Javier González de Durana
Como otros muchos amigos y compañeros, estos días de confinamiento me siento preso de una completa falta de motivación para escribir, carente de estímulos. La magnitud de la tragedia humana que vivimos es de tal dimensión que escribir aquí me resulta algo casi fuera de lugar, inapropiado, ¿a quién puede interesar en estas circunstancias? Por otra parte, la cantidad de información -y griterío político- que llega por todas partes acerca de la pandemia, sus posibles causas y las previsibles consecuencias, convierte al silencio en la opción más deseable, no añadir nada e intentar recibir lo imprescindible para saber -más o menos- cómo vamos y dónde estamos.
Por supuesto, la actual situación ofrece muchos interesantes asuntos y aspectos inéditos relacionados con la ciudad y la arquitectura. Tal como repite el mantra que se escucha tan a menudo, nada será como antes. ¿Cómo será la realidad en el futuro? Ni idea, ni los que hablan sobre ello están seguros, tan sólo pueden hacer conjeturas. Lo razonable y deseable parece estar claro, pero de ahí a que sea eso lo que vaya a configurar el porvenir de las casas y ciudades, de la relación que se mantendrá con la Naturaleza y las demás especies… puede haber un enorme trecho.
Intentaré escribir con la frecuencia que mantuve antes, pero no estoy convencido de poder lograrlo. Ni siquiera estoy seguro de si terminaré este artículo que empiezo ahora, pero al menos lo voy a intentar.
Una de las situaciones más fascinantes que nos ha deparado este confinamiento es la de la ciudades vacías, la desolación de sus calles sin gentes. En internet ya hay -los hubo desde casi el principio- numerosos vídeos de ciudades sin ciudadanos, grabados desde el aire con drones, Boston, San Francisco, Nueva York, Madrid, París, Roma, Milán, Barcelona…, Wuhan, por supuesto, aparecen en un modo que nunca creímos que veríamos. No era ni imaginable. Las calles sin personas sólo eran posibles en situaciones de guerra, con toque de queda y de noche. No era posible tomar imágenes de una ciudad desierta que no tuviera sus edificios destruidos por bombardeos y explosiones. El Beirut de finales de los 80 fotografiado por Gabriele Basilico ofreció esa posibilidad, pero fotografiar una gran ciudad en la que sus edificios estén en perfectas condiciones, sin asomo de daño alguno, no ha sido muy frecuente.
Sin embargo, la tentación de estar solo por completo en un gran espacio urbano, habitualmente ocupado por cientos o miles de personas, de estar ahí o de imaginar que eso es posible, ha ocupado la imaginación y el deseo de algunas personas, artistas o no, en distintas épocas. Recuerdo que Julio Caro Baroja en sus memorias sobre Los Baroja narró la obsesión de cierto antepasado suyo (un tío abuelo o el hermano de uno de estos, creo recordar, de la rama Caro Raggio, siento no tener el libro a mano ahora) que abrigó durante años el deseo de ser -siquiera durante unos segundos- el único habitante de la Puerta del Sol madrileña. Para lograrlo, se levantaba de la cama a las dos, tres o cuatro de la madrugada en los duros y fríos días de invierno, suponiendo que en tales condiciones meteorológicas y de horario, nadie habría sobre el suelo del famoso espacio urbano. Empleó muchos meses, y años creo, en esta tarea sin lograrlo porque siempre había alguien, un barrendero, un sereno, algún trabajador tardío o madrugador, que asomaba por las calles Alcalá, Mayor, Arenal o Montera. Finalmente, una noche lo logró, permaneciendo completamente solo en el enorme espacio durante unos segundos. Buscaba esa rara y efímera sensación de soledad o abandono en el centro mismo de una populosa urbe; hoy le resultaría mucho más fácil conseguirlo si no fuera porque la policía le impediría llegar hasta ese lugar…, claro.

