/ Javier González de Durana /
El patrimonio arquitectónico y urbanístico merecedor de ser transmitido a las generaciones futuras, como ejemplo valioso de los valores constructivos, urbanos, domésticos, ambientales y artísticos de otras épocas, engloba una amplia diversidad de elementos y tipologías.
En los orígenes de la concienciación acerca del hecho de que en la ciudad existen valores que superan los intereses meramente funcionales de la vida cotidiana (viviendas, calles, tiendas…) o los representativos de los grupos e instituciones del poder político (castillos, iglesias, monumentos escultóricos…) fueron pocos los elementos tenidos en cuenta para su transmisión al porvenir. Se trataba de edificios y lugares en los que la riqueza económica había dejado su huella evidente en forma de construcciones notables bien por sus grandes dimensiones, bien por su destacado aparato decorativo o bien por ambas cuestiones: palacios y jardines, residencias veraniegas, teatros, hoteles…
Más tarde se pasó a considerar que la arquitectura habitacional y laboral también era merecedora de salvaguarda cuando los rasgos singulares del hacer artesanal o el diseño de los arquitectos revelaban una peculiaridad ‘sui generis’: caseríos, molinos, ferrerías…, inmuebles urbanos de pisos, hospitales, mercados… Más recientemente, las catedrales de la industria moderna y los hitos de las obras públicas han recibido en algunos casos semejante tratamiento. Y así, poco a poco, se ha ido creando hasta nuestros días una conciencia expandida en torno a la idea de que las sociedades se expresan con elocuencia a través de múltiples recursos constructivos, urbanísticos, ambientales, tipológicos, etc., al margen del renombre de las autorías y su empaque o singularidad más o menos evidente.
Esta apertura a elementos diversificados ha llegado en los últimos años incluso a lo casi inmaterial y a aquellos espacios que valoramos por motivos estrictamente simbólicos, por lo que representaron en algún momento para amplios grupos sociales, quedando prendidos con fuerza en la memoria sentimental de tales grupos, debido a su función orientada a algún tipo de servicio destinado a la comunidad e impulsado desde la iniciativa privada: cines, escuelas, locales comerciales… Su desaparición supone en muchos casos un desgarro emocional para quienes protagonizaron decisivos momentos de sus vidas entre las paredes de tales establecimientos.
El hecho de que ahora numerosos lugares de todo tipo y condición merezcan ser preservados para su transmisión al futuro -siempre que las evidencias existentes justifiquen el esfuerzo que ello representa- ha venido a plantear un problema que no sucedía con aquellos primeros edificios protegidos y que en la mayoría de los casos era de propiedad colectiva, puesto que desde lo público se protegía lo que ya pertenecía a ese ámbito y tenía una utilidad funcional activa: casas consistoriales, catedrales, teatros, universidades…
El asunto se complica cuando desde lo público se protegen bienes edificados privados a los que se imponen limitaciones de uso, de modificación, de ampliación, etc., aunque vengan acompañadas por incentivos y compensaciones. En parte de los casos, la relevancia del elemento a proteger resulta de tal consideración que la propiedad no sólo no se resiste a ello, sino que incluso promueve los expedientes administrativos para amparar y cuidar los bienes excepcionales que la historia y la fortuna han venido a poner en sus manos. En otros casos la relevancia patrimonial puede ser leve y estar ubicada en el imaginario individual. Todo depende de los vestigios existentes y de la fuerza agrupada en torno a las diversas experiencias individuales. En algunos de estos últimos supuestos, esa levedad inmaterial no es suficiente para justificar la imposición de limitaciones que estrangulen las posibilidades de evolución de un edificio, un local comercial…
Decimos que la ciudad es un órgano vivo que se desarrolla y cambia sus maneras de ser y actuar, adecuándose al paso de los tiempos. La preservación de sus señas de identidad es lo que dota de personalidad a cada ciudad. Debemos estar atentos, por tanto, a cuáles son las singularidades que nos caracterizan, qué mínimos de calidad y elocuencia debemos exigirles y, examinado cada caso (no valen reglas generales), determinar el grado de protección que se otorga al bien inmueble, los márgenes de actuación permitidos y las compensaciones que derivan de los límites impuestos.
