Javier González de Durana

Los argumentos para proceder a remodelaciones y/o ampliaciones de los actuales museos de arte son similares en cualquier rincón del planeta. Si comparamos las razones esgrimidas por el MOMA de Nueva York con las presentadas por el Museo de BBAA de Bilbao comprobaremos que se parecen como dos gotas de agua, a pesar de las enormes diferencias existentes entre ambos, tanto por su historia como por las colecciones que albergan y la escala de las ciudades donde se encuentran. Son semejantes también los motivos por los cuales algunas personas se oponen a que se produzcan tales remodelaciones y/o ampliaciones.
A favor se arguyen las necesidades de: (1) ampliar los espacios expositivos para la colección permanente y las muestras temporales, (2) mejorar y aumentar los espacios destinados a tareas internas técnicas (almacenes, talleres, seguridad, instalaciones de mantenimiento) y administrativas (despachos, salas de reunión), (3) reorganizar la circulación del público visitante para una más eficaz y directa comunicabilidad entre los diferentes ámbitos museísticos, y (4) mejorar y/o ampliar los espacios destinados a la atención y descanso del visitante (recepción/información, cafetería/restaurante) y a la comercialización de productos y servicios propios (tienda, auditorio, vestíbulo). Esos son los cuatro mantras que se repiten por doquier, casi siempre relacionando unos con otros, es decir, “ya que vamos a ampliar las salas de exposición cambiemos al tiempo la circulación entre ellas” o “puestos a reformar la tienda mejoremos también el acceso desde el exterior y el vestíbulo”. En general, las cuatro razones se pueden resumir en una sola: las colecciones aumentan y los públicos también, por tanto, las necesidades de todo tipo han crecido, apareciendo requerimientos y servicios nuevos, y las actuales instalaciones ya no sirven hoy para mantener la calidad de la visita y servirán aún menos en el futuro.
Los espacios “polivalentes” han surgido en los últimos tiempos como un tipo de lugar en el que tanto pueden caber algunas de las funciones antes mencionadas como cualquier otra iniciativa privada externa que, por imprevisible que sea, pueda ser acogida por su interés cultural o por un interés económico para el museo siempre que el asunto no entre en conflicto con la dignidad y el carácter de la institución y ocurra fuera del horario de apertura al público.
Recordemos que el Museo de BBAA tiene las siguientes proporciones espaciales: 41 % para salas de exposición para la colección propia y las temporales y 59 % para espacios auxiliares. Se quieren ganar 1.500 m2 para la colección y 2.000 m2 para las exposiciones temporales. El resto del espacio que se ganará, 4.500 m2, será destinado a funciones auxiliares. La nueva proporcionalidad se acercará a los estándares actuales al incrementar los espacios orientados a los servicios. En el principio de la historia de los museos prácticamente todo el edificio se destinaba sólo a la exposición de la colección permanente y muy poco a la gestión y mantenimiento. Eso ha ido cambiando con el tiempo y cada vez se destina más espacio a los servicios y la administración, pero sin que esto suponga detrimento o merma de los ámbitos expositivos.
En contra se suele decir: (1) que la escala del museo en relación con la ciudad en la que se ubica es la adecuada tal y como es, (2) que no conviene entrar por la senda del gigantismo innecesario y menos aún por la del espectáculo de la singularidad icónica, y (3) que la arquitectura histórica del edificio museístico (sobre todo si se trata de un Bien Cultural protegido, como es el caso del BBAA bilbaíno) se perderá, se alterará o quedará enmascarada con las nuevas presencias constructivas, de manera que el patrimonio monumental y la memoria sentimental de la ciudadanía se verán disminuidas.