La Historia del Arte ofrece -entre otros- dos momentos interesantes durante los que la idea de la ciudad sin gente fue recreada. Uno fue durante el Renacimiento italiano, en la segunda mitad del siglo XV, cuando distintos artistas crearon imágenes de ciudades sin presencia de sus posibles habitantes. Eran ciudades de perfecta geometría, estudiado equilibrio y racional organización. Supusieron un tránsito de la medieval Ciudad de Dios a la Ciudad del Hombre renacentista,…, pero sin el ser humano. No era una idea contradictoria, pues la ausencia de personas en estas imágenes -pinturas pero también taraceas- sólo buscaba hacer más evidente el metódico cálculo y la pureza de líneas de la ciudad como lugar donde vivir.
Frente a la ciudad medieval, laberíntica y sucia, amurallada y populosa, un sistema confuso repleto de calles estrechas y poco ventiladas, donde se acumulaban personas, animales y desechos, entorno poco salubre en el que era fácil el desarrollo y contagio de las enfermedades, se alzaba un nuevo tipo de ciudad que se presentaba como la alternativa saludable, amplia y abierta, guiada por un ideal que daba importancia a los espacios públicos, los cuales ganaban peso en relación a las edificaciones privadas, y las calles eran amplias y estaban organizadas alrededor de plazas y entornos despejados.
La arbitraria providencia divina quedaba sustituida por la lógica compositiva de la mente humana. La simetría y el orden de las ciudades intentaban ser marco estabilizador y seguro para las incertidumbres del hombre moderno.
La mayoría de estas ciudades imaginadas fueron obras de artistas anónimos o que, en el mejor de los casos, es atribuida a tal o cual pintor conocido, pero sin certezas.
Los hallazgos espaciales de estas imágenes urbanas fueron utilizados después por artistas de renombre al incluir imágenes de hombres y mujeres en los primeros planos para dejar las construcciones en una semi-soledad al fondo. Tal fue el caso del Perugino con la Entrega de las llaves a San Pedro, y de este mismo y de Rafael con los Desposorios de la Virgen.



No instante, los hallazgos del urbanismo geométrico conseguidos durante el Renacimiento alcanzaron una plenitud asombrosa durante en Barroco, en Roma, con las columnatas de Bernini levantadas ante la Basílica de San Pedro, conformando una plaza compuesta por dos plazas tangentes, una de forma trapezoidal y otra elíptica, una plaza de tales dimensiones que, aunque hubiera gente en ella antes de las grandes peregrinaciones, el visitante llegaba a sentirse empequeñecido, casi sólo, por su magnificencia y escala. El acceso a ese espacio creado por los dos brazos de columnatas se producía tras atravesar un borgo medieval situado en el espacio previo. Se consideró la posibilidad de derribar todas esas casas para lograr una mejor perspectiva de la basílica y se hizo un informe, pero sus conclusiones establecieron que «la propuesta de los cardenales para demoler todas las construcciones entre el Borgo Nuovo y el Borgo Vecchio para obtener una mejor vista de la basílica era inviable debido a los altísimos costos de expropiación y a los intereses de los propietarios». Bernini, teniendo en cuenta los costos, optó por aprovechar la edificación laberíntica y descuidada de la Edad Media para bloquear toda vista del Vaticano desde lejos. De esta manera, los peregrinos salían de la relativa oscuridad de la ciudad vieja para experimentar súbitamente la luz del enorme espacio de la plaza de San Pedro; así, resultaba casi imposible no creer en Dios o, al menos, en el poderío de sus representantes en la Tierra. La geometría que sirvió para situar al individuo como centro de la ciudad renacentista fue utilizada un siglo y medio después para volver a situar a Dios en el centro de la única ciudad del mundo en la que esa posición tenía sentido, el Vaticano.

Otro momento, también italiano, en que se vieron ciudades vacías fue con la irrupción de Giorgio de Chirico. Sus piazzas, inhabitadas y melancólicas, estaban ocupadas por monumentos con esculturas que evocaban, eso sí, la figura humana junto a unos arcos, una chimenea o un depósito de agua, quizás un tren al fondo, y todo ello subrayado por fuertes sombras causadas por un sol otoñal de atardecer. Como en los renacentistas, tampoco Chirico pretendía mostrar ciudades reales, sino recordarnos la permanente ausencia que existe junto a nosotros, el no-sentido de la vida, el desasosegante transcurrir del tiempo y el vértigo por la pérdida de la memoria: angustiosos paisajes urbanos como escenografías para existencias recónditas y colecciones de objetos y símbolos desordenados, al mismo tiempo que paisajes y naturalezas muertas, escenarios de un sueño; espacios misteriosos y silenciosos, congelados: la ciudad como un estado mental fruto de un extrañamiento poético moderno que mezclaba columnas clásicas con locomotoras a vapor.
Como paseante de perro, he vivido el Bilbao vaciado durante alguno de los días de la cuarentena. El Viernes Santo fue el día en que menos gente hubo en las calles. Impresiona mucho más de lo que se puede pensar el plantarse en la plaza Elíptica y poder divisar a ambos extremos de la Gran Vía los pedestales de don Diego el Intruso y el Sagrado Corazón respectivamente sin ni siquiera un autobús urbano interrumpiendo la vista. O ser testigo del cierre del Hotel Carlton por primera vez en su historia. O ver florecer y marchitar los tulipanes sin que la gente haya podido disfrutar de su belleza. Son detalles que formarán parte de las historias de la Historia.
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Saca fotos, Lourdes, no habrá una oportunidad como esta.
Espero que así sea, lo de que no habrá otra oportunidad, no lo de que saques fotos, que eso ya sabrás si te apetece o no. En fin, terrible situación que genera tremendas e inesperadas escenas que, por llamativas que sean en su extraña belleza, hubiésemos preferido no tener que ver.
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