Javier González de Durana

Como adelanto del libro de próxima publicación Downward Spiral: El Helicoide’s Descent from Mall to Prison (New York: Terreform/Urban Research, 2017), escrito por Celeste Olalquiaga y Lisa Blackmore, la excelente web de la Colección Cisneros. Arte e Ideas de América Latina dio a conocer el pasado 7 de octubre una interesante reflexión acerca del hundimiento de los que fueron construcciones y edificios paradigmáticos de la modernidad venezolana, genuinos iconos de contundente belleza y esperanzador porvenir. En concreto, la web reflexionaba acerca del chocante e infausto destino del llamado a convertirse en emblema de la audacia arquitectónica en la ciudad de Caracas: El Helicoide de la Roca Tarpeya, diseñado por los arquitectos Jorge Romero Gutiérrez, Pedro Neuberger y Dirk Bornhorst, como un centro comercial con recorrido en forma de espiral. Planteado como instrumento para el desarrollo de la escarpada Roca Tarpeya, una colina al oeste de la urbe, El Helicoide iba a tener una rampa de hormigón de cuatro kilómetros en doble hélice, con 300 tiendas, salas de exposiciones e instalaciones de entretenimiento accesibles por automóvil. El proyecto representó la efervescencia económica y cultural de los años 50 en Caracas, la cual atrajo visionarios internacionales de la arquitectura y el urbanismo, y se benefició del contexto estable y próspero producido por la combinación del boom petrolero venezolano de mediados de siglo y la dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez (1952-1958). Asimismo, la forma peculiar y el volumen monumental de esta estructura suscitaron gran admiración en EEUU y Europa, contribuyendo a la reputación de Caracas como una moderna capital.
Su construcción se detuvo definitivamente en 1961 y las rampas espirales de hormigón fueron olvidadas, dejando el edificio estigmatizado como otro proyecto faraónico más de una dictadura que había utilizado la arquitectura de vanguardia para proyectar una imagen moderna y positiva. Durante las décadas siguientes se hicieron innumerables esfuerzos, tanto privados como públicos, para recuperar a El Helicoide. Sin embargo, hasta la fecha el edificio sólo ha tenido dos usos de largo plazo. En 1975 el Estado venezolano asumió legalmente la interrumpida construcción y ordenó que fuera utilizada como refugio temporal para víctimas de las inundaciones de 1979, creando un asentamiento ad hoc que llegó a albergar unas diez mil personas que fueron desalojadas en 1982. Pocos años después, en 1985, el lugar se convirtió en sede de las fuerzas de seguridad del Estado y sitio de reclusión, principalmente para presos políticos.

Mirando a nuestro alrededor, he tratado de identificar alguna construcción que se halle en una situación similar. Es difícil, no fuimos muy proclives a formalismos demasiado atrevidos, pero algo hubo, y, desde luego, si tuviera que señalar uno, ahí tendríamos el Puente Colgante, aunque ocurriera muchas décadas antes de que la modernidad quisiera mostrarse como propaganda y anuncio de un porvenir de bienestar y abundancia con aspecto arquitectónico, lo cual sucedería más bien a mediados del siglo XX.
En Bilbao el caso más paralelo al de El Helicoide es otro. Atrapado entre un futuro funcionalmente superado y un presente de incierta viabilidad, el ascensor de Begoña o Mallona muestra las paradojas de un desarrollo moderno que, incluso en épocas de dificultad económica como fueron los años 40 en España, dio lugar a enérgicos atrevimientos constructivos cuyos finales eran impredecibles por inimaginables. En un presente tan acelerado como el nuestro, empeñado en olvidar el pasado sin importar los costos sociales, remontar la vertical ruta del ascensor ayuda a entender cómo el Bilbao tras la guerra civil se formó con intentos como éste para recuperar aires de eficacia y funcionalidad.
Me refiero ahora a esta soberbia construcción diseñada por el arquitecto Rafael Fontán (1943-49) con la colaboración del ingeniero de minas Javier Arisqueta, pero podría tratarse igualmente de otros hitos modernos cercanos a nosotros, como el pequeño kiosko de música de la Plaza de los Fueros en Barakaldo (José y César Sans Gironella, 1964, con la impagable colaboración de Félix Candela) o el gran parque de atracciones de Artxanda (José Luis y Mariano Ortega, Ricardo del Campo, José Luis Burgos y Juan Manuel Pazos, 1972-74). Estos diseños icónicos fueron socavados repetidamente por reveses coyunturales y un alto grado de precariedad, forzándolos a tomar cursos inesperados y convertirse en lo que Michel Foucault calificó como heterotopías: “otros espacios” en los que funciones opuestas a las originales y realidades híbridas convergen en el mismo lugar. Las múltiples secuelas de los procesos modernizadores desviaron -o abocaron a la desaparición- los destinos originales de aquellos hitos de la modernidad, los cuales se encuentran hoy en día en condiciones contrarias a su ímpetu futurista inicial, convertidos en espacios transfigurados, desaparecidos o dejados en el abandono.
El ascensor fue construido para aliviar la penosa subida de los 311 escalones de Calzadas de Mallona con que se salvaban 50 metros de desnivel entre cotas. Los planes del ayuntamiento consistían el propiciar el desarrollo de barrios en los alrededores de la urbe consolidada hasta entonces y la cornisa de Mallona, con sus laderas hacia Zurbaran y Begoña, era vista como un emplazamiento estratégico para acoger las oleadas de emigrantes que llegaban a Bilbao. Ya desde los años 20 y 30 esas alturas cercanas al viejo cementerio neoclásico vieron la construcción de inmuebles y barriadas que vaticinaban su futura expansión. Además, la fábrica de Echevarría, con la ampliación de sus pabellones, atraía diariamente a un número cada vez mayor de obreros que accedían a las instalaciones situadas cerca de donde desembocaría la pasarela del ascensor. Así, la iniciativa de construirlo unía las previsiones de crecimiento urbano con las necesidades de resolver una incomodidad topográfica que afectaba a un creciente contingente de personas.
La herramienta funcionó a la perfección durante décadas, además de proporcionar a la ciudad una airosa imagen futurista centrada, sobre todo, en la cabeza del elemento vertical y en el trazado quebrado de la pasarela. Era difícil imaginar que algún día una construcción tan útil, fiable y eficaz pudiera llegar a quedar inservible. No estoy seguro de que los bilbaínos de los años 40 apreciaran la estética industrial y maquinista del elemento, me parece que no, pero desde luego sí ha impregnado el imaginario de las generaciones siguientes como poderoso y definitorio tótem de nuestro horizonte urbano, aportando una monumentalidad no pretendida. La impregnación es tan honda que no resulta posible concebir el horizonte bilbaíno sin tal elemento o, dicho de otro modo, ¿alguien puede imaginar esta recia columna en otra ciudad, imaginarla en San Sebastián, en Santander, en Vitoria…? Es imposible, sólo se comprende en Bilbao, incluso como artefacto sin función útil alguna.
La energía ascensional que surge desde detrás de una convencional casa burguesa de finales del siglo XIX en la calle Esperanza (en contraste con el hormigón visto que envuelve al ingenio mecánico), la rítmica marcación horizontal exterior de los tramos del hueco espinazo, la plataforma de llegada arriba, curvada para lanzarse tímidamente hacia delante y con amplios ventanales para ofrecer el regalo del paisaje urbano, el remate con contracurva, configurando una especie de cabeza y rostro o puente de mando de ambiguo aire náutico, el desembarazo de proyectar la pasarela en diagonal a lo establecido por este adusto y descentrado obelisco tan nuestro…, todo refleja un carácter y una época esencialmente locales. Más mirador que faro, esta construcción es la cariátide en la que los bilbaínos nacidos a mediados del siglo XX nos vemos simbólicamente retratados.