En este sentido, podemos preguntarnos si el lavadero municipal de la Perla, en la calle Barraincúa, o la sala de fiestas Arizona, en la Gran Vía, no han sido ni son pequeñas señas de identidad para los vecinos cercanos ellas. El primero es un noble edificio con más de un siglo de historia (1888-98) diseñado por el arquitecto municipal Edesio Garamendi. El segundo, obra de Pedro Ispizua, ha permanecido en ese emplazamiento desde principios de los años 50 y su estampa ha aportado carácter (con forma y función) al segundo tramo de la principal arteria de la ciudad. Es cierto que ambas construcciones han sufrido modificaciones interiores, tanto en aspecto como en uso, pero en lo sustancial han mantenido buena forma física e inalterado aspecto externo. Ahora el antiguo lavadero, reconvertido en centro municipal del distrito de Abando-Indautxu, ampliará sus funciones y altura, al pasar de dos plantas y semisótano a seis plantas más sótano. Eso sí, conservará la fachada original sobre la que sobrevolará un nuevo cierre acristalado. La antigua sala de fiestas Arizona -también dos plantas y semisótano-, trasmutada hoy en bingo, será demolida para levantar un hotel de la cadena Catalonia.
¿Qué hace ese edificio ahí, usurpando la posibilidad de realizar un buen negocio? ¡Fuera con él! ¿Por qué no, si hasta la iglesia católica vende su residencia en la calle Ayala para que en su lugar se construya otro hotel? Salas de fiestas, residencias de curas… Trastos trasnochados de un Bilbao que no se reconoce en semejantes antiguallas. ¡Vengan hoteles, vengan tiendas de ropa barata, vengan personajes con glamour…! La industria siderometalúrgica fue una pesadilla demasiado larga, sucia y vulgar.
Los espacios comprendidos entre las paredes medianeras de los edificios colindantes en ambos edificios se colmatarán y las manzanas adquirirán un aspecto uniforme en sus alturas.

Estos hechos provocan que uno se pregunte para qué sirven grados y niveles de protección en ciertos edificios si llegado el momento esa protección no vale de gran cosa. Probablemente son razonables las dos actuaciones; por tanto, no parece que lo fue el que en su día se les considerara merecedores de cierto amparo.
En cuanto a lo que sustituirá a lo actualmente existente, los servicios técnicos del Ayuntamiento ya han diseñado la nueva edificación para esa calle Barraincúa, corta y acogedora, tan de barrio, de la que se han dado a conocer algunos detalles que aventuran un proyecto eficaz, económico e interesante. Ya lo comentaremos.
Más interesante aún es lo que cabe esperar de quien, como la cadena hotelera Catalonia, mantiene un significativo interés por rehabilitar edificios con un cierto valor histórico situados en el centro de las ciudades para instalar en ellos sus hoteles. En Barcelona, Madrid y Zaragoza adquirieron y rehabilitaron edificios catalogados como Monumentos Históricos, construcciones modernistas, palacetes de estilo neoclásico, edificios de los siglos XVIII y XIX… Las ocasiones en que la cadena Catalonia ha contratado arquitectos para concebir edificios de nueva planta ha contado con equipos profesionales como el francés Ateliers Jean Nouvel, el catalán Ribas&Ribas o la ibicenca Frauke Halberscheid, todo lo cual autoriza a abrigar grandes esperanzas en la elección que haga para Bilbao.
La Gran Vía de Bilbao siempre acogió edificios adscritos a las tendencias dominantes de sus respectivas épocas, desde las pioneras de Severino Achúcarro en la Plaza Circular en 1886 hasta la sede de Babcock & Wilcox (arqs. Álvaro Líbano y José Luis Sánz-Magallón) en 1956. La línea se torció durante los 80, cuando empezaron a diseñarse aspectos visuales que trataban de imitar el pasado, por ejemplo, la sede de la BBK en Gran Vía 30 (un buen proyecto de Ramón Losada y Elías Más con una envolvente equivocada, pero -a buen seguro- requerida por el cliente) o el 35 de la misma Gran Vía, donde una interesante fachada modular (muy op-art) ideada por el arquitecto Ángel Gortazar Landecho en 1967 fue modificada para adoptar arcos, miradores y ventanas retro-convencionales en 1983 (silenciaré los nombres de sus autores). Lo chocante es que estos proyectos de apariencia equívoca poseen unos espacios interiores y unas estructuras inequívocamente actuales; sólo lo que se vierte al espacio público de la calle es donde se manifiesta la debilidad nostálgica. Hagamos votos para que Catalonia no nos imponga un robert krier al estilo poble espanyol.
