Javier González de Durana
«Lo real se confundía con lo soñado o, mejor dicho, lo real era una de las configuraciones del sueño».
Jorge Luis Borges, «Parábola del palacio», en El hacedor.
Durante la década de los años 30 del siglo pasado, como consecuencia del influjo ejercido por las vanguardias artísticas y las teorías sobre la democratización de la cultura, se llevaron a cabo en distintos lugares de Europa y América algunas experiencias que derivaron en resultados positivos para aquellos colectivos sociales que hasta entonces se habían visto alejados y, por tanto, privados del acceso al arte. El ascensor social también debía conllevar la posibilidad de ascender a los niveles en los que el arte se había venido desenvolviendo hasta entonces… aunque para subir, en algún caso, hubo que pasar primero por el sótano.
El caso de The Brooklyn Museum fue muy conocido por tratarse de un grandioso edificio de la segunda mitad del siglo XIX, a medio camino entre el palacio y el templo (similar a su coetáneo The Metropolitan Museum, en Manhattan), al decidir demoler sus monumentales escalinatas de acceso frontal por considerarlas un obstáculo físico que impedía poner la institución a nivel de calle, a la altura en que la ciudadanía vivía sus experiencias cotidianas. La idea era buena, en principio, pues el propósito era acercarse a la sociedad y descender de la elevada y sagrada plataforma donde el arte había sido colocado por una burguesía elitista. Ya no se creía que el arte fuera una ensoñación pura frente a la realidad pedestre, sino una configuración de la vida. El simbolismo decimonónico -aquello de que la elevación espiritual propiciada por el arte debía ir acompañada por una elevación física que distanciaba al espectador de la gris cotidianidad- había dejado de funcionar y, por tanto, era necesario acabar con las barreras que aquel idealismo simbólico había levantado. Una de ellas fueron las espléndidas escaleras que acabaron eliminadas. ¿Consecuencias de ello? Pues, aparte de que el edificio resultó mutilado, el público empezó a entrar en el museo por lo que hasta entonces había sido sótano y, tras recorrer un largo, anodino y estrecho pasadizo, llegar a unos peldaños de servicio interno que permitían acceder a un punto lateral y distante del magnífico vestíbulo bajo cuyo suelo de mármoles se le había obligado a circular.
Recordar lo anterior ha sido inevitable al ver la propuesta de acceso de Nieto Sobejano para la remodelación del Museo de Bellas Artes: elimina las escalinatas frontales y crea un doble acceso, una rampa escalonada descendente para entrar al museo por el sótano, bajo la actual puerta, y dos rampas ascendentes para alcanzar dicha puerta principal (que dejaría de serlo), una de las cuales, a modo de pasarela, iría pegada al lateral izquierdo de la fachada y la otra, de planta trapezoidal, discurriría anexa al costado derecho.
Todo ello ocuparía la totalidad del jardín frente al museo. Como recuerdo de este jardín entre la rampa izquierda ascendente y la central descendente sobreviviría un rectángulo de césped. Al margen de este preámbulo exterior, especie de plaza mixtificada y asimétrica, lo más chocante de la idea es que se obliga al público a descender para, tras cruzar en antiguo vestíbulo y la escalinata interior por su subsuelo (aunque no por un sórdido corredor, como en Brooklyn), llegar a un doble tramo escalinatas interiores que conducirían al nuevo vestíbulo en donde ahora está la plaza Arriaga, cuya cota se eleva hasta equipararse con la de la planta baja del edificio de 1945, y desde la cual, para llegar al edificio de 1979, habría que descender una suave rampa. Demasiados subibajas.