“Ser modernos -escribió Marshal Berman en su esclarecedor Todo lo sólido se desvanece en el aire (1988)- es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos”. Subir o bajar -pero, sobre todo, subir- en el ascensor de Mallona prometía eso: la aventura de aparecer, tras salir de las oscuridades de la (calle) Esperanza, en medio de un lugar rodeado de aire y luz, un espacio-lugar ingrávido; el poder de dominar visualmente la ciudad ahí abajo con sus ruidos y tumultos; la alegría de llegar a un lugar despejado y limpio en cuya inmediación había campas rurales, un caserío con huertas, una bolera, un campo de fútbol, las ruinas de un cementerio emocionante, las arboladas inmediaciones de la basílica con olor a rosquillas de anís y churros fritos…; el crecimiento de una ciudad que se ensanchaba por sus laderas; la transformación de sentirse en un escenario completamente distinto del cotidiano sin haber abandonado éste…; por eso el ascensor de Mallona era moderno, no sólo por su técnica constructiva y diseño maquinista. Pero para serlo completamente le faltaba el capítulo que ahora ha llegado, el del cierre y cese de su función pública, la amenaza de su desaparición y, con ella, la anulación de una página de Bilbao que fue motor de progreso en tiempos de penuria.
La gran paradoja de la modernidad es que las creaciones burguesas -desde los edificios de viviendas hasta las grandes obras civiles, pasando por los muebles domésticos-, construidas con un sentido de orden y monumentalidad, se realizan para ser destruidas. Todo está hecho para pulverizarse, ser disuelto, para poder ser reemplazado una y otra vez, de nuevo, de forma monumental y más rentable; de modo que las construcciones de la burguesía, pese a su audacia y significación, como el ascensor de Mallona, son desechables y están planificadas para la obsolescencia y el reemplazo. Berman señalaba los ejemplos de la Quinta Avenida de Nueva York, el barrio del Bronx, joya del art-deco, o la periferia de Manhattan para encinturarla con autopistas. Berman creía que la burguesía destruiría el planeta si ello fuera rentable, de ahí que la calificase como la clase dominante más violentamente devastadora de la historia.
En definitiva, para Berman ser modernos es “experimentar la vida personal y social como una vorágine, encontrarte y encontrar a tu mundo en perpetua desintegración y renovación, conflictos y angustias, ambigüedad y contradicción: formar parte de un universo en el que todo lo solido se desvanece en el aire”. Todo menos, así lo esperamos, el ascensor de Mallona. Aquí dejo un enlace para que se vea cómo otras ciudades con laderas escarpadas cuidan ascensores semejantes al nuestro pero más modernos.
El Helicoide de la roca Tarpeya, en Caracas, y el ascensor de la colina Mallona, en Bilbao, subir y bajar, en vertical o en curvas, por dentro de una columna o por rampas, pero con un mismo destino: ¿la desaparición?
