Panópticos de ayer y hoy.

Javier González de Durana

A Vicente Huici Urmeneta, cronista en tiempos de coronavirus, amigo y vecino.

Durante estas semanas de reclusión he sentido, como otras muchas personas, supongo, la necesidad de escapar del encierro obligatorio -y necesario- para hacer algo tan normal como pasear, airearme, deambular por las calles y caminos sin más objeto que mover el cuerpo y encontrar otros lugares diferentes -aunque me sean muy conocidos- de estos entre los que me encuentro confinado las 24 horas del día.

Sin embargo, claro está, no lo he hecho. En primer lugar, por responsabilidad cívica, por no poner en riesgo mi salud ni la de las personas con las que pudiera cruzarme durante ese hipotético paseo. Ya que estoy viviendo el confinamiento en una casa aislada situada en una pequeña aldea apartada entre valles y montañas, desde donde nacen numerosos caminos solitarios hacia laderas, bosques y arroyos, he sentido la tentación de romper mi aislamiento y andar por lugares en donde sé con total seguridad que no me encontraría con nadie porque nadie suele estar en ellos ni siquiera durante soleados días festivos en tiempos de normalidad. He tenido la tentación, pero la he vencido por ese primer motivo antedicho, responsabilidad, pero debo reconocer que, en paralelo a esta, ha existido una segunda razón: me habría sentido vigilado. No digo que lo habría sido, sino que me habría sentido.

A cierta distancia de este lugar donde me encuentro pasa una carretera local que conecta dos Comunidades Autónomas, es decir, es un territorio fronterizo, y por las noches, con un cielo sorprendentemente cuajado de estrellas más brillantes de lo habitual, se pueden ver las luces rojas, azules y blancas de drones que controlan la mínima circulación de coches que atraviesa esa frontera entre regiones. De día, esas luces no se contemplan, pero nada hace suponer que no sigan ahí arriba, observando el paso de coches y de cuantas personas de muevan por bosques espesos, arroyos entre quebradas y senderos recónditos. Así que la posibilidad de estar siendo observado se ha añadido a la razón sustentada en la prevención sanitaria. Esto me ha recordado la existencia de una singular arquitectura, la panóptica, tipología que fue utilizada sobre todo a la hora de construir prisiones.

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Bentham’s Design for the Panopticon, 1791. University College London Library Special Collections, Londres.

Inventado a finales del siglo XVIII por el filósofo y teórico social inglés Jeremy Bentham (1748-1832), la función de esta tipología de edificio carcelario era vigilar el mayor número de prisioneros con el menor número de guardias. La morfología consistía en una matriz circular de celdas con una torre de vigilancia en el centro de la estructura. Así, los guardias podían observar a todos los internos en cualquier momento, sin ser vistos por los prisioneros. Los prisioneros serían conscientes de la presencia permanente de la autoridad, sin saber cuándo estaban siendo observados por ella. Bentham ideó este modelo con el objetivo de reformar a los presos que, según él, se comportarían “civilizadamente” al sentirse observados. Como tal, los prisioneros serían autodisciplinados y, así, unos pocos guardias podrían asegurar el orden sobre un gran número de reclusos. Descrito por Bentham como un «nuevo modo de obtener poder de la mente sobre la mente», el panóptico, a través de la vigilancia constante, obligaría a los internos a ajustar su propio comportamiento.

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Bentham’s Design for the Panopticon, 1791. University College London Library Special Collections, Londres.

Por tanto, en la formulación de Bentham la prisión panóptica es un instrumento para reinsertar en la sociedad a aquellos individuos por cuya conducta son excluidos, un instrumento de control y punición organizado sobre la economía del espacio y la eficacia de la vigilancia. Esta vigilancia es ocular y sitúa al vigilante en la posición de poder controlar desde un único punto el contenido y la evolución del conjunto, como un dispositivo estático.

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Bentham’s Design for the Panopticon, 1791. University College London Library Special Collections, Londres.

En el siglo XX la idea del panóptico fue transformada por el filósofo francés Michel Foucault (1926-84) en una metáfora del control social que se extiende a todos los ciudadanos (Vigilar y castigar. El nacimiento de la prisión. Buenos Aires, Ed. Siglo XXI, 2002). Argumentó que los ciudadanos interiorizan la autoridad representada por las leyes e instituciones y que el poder deriva de la observación. Dado que los presos no pueden ver a los guardias de la torre, deben sospechar que están siendo vigilados todo el tiempo por un ojo invisible, hasta el punto, dice Foucault, en que se autoimponen la vigilancia. Foucault detecta el modelo o diagrama de un poder que funciona arquitectónicamente: a partir del ordenamiento del espacio y la visibilidad del mismo, de la distribución organizada de los individuos y de la observación o registro permanente de éstos (lo cual permite estudiarlos y, por ende, producir conocimiento respecto al preso en la cárcel, al alumno en la escuela o al trabajador en la fábrica). 

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La gigantesca prisión de Lecumberri, en México DF, hoy reconvertida en Archivo General de la Nación.

En España hubo varias prisiones panópticas, entre otras, la de Vigo, Salamanca y Badajoz (las tres fueron reconvertidas en museos de arte contemporáneo en tiempos de democracia), siendo las de mayores dimensiones la Modelo, en Barcelona, y la de Carabanchel, en Madrid. En el MARCO, de Vigo, la exposición inaugural titulada Cardinales reflexionaba, precisamente, sobre la omnivisión panóptica, su significado e implicaciones históricas, presentando cinco dibujos originales de Bentham realizado en 1791, además de otras muchas obras de arte actuales.

Desde hace algunos años somos conscientes de estar siendo vigilados muy estrechamente. Cámaras de control en calles y edificios nos lo recuerdan, pero al saber que están ahí, una vez descubiertas y teniéndolas en cuenta, podemos suponer que con un poco de atención nos sería posible eludirlas y transitar por rutas «inmunes». Ya sin cámaras, podemos ser seguidos y geolocalizados por nuestros teléfonos móviles, pero también sabemos que si dejamos el aparato quieto en un lugar tal seguimiento ya no sería posible para nuestros rastreadores. No hay mucha escapatoria, en todo caso: el coche en el que viajamos puede ser fotografiado en cualquier momento y carretera, las incursiones que realizamos por internet -supuestamente privadas- pueden llegar a conocidas, pues esos datos los almacena quien nos vende tal servicio y dice que son suyos, tras haberle dado permiso -sin ser conscientes de hacerlo- para que lo sean y hagan negocio con ellos …, y así.

Lo de estar vigilados por un pequeño aparato volador -dispositivo móvil- situado sobre nuestras cabezas me ha traído el recuerdo de aquellas cárceles inventadas por ¡¡un filósofo ilustrado!! Hemos pasado del panóptico arquitectónico al tecnológico y ahora resulta que soy mi propio vigilante. De niños nos decían que Dios observaba todos nuestros actos desde el Cielo. Pues eso, el Poder, que todo lo ve.

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En la revista digital 15 / 15 / 15 encuentra esta imagen que, simulando ser una cámara de grabación visual, recuerda tanto al modelo de planta arquitectónica en las cárceles panópticas como al coronavirus.

 

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