró, pero sí me interesó descubrir por qué me sucedía esto, en qué o quién estaba la causa. Una pregunta inevitable: ¿qué hacer cuando el bombeo de agua se estropea, como ya ha sucedido en un par de ocasiones, dejando canceladas las visitas programadas?
El asunto es que el objetivo de evocar rocas costeras y oleaje marítimo resulta demasiado impostado en un emplazamiento donde a poca distancia hay rocas y oleaje real. Su evocación hubiese sido más verosímil en el centro de la ciudad que en la isla de Santa Clara. A la manera del río londinense que la misma Cristina Iglesias sacó a la luz en una calle de la City: ya sabemos que el cauce del río real fluye canalizado varios metros bajo tierra, pero en un entorno tan urbanizado, tan artificialmente humanizado, resulta creíble que el viejo afluente del Támesis, trasmutado en arte, aflore a la superficie durante unos metros, conformando una «fontana» contemporánea
Donde la idea artística queda bien plasmada es en la exposición que, paralelamente, presenta el Museo San Telmo. En sus dibujos preliminares -acuarela, guache, lápiz y carboncillo-, en sus planchas de cobre -serigrafías tratadas con ácido-, en los estudios de agua -técnica mixta-, en los monotipos (Turquoise blue, Seaweed green, Windy blue, Moss green…) -fotograbados y tintas caligráficas- y, por supuesto, en la gran maqueta de bronce se descubre mejor el empuje y la riqueza de un planteamiento que al convertirse en realidad espectacularizante queda varada a pocos metros de llegar a su destino. Aquí, en el museo, sí sentí más emoción que la que me alcanzó en el faro isleño.

