Javier González de Durana
Estrictamente, en el Café La Granja restauración hubo poca: algunos techos, las ménsulas simuladas de las columnas (probablemente vestigios de la decoración que tuvo el Banco Hispano-Americano), un par de vidrieras que sobrevivieron a la catástrofe…, no más.
Para la rehabilitación del local, se procedió a las siguientes actuaciones:
* eliminaron la barra preexistente e instalaron una nueva, más amplia, con antepecho de madera que incluía algunos elementos decorativos de inspiración clasicista basados en los existentes en la barra anterior,

* repusieron a modo de zócalo elevado el empanelamiento de madera a lo largo de los muros perimetrales de la zona pública, puesto que los anteriores paneles-zócalo habían desaparecido con las inundaciones; esta madera era de mejor calidad que la preexistente si bien la imitaba,
* instalaron en techos y paredes una docena de genuinas y preciosas luminarias “art-decó”, procedentes del Teatro Coliseo de Sevilla y adquiridas en esa ciudad, en sustitución de los desnudos neones y las neutras tulipas redondas anteriores,
* sustituyeron la deteriorada y elemental barandilla de madera envolvente de la escalera de descenso al sótano por otra barandilla de madera tallada,
* sustituyeron el suelo anterior, desgastado y dañado en su totalidad, por otro suelo de semejante estilo con baldosas hidráulicas de la empresa vitoriana La Vasco Catalana,
* incorporaron mesas y sillas nuevas, de un neutro estilo “café principios siglo XX”,
* se recrearon los plafones del techo, con mantenimiento de alguno y copia o trasunto de otros,
* incluyeron ménsulas falsas -a imitación de las también falsas existentes en las columnas- en la parte superior de unas nuevas y decorativas pilastras adheridas a las paredes perimetrales orientadas a la zona pública, y que simulaban ser apoyo de las cajas de ventilación,
* por supuesto, limpiaron y pintaron las paredes con tonos claros que dejaban atrás los apagados y plásticos ocres y verdes, añadiendo abundante purpurina tipo “oro viejo” en molduras y cenefas.
Poco fue lo que se pudo mantener del anterior local, en parte porque no valía la pena, en parte porque había quedado inutilizado. Al margen de lo estructural (columnas, vanos y muros), las pervivencias fueron estas:
* la espacialidad del local,
* su actividad como café,
* unas pequeñas decoraciones en la parte superior de las columnas que simulan ser ménsulas de apoyo para las vigas, pero que son escayolas meramente decorativas y que ocultan los capiteles de hierro originales, y
* dos vidrieras emplomadas de muy simple diseño.

Naturalmente, esta intervención sorprendió a cuantos la contemplaron el día de su apertura al público. El Café La Granja se presentaba rejuvenecido, recuperado, brillante, de hecho, con unos brillos que nadie recordaba que hubiera tenido antes.
No era de extrañar, el nuevo local era la creación o re-creación de un café al estilo de los años 20, pero todo aquello que le confería ese aspecto restaurado no lo era en realidad, pues bien era nuevo o bien era adquirido en otro lugar, traído e instalado aquí.
La operación tuvo algo de parque o local temático: se había implementado ex novo una ambientación tipo “café años 20” en un espacio que venía siendo café desde los años 20. Un local temático a la manera de los pubs irlandeses decorados con “memorabilia” alusiva de anejo aspecto, pero recién fabricada, o los restaurantes de carácter “far-west” en los que no faltan detalles peliculeros facilitados en cerrado “kit” por un proveedor de decorados.
Fue la identidad entre origen histórico y la nueva ambientación historicista lo que hizo creer a cuantos lo vieron entonces que, realmente, había existido una restauración. No era cierto, lo que hubo fue una bonita invención.
El Café posterior a las inundaciones era muchísimo más atractivo que el anterior, pero prácticamente todo era copiado, incorporado desde otros ambientes, replicado, imitado… La idea que se estableció en el imaginario colectivo era que el Café había sufrido una degradación con el paso del tiempo, pero que había logrado recuperar su inicial esplendor. El asunto tenía sus matices épicos y míticos: como el Ave Fénix, de la tragedia de las inundaciones había surgido un escenario renacido y mejorado, algo muy conveniente para una ciudad traumatizada.
Lógicamente, los servicios de protección de Patrimonio Histórico-Artístico del Gobierno Vasco, incluido su Asesor de Bellas Artes, que era yo mismo entonces, no encontraron ningún inconveniente en autorizar esta fantasía: respetaba lo fundamental de la arquitectura y aportaba una atractiva ilusión ficticia basada en la continuidad del negocio anterior.
Si los promotores hubiesen planteado un proyecto que recreara un club inglés o un salón de Alta Costura también habrían conseguido la autorización preceptiva, con tal de que respetaran lo arquitectónico. Nadie les exigió que ahondaran en los supuestos orígenes históricos del café; salió de su iniciativa y, comercialmente durante un tiempo, mientras la Plaza Circular no cambió su naturaleza, fue un acierto. Faltaba muy poco tiempo para que esa naturaleza variara en sustancia y la explotación del enorme café dejara de ser rentable.
