Javier González de Durana
Estos últimos días se viene hablando mucho del local que acogió durante décadas al Café La Granja debido a que el proceso de rehabilitación para adaptarse a las nuevas funciones comerciales de su actual propietario está finalizando. Se oyen abundantes lamentos acerca de la supuesta pérdida patrimonial que han traido estos cambios. No hay motivo: el Café La Granja que hemos conocido durante las casi últimas cuatro décadas fue un gran y vistoso simulacro, en otras palabras, una mentira.
Este café bilbaíno ha venido ocupando la totalidad de la planta baja del edificio número 3 de la Plaza Circular desde 1926. Se conocen algunos de los usos anteriores ubicados en esa planta baja, pero no se tiene certeza acerca de si cada uno de aquellos negocios ocupó la totalidad del espacio o si varios de ellos coexistieron, unos junto a otros, compartimentando el local. Desde que el edificio se puso en marcha, 1891, hasta que se abrió el café, 1926, pasaron treinta y cinco años. Es mucho tiempo para saber con exactitud qué sucedió en esa planta baja, pero lo más verosímil, dada la amplitud del espacio, es que en ocasiones tuviera varios arrendatarios, ocupando dos o tres sub-divisiones. Entre 1918 y 1926, es decir, justo antes del Café La Granja, ahí tuvo su primera sede local el Banco Hispano-Americano, ocupando la totalidad del local.
La calidad de Severino Achúcarro como arquitecto del inmueble se hizo patente en los interiores domésticos de los pisos superiores que albergaba y las fachadas que cerraban el conjunto, pero también dejó su huella en los elementos estructurales de esta planta baja: las fachadas exteriores ofrecen una sillería de calidad con sutiles notas de ornamentación y las columnas interiores son esbeltas y estriadas, con un acabado delicado y elegante, y un reparto que soslaya la irregularidad de la planta del solar con una distribución lógica no condicionante de las futuras funciones que pudiera acoger.
Este buen hacer en el diseño de las estructuras portantes la aplicó Achúcarro también en la planta sótano, erigiendo unas poderosas columnas de sillares con sección cuadrada y ancho pedestal.
Los historiadores suelen repetir –siguiendo crónicas periodísticas de la época- que el modelo adoptado por el empresario hostelero para acondicionar este local fue el de los grandes establecimientos de café franceses. Sin embargo, no sabemos cómo fue con exactitud en origen, no se conservan fotografías de aquellos tiempos y, más allá de la extraordinaria amplitud y altura del local, no conocemos ninguna otra característica que pudiera haberlo singularizado como un café de refinado gusto y exquisita decoración.
Más bien parece que nunca fue así y que, aparte de la larga barra y un número amplio de mesas y sillas distribuidas entre paneles separadores de madera, no hubo una ornamentación especialmente notable. De haber existido se habría conservado o, al menos, conservaríamos testimonios fotográficos, como en el caso del desaparecido Café Lion d’Or, en el cercano 5 de Gran Vía. Ni lo uno ni lo otro. Por su buen ambiente, excelentes materiales, empanelados de caoba, espejería y luminarias, veladores y divanes, elegante marquesina…, la gente refinada de Bilbao acudía al Lion d’Or (con su famosa tertulia de artistas y escritores locales); y la gente de paso, a La Granja.
De otra parte, la memoria de los bilbaínos que, por edad, pudimos conocer el Café La Granja en los años 60 y 70 desmiente una supuesta grandeur en este local. Carecía de un mínimo despliegue decorativo en muros de ninguna prestancia y mucho polvo; las sillas y mesas eran corrientes y cojas, los paneles separadores tenían una hechura básica de madera simple a menudo desportillada, desde los techos colgaban tubos de neón sin cobertores y tulipas blancas redondas, la iluminación, por tanto, resultaba fría e insuficiente, la barra era estrecha para el desenvolvimiento de los camareros, las columnas estaban forradas en su parte inferior por unas fundas de madera carentes de gracia, no se recordaba la última vez que habían recibido una mano de pintura las paredes y el techo, enjalbegados en ocres desvaídos y verdes turbios…
Sin temor a exagerar, puede afirmarse que el local resultaba lóbrego: menos hacia la plaza gracias a la luz que entraba por los amplios ventanales (S) y más hacia el fondo lindante con la estrecha y oscura Ledesma (N-NE).