Esta solución intenta recuperar la importancia de la fachada histórica (cómo exigía el concurso), sin verse obligado a tocar la escalinata interior, cuyo respeto se auto-imponen los autores de la propuesta. Si ha sido por este motivo, ciertamente, existen soluciones mejores. Además, el basamento del edificio de 1945 quedaría parcialmente oculto y sus proporciones, en consecuencia, alteradas. Así como otras propuestas utilizan ese espacio ajardinado delantero para ubicar en su subsuelo una sala de exposiciones, Nieto Sobejano lo hace para construir una nueva vía de penetración. Quiero imaginar que la realidad del sistema de evacuación de la lluvia en el fondo de esa rampa no convertiría en pesadilla el sueño a los conservadores del museo.
La propuesta parte de la consideración de que, como arquitectura, el museo es un collage de estilos y materiales que se han ido reuniendo a lo largo de tres momentos consecutivos, 1945, 1970 y 2001, y que esa naturaleza híbrida o condición heterogénea es, precisamente, la que le confiere su identidad («la identidad urbana del Museo de Bellas Artes de Bilbao radica en la suma de sus distintas arquitecturas, del mismo modo que su carácter como institución museística responde también a la diversidad de las obras de arte que forman su colección«), una identidad que Nieto Sobejano quiere «reforzar«, lo cual no es óbice ni cortapisa para eliminar por completo la actuación del 2001.
Por lo demás, la actuación propuesta se centra en una contundente pieza nueva que ocuparía la totalidad de la plaza Arriaga, un volumen cúbico, de planta baja +3, en donde se concentrarían (casi) la totalidad de nuevos espacios expositivos requeridos. La planta baja, junto a vestíbulo y demás servicios de acogida, contendría un espacio cerrado con vidrios por los cuatro costados, a modo de gran pecera, a través del cual se contemplaría un auditorio desarrollado en dos niveles, esta misma planta baja y la -1. Interesante, aunque problemático cuando se requiriera oscuridad total.
La planta -1 tendría una amplia reorganización. Ganan superficie los servicios educativos y de restauración, no tanto los almacenes de arte propiamente dichos, la administración sale de ahí, subiendo al espacio ocupado hoy por el restaurante, y no veo a dónde va a parar la biblioteca, aunque tengo entendido que se piensa en sacarla fuera del museo.
Este cubo, contemplado desde los costados Este y Oeste, mantendría cierta separación espacial respecto a los dos edificios entre los que se instala. Esa separación de respeto no impediría su conexión con plantas bajas y primeras de los edificios de 1945 y 1970. Así, tras eliminar la actuación de 2001 (un cosido que nunca llegó a funcionar bien) e insertarse el nuevo volumen en el espacio comprendido entre los dos más históricos, aparentando mantener las distancias, logra configurarse como una nítida segunda ampliación que respeta las más significativas arquitecturas preexistentes.
Al concentrar todos los nuevos metros cuadrados requeridos en este volumen se hace necesaria su elevación en hasta tres plantas expositivas, lo cual ocasiona que, junto con el de Foster, esta sea la propuesta que mayor altura toma. Dispondría de tres salas de exposiciones dedicadas a la colección permanente: en la primera planta 1.000 m2, conectados con los 680 m2 de la primera del edificio de 1940; 984 m2 en la segunda planta; y 939 m2 en la tercera planta. Excepto esta tercera, las plantas no serían completamente cerradas, sino que una secuencia de espacios escalonados lo atravesaría diagonalmente, posibilitando miradas cruzadas hacia arriba y hacia abajo con lo que se evitaría la sensación de enclaustramiento. Desde esas salas no se contaría con la visión de la Naturaleza exterior, la cual sí sería accesible desde terrazas ajardinadas habilitadas en los niveles y comunicadas por escalinata exterior, una en el primer nivel justo tras las entrada principal de 1945, como una especie de coronación verde de ésta, y otra de mayor amplitud en la cota más alta del nivel tercero. Bonitas terrazas, pero -imagino- con un delicado mantenimiento de jardinería.
Todas las galerías del edificios de 1945 más las propuestas por Nieto Sobejano se destinarían a la colección permanente. Las exposiciones temporales tendrían lugar en el edificio de 1970, con sus 885 m2 en planta baja (actual BBK), 1597 m2 en primera y 391 m2 en la actual sala 33, justo debajo de lo que fue restaurante Arbola-Gaña.