Las normativas de habilitación de locales hosteleros vigentes en 1983 influyeron en la habilitación, ya que el espacio anterior a las inundaciones, en su obsolescencia funcional, no cumplía muchos requisitos (salidas de emergencia, prevención de incendios, conducciones de ventilación, montacargas…) que influyeron en la manera y forma en que se acabó la puesta a punto, digamos, la puesta en escena.
Si tenemos en cuenta, por tanto, que el estado que mantuvo el Café La Granja hasta el momento de haberse convertido en un negocio muy distinto tiene poco más de 30 años, no se puede recurrir a lo histórico de su ambientación para resaltar ese valor. Podríamos apreciar lo acertado de la re-creación, pero siendo conscientes en todo momento de que nos encontrábamos ante un simulacro y que para que una simulación historicista alcance valor patrimonial deben transcurrir algo más de tres décadas, más bien siglos.
Realmente, las singularidades del Café La Granja eran escasas y de carácter más bien inmaterial y sentimental:
(a) En primer lugar, la espacialidad del local, amplia y diáfana; no quedan comercios de semejantes dimensiones en edificios históricos bilbaínos. Esta circunstancia mantenida como mínimo durante los noventa años de vida del café respondía al deseo de la propiedad, quien pudiendo segmentarlo en partes no quiso hacerlo; una cuestión de voluntad (modificable) del propietario, no del arrendatario del local.
(b) En segundo lugar, la continuidad de la función hostelera; es raro e infrecuente encontrar comercios con semejante duración continua en el tiempo. El Café La Granja ha sobrevivido a dictaduras, guerras, cambios políticos, crisis económicas, pobreza general, desarrollismo económico, ebulliciones financieras, conjuras subversivas…
(c) En tercer lugar, los elementos arquitectónicos originales diseñados por Severino Achúcarro, sin modificaciones en fachadas, vanos, estructuras portantes…
En consecuencia, de los tres valores reseñados uno es inmaterial, la continuidad, otro es físico, los elementos arquitectónicos originales, y el tercero es mixto, la espacialidad. La suma de todos ellos da como resultado:
(d) Un cuarto valor inmaterial, la sentimentalidad ligada a las experiencias personales, humanas y sociales, vividas en ese local por parte de varias generaciones de usuarios del servicio hostelero que ha venido ofreciendo.
Con la mirada puesta en la conservación de los valores patrimoniales y artísticos debe tenerse en cuenta que en este local se ha dado la confluencia de dos propiedades: la del local en sí y la del negocio que se ha desarrollado en el local, es decir, la del bien inmueble y la de los bienes muebles. El negocio cesó en su actividad hace tres o cuatro años y, en consecuencia, la propiedad del negocio retiró del local todo lo que era de su pertenencia allí instalado desde 1984: mesas, sillas, lámparas, espejos, percheros, vajillas, maquinaria…, lo único que ha permanecido de esa propiedad es la barra del bar, por tratarse de un elemento demasiado pesado y grande para su traslado, cuya eliminación tampoco representaría ningún daño patrimonial por tratarse de un trabajo de ebanistería reciente de gusto un tanto convencional y kitsch.
Es decir, todo lo que en 1984 le dio un ficticio carácter de café antiguo ya no está. Sólo queda el bien inmueble representado por el puro local, desnudo y vacío. Ironías del destino, tras la retirada de los bienes muebles el local volvió (casi) a la misma situación que tuvo tras las inundaciones de 1983.
Uno de los riesgos recientes que ha empezado a correr la autenticidad del patrimonio es lo que podríamos denominar como “parquetematización” histórica, una suerte de “disneylización” de épocas pasadas, es decir, la creación ex novo de ambientes, decoraciones y arquitecturas que, mostrando un aspecto añejo, ejecutados con irreprochable calidad y verosimilitud, sin embargo, son de reciente creación o agrupación con el objetivo de dar a luz una imagen real, pero falsa. Esta tendencia busca el establecimiento de atractivos turísticos que movilicen y satisfagan un concreto sector económico, y se inscribe en la línea de la no-verdad tan propia de los actuales tiempos.
Un público o una sociedad poco exigentes se conforman con estas máscaras teatralizantes, dándolas por buenas cuando se pretende poner fin a un bien patrimonial genuino. Se empieza derribando el interior de un edificio histórico para mantener sólo su fachada y se termina demoliendo todo el inmueble porque la fachada ya la levanta de nuevo el promotor de la obra con la misma imagen o incluso, si se quiere, con una imagen mejorada. La arquitectura genuina, sus estructuras portantes y la organización de los espacios interiores de tales inmuebles pasan a considerarse valores de segundo orden frente al valor de la máscara, de lo inmediato visible.