Olafur Eliasson: la cristalización del subsuelo

/ Javier González de Durana /

El pasado 3 de octubre se presentó la obra que Olafur Eliasson ha concebido para el primer tramo de la calle Iparraguire por encargo del Ayuntamiento de Bilbao en alianza con el Guggenheim Bilbao Museoa. Beneath Bilbao, the curious planet es una instalación permanente constituida por siete nichos de geometría romboidal con luz, espejos, vidrio y metales en cuyo fondo hay piedras de diferentes naturalezas (importantes, según dicen, para la industria y minería locales). Su caleidoscópico efecto gustará mucho a los turistas, a la infancia y a aquellas personas que normalmente no se interesan por el arte contemporáneo. En la calle, a lo largo del espacio urbano, al borde de las aceras y a ras de suelo, decenas de miles de personas ya la han contemplado-fotografiado…, y serán muchísimas más.

A mi también me gusta, es una pieza bonita, basada en la idea de considerar el subsuelo sobre el que se levanta la ciudad como un mágico territorio de fuerza tectónica que atesora joyas geológicas, en vez de un gigantesco intestino de tuberías, cables y alcantarillas. Su visión me recordó este párrafo de Ernst Jünger (Pasados los setenta I): «La sustancia se torna transparente, es inundada y atravesada por olas de luz cósmica. Es un milagro. Pero también es un milagro que el carbono, bajo la presión telúrica, cristalice en diamante». Se trata de una instalación discreta, apenas perceptible a pocos metros de distancia, pues el paseante se da cuenta de ella cuando casi está ya pisándola. No es ostentosa ni apabullante, como la mayor parte de la mala escultura pública; se despliega a lo largo de una enorme extensión urbana, pero no lo parece. No quiere añadir retórica visual al espacio de la ciudad, se conforma con puntualizar con tacto y mesura media docena de pequeños lugares. Se trata de una obra sensorial, en la que el movimiento, la interacción, la contemplación y el tiempo son factores determinantes para su completa aprehensión. Me pregunto cómo será su mantenimiento, limpieza y conservación…

Es sorprendente la evolución de la escultura moderna en cuanto a su posicionamiento visible en el espacio público: hasta principios del siglo XX se instalaban sobre peanas o pedestales; desde mediados de ese siglo la peana desapareció y la escultura bajó al suelo o subió a los muros; ahora sigue su descenso y ya penetra en el suelo. Esa idea de sumergirse escultóricamente en las entrañas de la tierra ya fue utilizada por Cristina Iglesias en el faro de la isla de Santa Clara en San Sebastián.

Al tratarse de una colaboración entre el Ayuntamiento y el Museo la obra no se halla dentro de éste, sino en las inmediaciones de la vía urbana que directamente conduce al Museo, en su órbita. Para Eliasson esto no ha supuesto ninguna dificultad, pues algunos de sus trabajos consisten en introducir en el espacio expositivo convencional lo que por naturaleza se ubica fuera de él (una cascada de agua, un planeta solar, un muro cubierto de musgo, una cortina de niebla…) y, por el contrario, en sacar al exterior de las salas museísticas lo que por norma debería mostrarse en ellas, esto es, objetos artísticos. En otras palabras, traslada el arte, frecuentemente relacionado con la luz y el color, hacia el mundo exterior y el mundo exterior hacia el ámbito del arte, estableciendo porosidad entre ambos: el arte y la ciencia, el arte y el proyecto social o educativo o arquitectónico… o urbano. Y, así como en Bilbao ha sacado a la calle una suerte de preciosos cofres para ver las rocas del subsuelo, quiero recordar ahora un trabajo anterior de Eliasson mediante el que introdujo en un museo no ya sólo unas rocas, sino toda una ladera volcánica con río incluido.