Vayamos al cubo. Realizado en hormigón pigmentado negro y textura irregular por el exterior y hormigón blanco en los espacios de circulación interiores. Tras haber trabajado varios años en TEA Tenerife Espacio de las Artes, en cuya construcción Herzog & DeMeuron utilizaron hormigón mezclado con arena negra volcánica con resultado de superficies oscuras y texturadas, puedo asegurar que ese color es cálido y acogedor, a pesar de las reticencias que de entrada provoca, y dota de fuerte personalidad al edificio que lo utiliza. En Tenerife la arena negra se mezcló con el cemento, la grava y el agua, de modo que cuando se vertió para su fraguado el hormigón era negro natural. Me da la impresión de que Nieto Sobejano piensa sólo en entintar su superficie, lo que terminaría por perder ese color, como ha sucedido con el granate de la Fundación Oteiza. En todo caso, con este material Nieto Sobejano trata de alejarse lo más posible tanto del ladrillo rojo de 1945 como del acero, aluminio y vidrio de 1970, instalándose como segunda ampliación o tercer capítulo de la historia constructiva del museo, crecido a base de adiciones e intervenciones.
Lo lograría, por supuesto, aunque ello fuera a costa de la irrupción de un cuerpo de enorme contundencia visto desde lejos. Es cierto que, mirándolo con atención en conjunto, se aprecian aperturas en distintos ángulos y esquinas que, como condensadores de luz, lo perforan y logran que la claridad penetre en su interior. De hecho, una vez dentro de este volumen la impresión sería contraria a la pesantez visual sentida en el exterior. El muro perimetral de hormigón tiene un aire a caja metafísica oteiziana, lo cual, lógicamente, sólo se percibe en el dibujo arquitectónico.
Al darse lo fundamental de su intervención en un espacio no ocupado por el museo, su actividad cultural no tendría por qué paralizarse por completo o tendría que hacerlo en un periodo de tiempo breve. La ocupación intensa de la plaza Arriaga hace que no quede espacio, ni siquiera marginal, para la escultura de Paco Durrio. Al verse obligados a sacarla de ahí Nieto Sobejano la lleva, con total desconsideración y falta de entendimiento de lo que esa escultura representa, a un punto lateral ante la fachada de 1945, con lo que la simétrica y clasicista fachada de Urrutia y Cárdenas quedaría completamente perturbada por un espacio urbano preambular desquiciado.
Su propuesta incluye la idea de convertir en circular la plaza Euskadi (ahora es oblonga) para alejar un poco el tráfico ante al museo. Se prescinde del restaurante para dotar a la cafetería de mayor capacidad en su oferta convencional de comidas, lejos del lujo anterior y más cerca del público. La tienda se ubicaría en el vestíbulo, frente al vidrio que encapsularía el salón de actos. Además de la doble entrada principal (fallida en mi opinión), habría otros dos accesos, uno en la plaza Chillida (de cuya escultura no eliminan su lamentable soporte), aprovechando la circunstancia) y otra en la fachada Este, cerca de donde se encontraría el muelle de carga para camiones, a cubierto y cerrado.
Creo que ese volumen negro es una pieza de arquitectura interesante, tanto por fuera como por dentro, pero éste no parece ser su lugar. En otro lugar y sin edificios alrededor resultaría notable, poderoso y magnético. Nieto Sobejano ha decidido no andarse con contemplaciones, no ser amistosamente mimético ni asépticamente neutro, y pensó en poner kilómetros de distancia formal y material entre el lenguaje de su edificio y el de los anteriores. El problema es que esa distancia mental tendría que convivir con una cercanía física y la intrusión resultaría abrupta en exceso.
Mi agradecimiento al Museo de Bellas Artes por las imágenes facilitadas en alta resolución.