Esto es lo que se razonó, más o menos públicamente, cuando se dieron a conocer las bases de la convocatoria-concurso en el que el Museo de BBAA está inmerso ahora. El hecho de que quien esgrimió estas argumentaciones («Coto cerrado», El Correo, Cartas al Director, 21 de marzo, 2019) fuera sobrino-nieto de uno de los dos arquitectos que diseñaron el edificio de 1945 no resta fuerza a su discurso -debido a la posible sentimentalidad- porque él mismo es arquitecto y porque es obvio que sucederá lo que anuncia, desde su opinión, como un mal. El asunto es si aceptamos que el museo quede en un estado y unas dimensiones físicas determinadas por considerarlas un bien patrimonial estático o admitimos que la arquitectura museística es simbólica, pero también herramienta de trabajo que hay que mantener actualizada, y valoramos esto como un bien cultural dinámico que añade capas de calidad arquitectónica en el transcurso del tiempo.
Algunas necesidades de reformas se perciben desde el primer momento en que se pone en funcionamiento un museo, aunque sólo se pueden llevar a cabo pasado cierto tiempo para no poner en evidencia errores de diseño y no continuar gastando en un edificio recién terminado. Tales fueron los casos de la tienda y el restaurante en ARTIUM y en el Museo Guggenheim Bilbao, que se concebieron en unos lugares que a sus respectivos diseñadores parecieron correctos, pero que al de pocos años fueron trasladados a otras ubicaciones más adecuadas a la vista del comportamiento real (no hipotético) del público. Por supuesto, algunas intervenciones arquitectónicas vienen a modificar aspectos que ya fueron reformados anteriormente, pero no funcionaron como se esperaba o perdieron su sentido.
Al margen de posicionamientos favorables o críticos hacia la reforma y ampliación actual del Museo de BBAA, escuchados y leídos en público y en privado, creo que algunos aspectos de las bases de la convocatoria restaban potencial al concurso. Así debe verse, por ejemplo, el que para optar a la participación final los criterios de preselección valoraran la realización previa de hasta cinco museos, haber obtenido hasta cinco premios internacionales, haber sido autores de hasta diez proyectos de gran envergadura, etc. Esto dejaba automáticamente fuera de la participación final a numerosos estudios de arquitectos jóvenes sin tanta experiencia acumulada, pero ricos en ideas y llenos de entusiasmo para los que este proyecto no sería un encargo más en una larga lista de realizaciones. Debido a esta formula, puede decirse que el concurso ha sido restringido, pero disimulando la restricción, pues en pura lógica los seis arquitectos que serían seleccionados habrían de pertenecer a la estirpe de los internacionales del máximo nivel y larga trayectoria. Como así ha venido a ser. Es lo que quería el Museo, sin duda.
Sin embargo, esta fórmula rompe con la tradición propia. Fernando Urrutia y Gonzalo Cárdenas, los arquitectos que concibieron el museo de los años 40, no habían construido ninguno antes de implicarse en éste y recibieron el encargo sin concurso previo. Álvaro Líbano y Ricardo Beascoa concibieron su primera ampliación a finales de los 60 sin haber participado en la realización de ninguna de esta naturaleza anteriormente y sin concurso. Luis Mª Uriarte a finales de los 90 tampoco, ni lo uno ni lo otro. Lo cual no fue impedimento para que concibieran edificios y ampliaciones que tenemos en la más alta estima.
Como señalaba la voz profesional que con más nitidez expresó la queja, “siguiendo ese pensamiento, deberíamos calificar como un gran error cuando se decidió que la Ópera de Sidney la hiciera un desconocido arquitecto danés llamado Jørn Utzon” y, sin perder el buen sentido del humor, terminaba razonando que, “puestos a exigir, podríamos empezar a pedir a los jugadores del Athletic que hayan jugado cinco finales de la Champions, al alcalde de Bilbao que haya sido presidente de la ONU, y al párroco de Begoña que haya dado cinco misas en Vaticano”.

Muy buen artículo y gracias por la cita. A ver si somos capaces de generar un poco de debate. Un saludo!
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Muchas gracias a ti, Andrés. Tu alegato fue impecable, pero el Museo deseaba otra cosa. Legítimamente. En efecto, a ver si enriquecemos un debate que cuesta sacar adelante. Aquí no se pronuncia ni Dios fuera de los bares.
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