Riverbed (2014) fue una instalación de cerca de 600 metros cuadrados concebida para el Louisiana Museum (Humlebaek, Dinamarca) con la que llenó los espacios blancos del museo con un paisaje gris y rocoso a través del cual serpenteaba un arroyo. El paisaje, formado por piedras volcánicas de distintos tamaños, tierra y arena, procedentes de Islandia, en una gama de tonos grises y negros, basálticos, ascendía suavemente desde el punto de entrada de los visitantes, donde el arroyo desaparecía, hasta casi tocar el techo en una de las salas, donde el curso de agua brotaba burbujeante. Los visitantes eran libres de elegir su propio camino sobre aquel jardín lítico, el cual también podía ser visto como un posible deslizamiento de tierra. El contraste entre esos caminos completamente nuevos y las rutas sugeridas por la arquitectura del museo desafiaba las expectativas de los visitantes, los invitaba a encontrar formas nuevas de moverse por el espacio y a sentir la experiencia estética como algo más que el mero encuentro entre el visitante y las obras de arte ubicadas en el piso o las paredes. Resultaba inevitable pensar en el rol del museo como «contenedor» de obras, su visión curatorial, su política de conservación, sus dispositivos de montaje y el papel que cumple (o puede cumplir) frente a otros espacios de exhibición en la generación de experiencias vitales para el visitante, quien caminaba por aquel paisaje interior sin horizonte ni luz natural, deteniéndose para coger una piedra aquí, tomar la temperatura del agua allá, dejar la huella de su pisada en la suave tierra, mirar, contemplar y, definitiva, dejarse envolver. Comparado con la brutal radicalidad de Riverbed, lo de Bilbao es amable ornamento. No podía ser de otra manera.

Si consideramos aquella instalación como una obra escultórica, sus materiales no eran sólo las rocas, la tierra, el agua y las galerías, pues también incluía el movimiento de los visitantes a través del museo, ya que sus cuerpos y pies, al atravesar los espacios del museo, se adecuaban a las circunstancias topográficas del lugar. El recorrido no era un medio para ver la obra: constituía la experiencia real de la obra.

La instalación le daba la vuelta a la tradicional relación entre la obra de arte y el museo. Mientras que el museo por lo general actúa como un «contenedor», un marco alrededor de las obras expuestas, la obra en este caso estaba exponiendo al museo, el trabajo se convertía en parte de la arquitectura y la arquitectura en parte de la obra. El contenido de la exposición no era el paisaje con el río, como formas singulares, sino la situación nueva y específica que emergía de la comunión entre museo, obra y visitante.

Estas obras en las que Eliasson presenta materiales naturales -rocas, hielo, agua, moho- en el espacio expositivo casi de manera virgen (o con una mínima intervención por su parte), evocan la seminal instalación de Walter de Maria, The New York Earth Room (1977), al llenar las habitaciones de una galería de arte con toneladas de tierra -lo que convirtió, de hecho, en inaccesible el espacio-, ofreciendo una estética de contemplación -desde la puerta de acceso de la galería-; pero lo que quería lograr Eliasson con Riverbed no era sólo miradas atónitas desde el borde de la situación, sino experiencias personales inmersas en la situación misma.

La ladera rocosa de Olafur Eliasson en Riverbed, por una parte, fascinaba por una peculiar textura que parecía traer el alma nórdica, espacio entre psicológico y geográfico, que se resuelve en sensibilidad herida a su (peculiar) manera y, por otra parte, evocaba simultáneamente otros futuros posibles: sequía y nueva vida, destrucción apocalíptica y el comienzo de un mundo nuevo. En última instancia, creaba un entorno artificial para la toma de conciencia sobre el valor y la fragilidad del paisaje real que nos rodea. Con las rocas de Bilbao sugiere que cierto primigenio sustrato geológico de fondo permanece ahí, bajo nuestros pies, envuelto por una virginal cristalización, y que un nuevo comienzo (mejor) siempre es posible…, a no ser que ese sugerir, en realidad, signifique «imaginar una vana quimera como sueño de enfermo» (Horacio).

4 comentarios sobre “Olafur Eliasson: la cristalización del subsuelo

  1. Solo un pequeño detalle: En una calle con pocos árboles y con algunas grandes macetas en su sustitución, han eliminado árboles recién plantados tras la remodelación, para aligerar el entorno de alguna de las instalaciones; en una ciudad en «emergencia climática».

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    1. Cierto, Pedro, yo también he comprobado que algunos árboles jóvenes han sucumbido, supongo, al compás de las obras necesarias para instalar la obra de Eliasson. Espero que serán sustituidos por otros árboles pronto. Lo de las grandes macetas es un paliativo verde bastante vulgar, no por lo verde, sino por la maceta.

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  2. Estimado Javier,

    He tenido una reacción contradictoria al contemplar la obra de Olafur Eliasson en la calle Iparraguirre. Creo que necesitaría muchos párrafos para explicarlo, pero sobre lo que apuntas «Me pregunto cómo será su mantenimiento, limpieza y conservación…», me basta con un adjetivo, LAMENTABLE, al menos el día que me acerqué a ver la instalación «Beneath Bilbao, the curious planet».

    Besarkada bat.

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