Javier González de Durana
El próximo 10 de marzo, domingo, se cumplirá un año desde que Hubert de Givenchy falleció en París a la edad de 91. Desde su propia maison, fue un incondicional admirador y continuador de las ideas de Cristóbal Balenciaga, a quien en repetidas ocasiones calificó como «arquitecto de la moda». En consecuencia, visto desde esa perspectiva, Givenchy sería el heredero de sus planteamientos creativos al prolongarlos, a su manera, en el tiempo, más allá del propio Balenciaga. Así que Givenchy, arquitecto de la moda también y, simultáneamente, propietario de la arquitectura excepcional en la que vivía.
Givenchy fue, además, desde su inicio el Presidente de Honor de la Fundación Cristóbal Balenciaga e impulsor decisivo del museo existente en Getaria. Dado su ya delicado estado físico, a principios del 2013 Blanca Urgell, como presidenta del Patronato, y yo, como director del museo, fuimos a visitarlo a su casa parisina para presentarle el balance de actividades desarrolladas durante el año precedente.
Decir casa es quedarse corto, ya que se trata de un palacete urbano, el Hôtel d’Orrouer, situado en el 87 Rue Grenelle sobre una parcela probablemente de origen gótico (estrecha y larga) y organizada en tres secciones tras el elevado muro y portalón de cierre a la calle: un patio de carruajes con pabellón para el servicio a un lado, la construcción propiamente dicha y un jardín al fondo. El edificio fue erigido en estilo Régence por el arquitecto Pierre Boscry (1700-1781), hijo de Charles Boscry, constructor. El hotel, muy probablemente, fue una obra conjunta de los Boscry, padre e hijo. Tras estudiar en Italia, Pierre Boscry edificó en 1732 este hotel particular para Paul de Grive de Grossouvre, conde d’Orrouer o Ourouer. Entre 1730 y 1760 Boscry construyó bastantes palacetes semejantes por las calles Grenelle, Varenne (en el 27 de ésta se halla el Hôtel Matignon, residencia del primer ministro francés edificado 10 años antes que Orrouer, con el que tiene mucho que ver), Montfaucon, Mazarine, Cardinale, Pierre Leroux, Huchette, Prouvaires… Algunos todavía se conservan. El hotel se mantiene espléndido en su estado rococó original y las adiciones de los siglos posteriores -pocas y decorativas, ninguna estructural- se integran en el conjunto sin conflicto alguno.
Los espacios interiores conservan hermosas habitaciones con empanelados de madera diseñados por el reputado ornamentista Nicolas Pineau, con quien Boscry acostumbraba a colaborar: en la planta baja, la gran sala de estar y la antecámara, y en el primer piso, accesible por una espléndida escalera, los apartamentos y un salón octagonal. Pineau intervino también en la ornamentación exterior.
Un gran portal anuncia la presencia del palacete. Está enmarcado en cada lado por un pilar y una columna dórica que sostienen una cornisa curva con el intradós artesonado. La casa está en el centro de la parcela, conectada a la derecha con un ala perpendicular para el servicio. A la izquierda, una pared, simulando ser fachada se enfrenta a la real del otro ala. Al fondo del patio, el frente de la casa tiene 5 ventanales en cada nivel y se remata con un frontón triangular.
Hacia el jardín la fachada trasera se singulariza y ensancha, organizándose con nueve ventanales; la parte central se adelanta y redondea con vanos también redondeados. Esta sección adelantada se corona en el primer piso con un balcón de herrajes Régence y se remata por un frontón curvilíneo, muy inusual en París.
Lo que pudo parecerme más «fuera de época», por decirlo de alguna manera y en primera instancia, fue la colección de arte o, mejor dicho, parte de esta colección. Givenchy fue coleccionista, nada compulsivo, sino más bien selectivo por vía de sus afectos y amistades. Naturalmente, poseía obra histórica del XVII, XVIII y XIX, que venía a encajar adecuadamente con el entorno (bronces de Robert Le Lorrain, grabados y esculturas de François Girardon…), pero lo sorprendente es que también tenía una bonita colección de obras del siglo XX, incluidos un Joan Miró y un Mark Rothko comprado directamente en el estudio neoyorquino de pintor.
Aunque esas dos eran las piezas pictóricas de mayor singularidad, el conjunto más atractivo se hallaba sobre una alta pared del vestíbulo-recibidor completamente cubierta, de arriba a abajo, con varias decenas de obras realizadas, en medianas y pequeñas dimensiones, por Pablo Palazuelo, Luis Fernández, Eduardo Chillida, Georges Braque, Antonio Saura, Alberto Giacometti, Richard Mortensen, Jesús Rafael Soto, Jean Cocteau, Henri Matisse, Victor Vasarely, Jean Dewasne (…según mi memoria cree recordar) y otros artistas vinculados a las galerías de Aimé Maeght y Denise René durante los años 50 y 60.
¿Chirriaban estas obras en el dieciochesco ambiente? Pues puede sorprender, pero pasados unos minutos de contemplación parecía que hubieran sido realizadas expresamente para aquel lugar de casi 300 años. Nos paramos sorprendidos ante este inesperado muro, fuimos recorriéndolo con la mirada y reconociendo las autorías, mientras Givenchy sonreía encantado de que nos gustara su display. Le hice notar la coincidencia en Miró, Giacometti, Fernández y Cocteau, al menos, con la colección que tuvo Cristóbal Balenciaga e hizo un gesto que significaba «¡por supuesto, cómo no!» para reconocer después que «fuimos muy amigos de Fernández y Cocteau«.
El mundo de la Alta Costura a mediados del siglo XX resultaba contradictorio en muchos sentidos. Era moderno en siluetas, tejidos y cortes para vestidos de día, pero añoraba el aristocrático Antiguo Régimen en los diseños de noche y fiesta. Ofrecía la posibilidad de revivir el ensueño de un mundo elitista perteneciente a una época ya fosilizada al tiempo que satisfacía un brillo efímero en el presente mientras las sociedades occidentales se democratizaban y buscaban con ansia el futuro. Servía para adornar las sofisticadas vidas de las mujeres de propietarios de empresas e industrias que lideraban el mundo con modernas tecnologías, pero esos adornos eran posibles sólo gracias a la existencia de especializados y seculares oficios artesanales en vías de extinción.
Givenchy reunía en su persona y su casa algunas de esas características de lo contradictorio. Era moderno y cosmopolita, pero vivía en un palacete urbano del siglo XVIII. Coleccionaba arte de su época, pero confeccionaba algunas creaciones que evocaban las fiestas cortesanas del siglo XIX. La misma forma de disponer su colección de arte moderno en una de las paredes de su casa remitía a las «cámaras de maravillas» del XVII y XVIII, lo cual era coherente respecto a la arquitectura, aunque no lo era tanto respecto a la obra de arte en sí misma. Si Givenchy hubiese vivido en el apartamento de un rascacielos neoyorquino el Rothko hubiese sido expuesto en solitario sobre una pared, sin más compañía. Supo conciliar a Chardin y Rothko en su persona.