/ Javier González de Durana /

No voy a referirme ahora a la obra de arte creada por Cristina Iglesias en la isla de Santa Clara porque aún no la he visto. Creo que podré hacerlo en breve y hasta que llegue ese momento no me parece honesto dar una opinión sobre algo sólo conocido por fotografías, descripciones y valoraciones de otras personas. He notado que demasiada gente -sobre todo en las redes sociales- se ha lanzado a dar su punto de vista para alabar o denostar Hondalea a partir de prejuicios sobre la artista, el coste de la operación, la actitud del ayuntamiento donostiarra, la preservación del frágil ecosistema de la isla… En algunas alabanzas me ha parecido notar un exceso de “por ser vos quien sois” y en los denuestos -si me pongo materialista dialéctico- cierto rencor de clase.
Se advierte en el sector del arte una cautelosa autocontención -por no decir temor- a expresar su opinión respecto a Hondalea, como si mostrar entusiasmo o simple agrado resultara propio de espíritus flojos y poco expertos, y manifestar objeciones implicara el riesgo de pagar tal atrevimiento con el precio del ostracismo. Es curioso comprobar cómo una conocida analista, habitualmente crítica con la instrumentación institucional del arte, en esta ocasión se muestra incómodamente huidiza, escurre el bulto con fraseos ambiguos y se refugia en metáforas que lo mismo significan blanco que negro, cuando de haber sido la autora otra artista (en especial, si hubiese sido un artista-hombre) lo más probable es que le hubiera caído encima la del pulpo, por mitomanía falocrática, violación de la madre-tierra, secreción onanista de fluidos con viagra hidráulica, vacuidad turistipopulista y vete a saber cuántas lindezas más.
Lo que sí creo que puedo tratar, aún sin haberlo visto, es el cambio de uso que se le ha dado a la casa-faro porque, al tratarse de algo físico-funcional, puede ser valorado en un plano abstracto y teórico, mientras que la obra de arte demanda ser observada materialmente y sentida emocionalmente para el análisis y valoración desde la subjetividad -racional o no- de cada uno.
Por lo que se ha dicho, la reforma interior de la casa-faro forma parte de la obra artística. De hecho, se ha insistido en asegurar que la experiencia artística se inicia en el muelle donde se embarca para llegar hasta la isla y que la ascensión a la pequeña cumbre también es un ingrediente del viaje emocional y sensible, de modo que también participa en la conformación de la experiencia estética el ámbito arquitectónico que acoge la obra de arte, máxime cuando su interior ha sido drásticamente intervenido. Por eso, dejo mi valoración sobre la naturaleza de la reforma arquitectónica para cuando me vaya a referir a la obra de arte.
Ahora sólo quiero mostrar mi opinión sobre el hecho de que esta construcción haya pasado de ser un singular edificio de utilidad náutica con el faro y la vivienda del farero a ser otro asunto completamente diferente. Lo hago porque algunas personas y asociaciones culturales que aprecio por su defensa de la arquitectura civil, industrial y la obra pública han criticado -o han esquivado pronunciarse- la reconversión funcional del icónico equipamiento, lamentando lo que, en su opinión, es una sensible pérdida para el cada vez más menguado patrimonio arquitectónico existente en San Sebastián.


El estado de alerta permanente en que se hallan esas asociaciones culturales es algo que la ciudadanía debe agradecer, pues gracias a su preocupación cívica consiguen frenar iniciativas públicas y privadas cuyas consecuencias (expolio, desaparición, adulteración…) lamentaríamos todos en el futuro. Su mérito es que ellas prevén esas consecuencias ahora, cuando todavía es posible evitarlas. La vigilancia preventiva que realizan las personas que militan en tales asociaciones tiene en el estudio y el conocimiento científico e histórico -algo que no se puede exigir a toda la ciudadanía, aunque sí a los responsables públicos- su más firme y sólida argumentación. En el caso de los faros la alerta actual está aun más justificada a la vista de que en los últimos tiempos a algunas autoridades les ha dado por humillar estas nobles y estilizadas construcciones con mamarrachadas de medio pelo.
Por lo anteriormente dicho, al constatar su rechazo a la intervención realizada en la casa-faro de Santa Clara he querido conocer y entender sus razones. Pensaba que estaría de acuerdo con ellas, pero no ha sido así esta vez. Se habla de “la destrucción interior del faro”, de “destrucción patrimonial”, y esto, la verdad, no es lo que ha sucedido, en mi opinión. Tampoco he encontrado argumentos que diseccionen la naturaleza de esa supuesta destrucción y los valores patrimoniales perdidos por su causa.
La casa-faro y la isla están protegidas en diversos grados y aspectos, como mínimo, por las siguientes normas legales: el Plan Territorial Sectorial de Protección y Ordenación del Litoral (Gobierno Vasco), el Plan General de Ordenación Urbana (PGOU) de 2010 (término municipal de Donostia), el Bando específico propio desde el 21 de junio de 2002 que regulariza su uso y disfrute, el Decreto 90/2014 de Paisaje de la Comunidad Autónoma del País Vasco y el Catálogo e Inventario de Paisajes Singulares y Sobresalientes de la CAPV. Quiero suponer que se ha cumplido con lo preceptivamente estipulado por toda esta normativa y si no ha sido así que lo sancionen los tribunales. Lo mismo respecto a las adjudicaciones de las contratas y servicios que han trabajado en el proyecto; es de esperar que se haya actuado con transparencia en cumplimiento de los obligados trámites reglamentarios y si no ha sido así que lo sancionen los tribunales. Tres cuartos de lo mismo con los incrementos del presupuesto inicial: si no están justificados que intervenga el Tribunal de Cuentas y si lo están que se expliquen las lumbreras que los calcularon mal.
Pero vamos a la actuación en la casa-faro y empecemos por aclarar conceptos que se utilizan como si fueron lo mismo, sin serlo. Restaurar un edificio es una operación consistente en reparar, restituir y acondicionar un inmueble para que, en condiciones de eficaz funcionamiento e higiene, siga manteniendo la misma utilidad para la que fue construido. Rehabilitar un edificio consiste en dar una función nueva a un inmueble en aceptable estado de conservación físico, una vez que la función originaria ha desaparecido por la evolución de los usos o la tecnología, introduciendo en el edificio las habilitaciones precisas para que siga siendo útil. Por tanto, la casa-faro ha sido rehabilitada, no restaurada, lo primero era posible y conveniente, lo segundo no era lógico ni necesario. ¿Una vivienda municipal hoy en día en ese lugar?

