Javier González de Durana
A Mikel Gotzon Madariaga.

Por lo general, al hablar de «arquitecturas de firma» quien así lo hace se refiere a aquellos edificios cuyo diseño ha surgido del estudio de un arquitecto renombrado y con elevado prestigio. En bastantes de estos casos el sustantivo «arquitectura» suele tener tanta importancia como el complemento «de firma», pues el promotor de la obra no se conforma sólo con tener un edificio, por bien diseñado que esté, sino que busca ir acompañado por el prestigio profesional de quien puede impregnar de una notoriedad singular a lo construido. Para ciertos promotores no es lo mismo una buena pieza de arquitectura que una buena pieza de arquitectura de -digamos- Herzog&DeMeuron. En igualdad de condiciones, la bondad de ambas arquitecturas, aunque formalmente diferentes, debería ser la misma y, por tanto, indiferente para el promotor, pero el que -digamos- la marca Herzog&DeMeuron acompañe a la segunda opción aporta a ésta un plus de singularidad y, por lo general, de excelencia garantizada: un profesional no llega a esos niveles de reconocimiento sin haber dejado constancia de su valía en una buena serie de trabajos previos. No obstante, esto no quiere decir que los trabajos «de firma» sean siempre mejores que los que otros arquitectos de nombre poco o nada conocidos habrían podido concebir si se les hubiese ofrecido la oportunidad. Bien, en todo caso, estas son las que hoy entendemos como «arquitecturas de firma». En Bilbao disponemos de un buen catálogo de ellas.
Sin embargo, salvo excepción, normalmente esas arquitecturas no están literal y físicamente firmadas por el arquitecto que las ideó. En ningún lugar de los edificios aparece -o raramente lo hace- el nombre de quien asumió la responsabilidad de diseñarlos y fue contratado para ello. No suele hacer falta, pues cualquier persona mínimamente informada sabe que Norman Foster es el autor del Metro de Bilbao, qué edificio salió de la mente de Frank Gehry, cuál otro pertenece a Rafael Moneo, dónde están los que se encargaron a Arata Isozaki, etc. Pero es que, además de tratarse de datos muy conocidos, en arquitectura no existe la tradición de firmar los edificios, del mismo modo en que pintores y escultores sí firman sus obras. Vaya, no es lo mismo «arquitectura de firma» que «arquitectura firmada».
Hay varias razones que lo explican. Pinturas y esculturas pueden ser falsificadas, es decir, realizadas por una mano que no se corresponde con el nombre al que se atribuyen después y, por tanto, vendidas a un precio fraudulento. Así, la firma garantizaría la autenticidad de la obra de arte, aunque también la firma puede ser falsificada; de hecho, es más fácil imitar los rasgos caligráficos de una firma que pintar una buena obra según el estilo personal de un artista singular. Lo normal es que sólo el autor de una pintura o escultura -y su círculo de personas más cercano- pueda dar testimonio de que fue él o ella quien realizó la obra, una obra que habitualmente se crea en la soledad del estudio, sin testigos. Por tanto, en otras épocas dejarla firmada suponía una relativa prueba de autoría.
Todo esta especificación del nombre del autor comenzó en el Renacimiento, cuando pintores y escultores quisieron dejar constancia de su trabajo personal -a diferencia del trabajo artesanal, corporativo y colectivo de los gremios medievales- y la obra de arte se convirtió en una mercancía más de elevado valor económico en manos de la pujante burguesía. En todo caso, si en el siglo XVI pintores y escultores ya firmaban sus obras y se preocupaban de que su autoría fuese conocida, los arquitectos no lo hacían y también ellos venían de una tradición medieval en la que los edificios no se atribuían a un sólo individuo, sino a la colectividad, incluso a una colectividad a lo largo de generaciones.
Pero hay más. Mientras que pintura y escultura han sido obras resultado del genio o del trabajo singular de un sólo creador -aun y cuando éste tuviera taller en el que artistas menores y supeditados al principal también intervenían-, en el caso de la arquitectura la imprescindible colaboración de otros agentes, en paralelo a la del arquitecto, hacía difícil y poco comprensible que éste se arrogara la exclusiva autoría. Nadie le podía negar el ser artífice del diseño de una construcción, pero para que ese diseño se convirtiera en un edificio real se requeria la intervención de canteros, carpinteros, herreros, alfareros, estucadores, marmolistas, vidrieros, pintores, ornamentistas… Así, resultaría presuntuoso que quien tuvo la idea del diseño se atribuyera la totalidad de lo edificado. Además, los documentos contractuales ya dejaban claro de quién había sido la idea de la forma arquitectónica; imposible que alguien otorgara la autoría del diseño a quien no correspondía; la autoría era un elemento, el primero, entre los trámites contractuales configuradores de la construcción a realizar, registrado como un hecho administrativo. Item más, caso de ponerse a la venta, pocas veces el edificio tendría más valor de mercado por el hecho de que hubiese sido concebido por tal o cual arquitecto, como sí ocurría en los casos de tal o cual pintura dependiendo de quién la hubiera realizado.
Esta idea de que un edificio es una obra colectiva más que el resultado de la única y personal actuación del arquitecto es lo que ha mantenido históricamente a los edificios lejos de necesitar estar firmados, al margen de estarlo ya en los documentos relacionados con el encargo.