La Granja era entonces, en pocas palabras, poco más que un establecimiento “de batalla” y escasa distinción, servían consumiciones de bajo coste y los parroquianos mostraban el aspecto de transeúntes desubicados. Un cliente podía pasar la tarde entera allí sentado con un café sin que los camareros ni, por supuesto, la presión de otros clientes le hiciera sentir que tenía que levantarse para desalojar mesa y silla. Para los años 70 el local había envejecido mal a partir de unas instalaciones hosteleras elementales y obsoletas.
Lo único realmente llamativo era la espaciosidad del local, los grandes ventanales a la plaza, las dos entradas/salidas en fachadas opuestas y la esbeltez -más intuida que constatada- de las columnas semi-forradas.
Sin embargo, algo dramático y memorable sucedió a principios de los años 80 para que hoy la mayoría de los bilbaínos lo recuerde de un modo muy diferente.
El 26 de agosto de 1983 Bilbao sufrió unas devastadoras inundaciones que asolaron el Casco Viejo y buena parte de su entorno. Las lluvias torrenciales y la marea alta hicieron que en muchos lugares el nivel del agua alcanzara los dos metros de altura. En otros lugares, sin llegar a tanto, las fuertes corrientes arrasaron todo lo que encontraron a su paso. Uno de estos locales perjudicados fue el Café La Granja.
Recuerdo con mucha precisión los detalles de los daños porque, precisamente, en aquellas fechas yo trabajaba como Asesor de Bellas Artes para el Departamento de Cultura del Gobierno Vasco. Entre mis tareas estaban las de examinar los lugares y edificios calificados con algún grado de protección histórico-artístico y evaluar los proyectos de intervención arquitectónica cuando en ellos se planteaba hacer modificaciones y reformas por el motivo que fuere. Consecuentemente, tuve que examinar y evaluar los proyectos de intervención en los locales comerciales del Casco Viejo bilbaíno y de todos aquellos lugares que, en virtud de su antigüedad o singularidad, el Ayuntamiento de Bilbao solicitaba al Gobierno Vasco informe preceptivo como medida cautelar. Tal fue el caso del Café La Granja. Por tanto, primero conocí cuál era el estado del establecimiento antes del desastre, después constaté el estado en que las aguas dejaron el local y finalmente examiné el proyecto de rehabilitación del mismo para su reapertura como cafetería.
En el acta notarial levantada el 16 de septiembre de 1983 por el notario José Mª Arriola a petición de Hostelería Vizcaína S.A., titular del negocio Café La Granja, se afirmaba, “bajo juramento y previa advertencia de incurrir, caso de no ser cierto, en delito de falsedad en documento público” que el inmueble reseñado “sus instalaciones, mobiliario y demás bienes han sido profundamente dañados por las gravísimas inundaciones sufridas los pasados días 26 y 27 de Agosto del presente año”. Existe documentación fotográfica explícita (aquí incluida) acerca de cómo quedó destruido el local y sus instalaciones: “reproducción fiel y exacta del estado en que quedaron dichos bienes como consecuencia de la citada inundación”. No es preciso realizar una descripción literaria; basta con mirar las imágenes. Cualquier atisbo de esplendor que pudiera haber tenido -aunque esa clase de brillo nunca hubo, al menos tras la guerra civil- quedó disuelto, desvanecido, destrozado o desaparecido. Como les sucedió a tantos otros negocios con motivo de aquel suceso, parecía el final de la actividad anterior, abriéndose paso hacia un futuro diferente…, el final definitivo o la reinvención.
Sucedió lo segundo: la reinvención. El grupo empresarial Hostelería Vizcaína S.A, titular de este negocio, así como de otros de la misma naturaleza -el Café Boulevard y el Café Iruña-, decidió dar comienzo a un modo nuevo de explotación comercial para este local.
En el caso del Café La Granja este nuevo modo implicaba re-imaginar el local con una magnificencia ornamental que, de hecho, nunca había conocido.
El proyecto de rehabilitación -no confundir con restauración– del Café La Granja en 1983-84 no se planteó como una simple habilitación del anterior uso del local. En cierto sentido, sus diseñadores (arquitecto Javier Ceberio, y aparejador José Antonio Fuente) y los promotores se propusieron “elevar” el nivel del café en su aspecto ornamental para equipararlo -o al menos acercarlo- a las espléndidas y originales ambientaciones de sus otros dos negocios-joya de aquel momento: el “art-decó” del Café Boulevard y el neo-mudéjar del Café Iruña.
(mañana continuará)