Porque uno de los riesgos que ha empezado a correr la autenticidad del patrimonio es lo que podríamos denominar como “parquetematización” histórica, una suerte de “disneylización” de épocas pasadas, es decir, la creación ex novo de ambientes, decoraciones y arquitecturas que, mostrando un aspecto añejo, ejecutados con calidad y verosimilitud, sin embargo, son de reciente creación con el objetivo de dar a luz una imagen real pero falsa. Esta tendencia busca el establecimiento de atractivos -a veces de naturaleza turística, otras veces para alimentar la nostalgia- que movilicen y satisfagan un concreto sector económico, y se inscribe en la línea de la no-verdad tan propia de los actuales tiempos. De las tabernas irlandesas perfectamente ambientadas con el sabor de principios del siglo XX donde antes hubo tiendas propias de su tiempo y de su sociedad se ha pasado a edificios adornados con balcones y miradores que ya estaban pasados de moda en la época de nuestros abuelos. Al menos, el Poble Espanyol de Montjuic, siendo un invento, no pretende engañar a nadie.
Una sociedad poco exigente se conforma con estas máscaras teatralizantes, dándolas por buenas cuando se pretende poner fin a un bien patrimonial genuino. Se empieza derribando el interior de un edificio histórico para mantener sólo su fachada y se termina demoliendo todo el inmueble porque la fachada la levanta de nuevo el promotor de la obra con la misma imagen o incluso, si se quiere, con una imagen “mejorada”. La arquitectura genuina, sus estructuras portantes y la organización de los espacios interiores de tales inmuebles pasan a considerarse valores de segundo orden frente a la fuerza de la máscara, de lo inmediato visible. Así no se crea el patrimonio arquitectónico que el futuro valorará de nuestra época.
Las intervenciones sobre el patrimonio histórico en general y sobre el arquitectónico en particular han sido objeto de debates intensos ya desde finales del siglo XVIII cuando se empezó a practicar la denominada “restauración consciente”. He participado en este campo de la rehabilitación tanto desde la práctica del proyecto como en labores de catalogación para la Administración. Y tengo que constatar que es una labor tan apasionante como frustrante, donde (coincido totalmente contigo) no es recomendable establecer normas ni criterios generales ya que cada edificación posee una casuística particular en cuanto a sus posibilidades de recuperación histórica y artística, la reparación de los daños sufridos por el paso del tiempo y los nuevos usos que pueda soportar. Es un tema complejo en el que el sentido común y la buena práctica profesional deberían primar por encima de grandes planteamientos globales y de teorías restauradoras que polarizan las actuaciones.
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Muchas gracias por tu comentario, Bernardo. En efecto, este es un tema permanentemente debatido desde sus inicios hasta ahora y lo seguirá siendo en el futuro porque el pensamiento sobre el patrimonio histórico va a continuar evolucionando y presentando criterios diferentes de los actuales, del mismo modo que los actuales son distintos de los de hace un siglo. Las nuevas maneras de abordar la rehabilitación del patrimonio van a generar debates y a traer posicionamientos confrontados en cada generación , lo cual es beneficioso y enriquecedor. A las discusiones habituales sobre si las ideas actuales son mas convenientes que las anteriores se unirán aspectos nuevos referidos a la arquitectura de nuestro tiempo actual, que en el futuro será arquitectura histórica y (alguna parte de ella) patrimonialmente valiosa. Ayer, precisamente, estuve en Tenerife participando en una mesa redonda sobre la posibilidad de rehabilitar Ten-bel, una urbanización de principios de los años 70, de los arquitectos Javier Diaz Llanos y Vicente Saavedra, que fue un ejemplo extraordinario de ciudad de veraneo y que hoy se halla bastante degradada. A pesar de ser un magnifico testimonio de una arquitectura y un urbanismo especificos de una función y una época, merecedor de ser preservado, no hubo unanimidad acerca de si convenía dar vía libre a la entropia o intentar algo por difícil que sea.
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