Sin embargo, a mediados del siglo XIX y como una moda procedente de Francia en las ciudades de Occidente empezaron a aparecer edificios que en sus fachadas dejaban constancia explícita de quién había sido el arquitecto autor de cada uno de ellos; firma y, a veces, fecha. Un tipo de afirmación signada como la de los pintores y escultores. El origen debe verse en una doble causa. Por una parte, las Ècole des Beaux-Arts subrayaron el carácter individual de la labor artística como una derivación romántica del genio con exaltación del individuo creador y el personalismo que traía aparejado. Los arquitectos, que hasta ese momento se habían considerado técnicos, se vieron arrastrados por ese deseo de proyección artística. En ello influyó, sin duda, por otra parte, la competencia que en el terreno de la edificación les estaban haciendo los ingenieros, quienes con las nuevas tecnologías a su alcance y los materiales constructivos aportados por la industrialización, realizaban obras mucho más originales y sorprendentes que las suyas. Entonces los arquitectos pensaron que si no podían ser tan técnicos como los ingenieros sí podían ser, al menos, más artistas. Y, así, entre el exhibicionismo personalista y la convicción estética, empezaron a firmar sus edificios.
Esa moda arraigó en Bilbao desde finales del siglo XIX hasta entrados los años 40 de siglo XX, medio siglo aproximadamente. De tal modo, en algunos edificios podemos ver plasmados los nombres de Severino Achúcarro, Ricardo Bastida, Manuel Mª Smith, Cecilio Goitia, Leonardo Rucabado, Pedro Guimón, Gonzalo Cárdenas & Anastasio Tellería y algunos otros más. En general, quienes sí firmaban sus edificios eran muchos menos que quienes no lo hacían. Seguramente, por una cuestión de pudor. Incluso entre quienes sí firmaban no siempre su nombre era plasmado en todos los edificios que proyectaban, sino sólo en algunos, es de suponer que en aquellos de los que sentían más satisfechos. Era frecuente que firmaran los edificios situados en las calles principales, pues como escaparate comercial eran los mejores escenarios y también porque al situarse en zonas urbanas ricas los edificios resultaban más llamativos y notables, como en los casos de la Gran Vía de Madrid y Bilbao. Los estilos arquitectónicos más connotados por esta circunstancia son los adscritos al «beaux-artisme», lógicamente, los modernistas, los neo-historicistas y, ya en menor medida, los art-decó y los racionalistas.
En muchas otras ciudades de España y Europa sucedió lo mismo. Con la llegada del racionalismo, es decir, a medida que la arquitectura se fue industrializando y perdiendo ornamentación «artística», esta práctica cayó en desuso y después de la 2ª Guerra Mundial desapareció por completo. Con posterioridad en muy escasas ocasiones un arquitecto ha puesto su nombre en la fachada de alguno de sus trabajos. La idea de que la arquitectura es una tarea colectiva en la que intervienen muchos profesionales tan imprescindibles como el arquitecto cuajó con firmeza.
Estamos en otra época y hoy agradecemos ver esos nombres plasmados en las fachadas. Nos sentimos informados cuando constatamos quién se encargó de diseñarlos, aunque resaltar sólo el nombre del arquitecto agrave el olvido de otros muchos profesionales que también hicieron posible los edificios, empezando por el promotor y el constructor.
Por ese motivo -información que deriva en conocimiento y cultura-, me gustaría que desde otros muchos edificios se me dijera quiénes los diseñaron. Estaría bien que el Ayuntamiento de Bilbao tuviera la iniciativa de instalar, con el beneplácito de las comunidades de vecinos, unas pequeñas placas cerca de los portales de los inmuebles de la villa mediante las que pudiéramos saber quiénes fueron los autores y en que años se concluyeron. Algo discreto que dijera, por ejemplo:
Henao 15
Arquitecto: Tomás Bilbao.
Proyecto: 1933-34. Finalización de obra: 1936.
Sin más, sin pretender explicar estilo o características… Sería una manera sencilla y económica de difundir el nombre y la obra de aquellos que concibieron las casas en que vivimos o por cuyas calles caminamos.
Hola Javier,
hace unos años, charlando con un profesor de la escuela de Barcelona, al tratar este tema establecía un paralelismo con la música, donde las obras, tras citar el tipo de composición y número de obra añaden al autor. Quizá el que esto sea así coincide con las razones que tú sugieres.
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El paralelismo es cercano a lo que sucede en arquitectura, Ander, en efecto. El compositor es personaje paralelo al arquitecto, es decir, autor de la partitura musical el uno y del diseño arquitectónico el otro. Sin interpretación de la partitura la música no existe; existe cada vez que se ejecuta, pero entre ejecución y ejecución sólo hay en las partituras una promesa de música, lo mismo en que los planos de un arquitecto existe una promesa de edificio. Sin embargo, salvo que se trate de una composición para un sólo instrumento y el ejecutante de la música sea el mismo que la compuso, el autor de la música y el ejecutante no suelen coincidir debido a que, en la mayor parte de los casos, para la ejecución se requiere de la intervención de otros músicos, una orquesta. Todos estos serían el paralelo al constructor en arquitectura. Cuando se trata de obras musicales grabadas, el nombre del compositor, por supuesto, figura en un lugar relevante, pero casi tanto como él tienen importante protagonismo el nombre de la orquesta que ejecuta la partitura y el del director de orquesta, quien jugaría el papel paralelo al del director de obra. Cuando se trata de interpretaciones en directo el nombre del lugar adquiere también relevancia significativa porque de alguna manera se asimilaría al del promotor de la construcción. La mayor diferencia reside en que un diseño de arquitectura se «interpreta» una sola vez y ahí queda (salvo el pabellón de Mies van der Rohe, en Barcelona), mientras que la música, siendo la partitura siempre la misma, es diferente cada vez que la interpretan orquestas distintas encabezadas por directores distintos. En definitiva, la distribución de la autoría en música queda más democráticamente repartida entre todos los intervinientes que lo que resulta ser en arquitectura.
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