Desde 1968 la vivienda del farero dejó de serlo porque el servicio del faro -que ha continuado y continuará en funcionamiento- se empezó a atender desde otro lugar. La casa, así, se convirtió pasivamente en un local municipal en estado de relativa degradación sin ninguna función específica atribuida. Aunque los paseantes por la bahía de La Concha no hayan ido conscientes de ello, el principal papel desempeñado por esa construcción ha sido mantener el contrapunto blanco de la edificación sumergido en la apretada fronda verde de la isla. ¿Por conservación del patrimonio? No, porque toda buena conservación implica un adecuado uso y es evidente que -el faro aparte- la casa no lo ha tenido, sino más bien por el inactivo «dejar estar» de una imagen teñida con idílicas ensoñaciones. El espacio interno de la vivienda carecía del menor interés tipológico u ornamental; el exterior, en cambio, sí tiene un destacado interés, el icónico.
En este sentido, ningún cambio ha afectado a esa estampa de postal. Tranquilidad, por tanto. La construcción no sólo se mantiene tal cual ha sido siempre, sino que se ha limpiado de grafitis, se ha adecentado el entorno y, lo más importante, se le ha dado un nuevo uso a su interior. Cualquier otra utilidad (un centro de interpretación, una sala de exposiciones…) que se hubiese querido introducir también habría implicado transformaciones en los espacios de la antigua vivienda. El compromiso adquirido por el Ayuntamiento con esta obra le obligará a incrementar su cuidado, tanto de la casa-faro como de la isla, preservando sus valores, y deberá ser muy superior a la distante atención que le ha dado hasta hoy, sin que esto implique el abandono o pérdida del aspecto un tanto agreste y selvático que ha mantenido el lugar; no se trata de convertir ahora la isla en un jardín manicurado.
Esta transformación interior recuerda mucho, en cuanto al concepto, a la que Eduardo Chillida aplicó al caserío Zabalaga. También aquí hubo una transformación radical del ancestral domus, mucho más valioso patrimonialmente que el faro: se derribaron tabiques, se eliminaron suelos entablados, se introdujeron vigas de madera donde no las había, se dispuso un orden interior inédito, se abrió alguna ventana al exterior…, y se hizo así porque la función que se quería dar a Zabalaga, un museo, no era compatible con la naturaleza de un caserío tradicional. La rehabilitación se hizo con tanta inteligencia y sensibilidad que la transformación mereció el elogio unánime, tachándola de ejemplar a pesar de los profundos cambios, pues, de alguna manera, ese interior es una obra más de Chillida en colaboración con el arquitecto Joaquín Montero. Del mismo modo, entiendo que el interior de la vivienda del faro es parte de la obra de Iglesias; ya lo veremos. El criterio que en Zabalaga fue aplaudido ¿por qué es impugnado en la vivienda del faro? Vale que allí el gasto fue privado en un bien privado, y aquí todo es público y, por tanto, debatible y fiscalizable, pero como concepto ¿cuál es la cuestión diferencial?
En cuanto a la intervención técnica, copio lo que la empresa LKS, ejecutora de la obra, escribió:
“Con el fin de generar una única sala para la visita pública se ha vaciado el interior partiendo de la cota 0, de hasta 10 m de profundidad para alojar la escultura en un primer nivel y estancias técnicas en el nivel más profundo. El vaciado y sostenimiento de los empujes del terreno y la preservación del perímetro de la edificación sin afección a la preexistencia ha supuesto un gran reto. La cubierta es muy plana y ligera, a dos aguas, con una cúpula central a cuatro aguas, de cobre (como la coronación de la torre del faro) y rodeada perimetralmente por una piel de vidrio fotovoltaico transparente, compuesta por 30 paneles, que además de generar la energía para el funcionamiento diario del edificio y de la señal marítima, filtra la entrada de calor al interior”.



Muy buen artículo Javier. Zorionak!!
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Muchas gracias, querido Javi. ¡Qué ganas de volver a verte, de volver a veros! Un abrazo.
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