Mugak 2019: primeras impresiones (I).

Javier González de Durana

La segunda edición de la Bienal de Arquitectura de Euskadi lleva ya varias semanas abierta al público, pero hasta el momento no había tenido ocasión de venir a San Sebastián para visitarla. Otro motivo me ha acercado hasta aquí, así que entre ayer y hoy (y espero que mañana también) estoy pudiendo conocer algunas de sus ofertas.

Siguen presentes aspectos negativos que ya conocimos en la primera edición, tales como la fragmentación unida a la dispersión, ahora expandida a otras ciudades, la equiparación de eventos, provocando confusión acerca de lo importante y aquello que lo es mucho menos, la ausencia de un eje temático con productos de elaboración propia alrededor de tal eje y la sensación de que, de nuevo, se ha acometido la tarea en las vísperas del acontecimiento, en vez de haberlo hecho desde el momento en que finalizó la edición anterior.

Entre lo positivo parece haber existido una mayor dotación financiera por parte de su impulsor principal (el Departamento de Medio Ambiente, Planificación Territorial y Vivienda, del Gobierno Vasco) o -si no fuera así- una mejor organización del gasto. También se dispone de una sede central en el Instituto de Arquitectura de Euskadi, EAI-IAE, un edificio históricamente muy interesante, pero con una compleja organización espacial interna y que apenas ofrece un par de espacios de dimensión media-pequeña para exposiciones más una regular sala de conferencias. No es mejor que el Palacio de Miramar, utilizado en la edición anterior, ni resulta tan accesible, pero al menos es un espacio propio y permanente dedicado a la difusión y al conocimiento de la arquitectura.

Esta insuficiencia del espacio propio es lo que obliga a la Bienal a ocupar áreas expositivas mejores pertenecientes a otras instituciones públicas locales, como el Museo San Telmo, el Kursaal y el Museo Diocesano, los cuales al menos no quedan distantes entre ellos. Más alejadas se hallan otras instituciones implicadas en la Bienal, como la Escuela de Arquitectura de la EHU-UPV, la Biblioteca Carlos Santamaría, Tabakalera y el Museum Cementos Rezola. Por supuesto, se puede argumentar que tal dispersión es una ventaja porque permite recorrer la ciudad de sede en sede, posibilitando descansos entre visita y visita, en vez de abrumar al visitante con toda la oferta en un sólo emplazamiento. Cierto, pero también es verdad que esa ventaja comporta el inconveniente de que para el público general la Bienal de Arquitectura carece de un lugar reconocible como su sede central. El edificio del EAI-IAE en la falda del Urgull es conocido por arquitectos y cuatro aficionados; de tal modo, el evento no se plasma en una sede que la ciudadanía identifique como específica y al alcance de la mano. Otra consecuencia de esta insuficiencia espacial es que algunas exposiciones se tienen que dividir para ser presentadas en dos emplazamientos diferentes, caso de la Escuela de Ulm (EAI-IAE y Museo San Telmo) y la vivienda transgeneracional (plaza Zuloaga y Museum Cementos Rezola).

Es lo que hay y habrá que acostumbrarse a ello, reconociendo que esa dispersión geográfica desorienta al público. Y esto es grave si, como se declara, uno de los objetivos es popularizar la arquitectura de nuestro tiempo entre la ciudadanía. Lo veo complicado, pero no sólo por esa razón de fragmentación y dispersión, sino porque, reconozcámoslo, la arquitectura atrae a un segmento muy reducido de la población. Naturalmente, habrá que hacer lo posible para que le interese, pero tal conquista se logrará, creo yo, con actividades y eventos de muy alta calidad y no con guiños fáciles en la calle, pretendiendo captar la atención del paseante. Un engorro paralelo es que, al tratarse de instituciones diferentes, cada una se abre al público con horarios y días que no siempre coinciden, con lo cual sucede que quien se acerca a Donostia para visitar la Bienal, dependiendo del día de la semana y de la hora que sea, podrá ver esto pero no aquello, se encontrará con que tal lugar aún no ha abierto las puertas, aunque sean las 11:00 de la mañana, y que otro ya las ha cerrado, siendo las 18:00 horas. Inconveniencias del depender de otros y no ser autónomo.

También pienso que la ampliación de actividades de la Bienal a Bilbao y Vitoria no aporta nada al evento. Entiendo que el promotor institucional, por serlo de todo Euskadi, crea que es bueno -o sienta que es obligatorio- un reparto, siquiera unas mínimas gotas, de sus benéficos efectos distribuidos por el territorio, pero francamente una charla aquí o una visita allá no suponen algo significativo -o apenas perceptible- en unas ciudades con una poderosa actividad cultural y en las que esas gotas de arquitectura quedan, como las lágrimas del replicante Roy Batty, perdidas en la lluvia.

Bueno, entrando en el contenido de esta segunda Bienal, lo que más me sorprende es la escasa atención que se le presta a la arquitectura contemporánea, pues casi la totalidad de sus exposiciones más fuertes son de carácter histórico. Tanto las tres iglesias de Vitoria, como la experiencia de la Escuela de Ulm, como los avatares del solar K antes de que Rafael Moneo levantara su propuesta de Kursaal, como la muestra sobre diseño industrial vasco…, todas se refieren a hechos, arquitecturas y diseños de un pasado más o menos reciente. Muy interesantes algunas de estas exposiciones, menos otras, pero ninguna se vincula con la actual creatividad arquitectónica. Cuesta entender por qué motivo en esta ocasión no hay una exposición como la de hace dos años, centrada en la obra de Rafael Aranda, Carme Pigem y Ramón Vilalta, responsables del estudio RCR en Olot (Gerona), y Premio Pritzker en 2017.

La única que se centra en el momento que vivimos es la organizada en base al «Premio Peña Ganchegui a la Joven Arquitectura Vasca». Por supuesto, como actuales, también están los trabajos de los alumnos del Master Universitario, pero son lo que son.

Independientemente de interés de las exposiciones y actividades individuales, lo que esta segunda Bienal tampoco termina por ofrecer es una identidad definida, una naturaleza que la haga diferente y destacable entre otras Bienales similares, un carácter singular que le procure un perfil distintivo. La sensación que se obtiene es la de que, de nuevo, nos encontramos con un programa constituido por una heteróclita acumulación de propuestas, más o menos elaboradas, que no profundizan, como conjunto, en una idea-fuerza, en un impulso identitario. Mera agrupación de acontecimientos individuales que no suman hasta lograr ser algo superior.

Otra actividad interesante incluida en la Bienal es la articulada con el nombre de «Conexiones: arte y arquitectura», en la que se han implicado cuatro galerías de arte bajo una mirada curatorial compartida. Algunas conferencias, charlas y proyecciones cinematográficas enriquecen puntualmente el evento. Iré dando cuenta de todo ello, más en detalle, en la medida que me sea posible.

Albers
Josef Albers en la Escuela de Ulm en 1953, tras residir e impartir clases en el Black Mountain College, Carolina del Norte (EEUU), desde 1933.

 

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