Javier González de Durana


Se ha visto últimamente en diversas ciudades que algunos artistas muestran sus trabajos en los escaparates de locales comerciales con actividad abierta al público. El uso de estos espacios por parte de artistas muestra aspectos positivos y negativos. Entre los positivos se halla la posibilidad de enseñar a un público muy abierto y enorme -el que pasa por la calle- unas obras que si no fuera por ese recurso no serían vistas, quizás, por nadie. El espacio no es el adecuado, sin duda, ni por dimensión ni por acercamiento físico, pero ofrece alguna visibilidad. Cuando las opciones son no tener ninguna visibilidad o tener esa, se puede entender que algunos artistas, sobre todo los que comienzan, la acepten con resignación. Con ello el propietario del local comercial demuestra su amistad, solidaridad o cercanía con artistas que no tienen otro modo de divulgar sus trabajos, cediendo un espacio-vía de comunicación que es funcional para mostrar sus propios productos, aquellos que podría vender a esa misma gente que, al pasar ante su local, no observa lo que vende, sino lo que presenta el artista. Entre los negativos está, sobre todo, que el mundo galerístico privado, donde en pura lógica deberían ser presentadas las obras artísticas contemporáneas, está en fase de derrumbamiento y el museístico público, obligado a promover y dar a conocer las aportaciones creativas más interesantes del momento, no puede atender a todos aquellos que quisieran acceder a sus instalaciones. Entre las perversiones de este modo de actuar está también que la obra de arte en un escaparate quede relegada a un nivel decorativo u ornamental.
No sé si lo mismo sucedía en otras ciudades, pero en Bilbao a finales del siglo XIX, los escaparates de tiendas de mobiliario y decoración eran los únicos lugares donde los pintores podían exhibir sus trabajos, ya que no existían galerías ni museos. De hecho, la primera polémica pública sobre la pintura impresionista en España tuvo lugar en agosto de 1888 a raíz de la presentación de una pintura de Adolfo Guiard, El aldeano de Baquio, en la cristalera del comercio «Au Monde Elegant».
Para un artista con cierta trayectoria, mostrar obras en un escaparate comercial es algo peyorativo y esto se entiende, pero, como digo, no siempre fue así. Por el motivo que menciono en el último párrafo, quisiera recordar ahora a la escultora y decoradora Janine Janet (1913-2000), quien en los años 50 y 60 ocupó con sus creaciones los escaparates de la boutique que el modisto Cristóbal Balenciaga tenía en el número 10 de la Avenue George V, de París. El couturier vasco tuvo la iniciativa de retirar sus indumentarias de la vista del público callejero y sustituirlas por las barrocas y alucinantes creaciones de la artista francesa.
Balenciaga no necesitaba mostrar sus productos acabados a las posibles compradoras, puesto que éstas acudían a él para encargarle la realización de sus deseos. ¿Qué sentido podía tener el mostrar sus creaciones a un público callejero que ni se las había solicitado ni podía permitirse, en su inmensa mayoría, el precio que costaban? ¿Para qué exhibir lo realizado si esto era siempre resultado de la petición previa de una clienta que se llevaría a su casa el vestido o traje una vez estuviera hecho a su medida? En un primer momento pensó que los escaparates le servirían para mostrar sus perfumes, Le Dix, La Fuite des Heures, Quadrille…, pero pronto cambió de idea. En vez de mostrar sus creaciones al paseante, lo que en cierto momento llegó a considerarse vulgar, Balenciaga tuvo un original gesto: regalar a la gente que pasaba ante su local la contemplación de otras sugerentes obras de arte, las composiciones escultóricas de Janine Janet. Esta artista había trabajado con anterioridad -y más tarde también- como decoradora escaparatista para otros modistos de Alta Costura (Lanvin, Dior, Givenchy, Balmain, Ricci, Hermés…), pero fue Balenciaga quien le pidió que mostrara sus esculturas, en vez de encargarle que sólo acondicionara o arreglara escenográficamente el escaparate.

En sus inicios, en la década de 1940, Janet producía biombos, pintaba muebles y composiciones murales para personas adineradas, pero fue en la escenografía de los escaparates donde mostró su verdadero talento. Es parte de una escuela de creación de escaparates excepcionales, que Leïla Menchari continúa hoy con sus escaparates esquineros en la boutique Hermès en Faubourg-Saint-Honoré. Para Christian Dior y la diseñadora de zapatos Emeraude, Janet imaginó durante la década de 1950 muestras en forma de microarquitecturas. Pero con Balenciaga llegó más lejos, pues éste prefirió exhibir una puesta en escena decorativa, reflejando su concepción del lujo exclusivo. Abandonando las instalaciones efímeras, Janet le diseñó esculturas reales, componiendo náyades en rocalla, bustos de madera erizados de clavos, unicornios de cristal y textil… Sus obras combinan animales, plantas y humanos al inventar un universo híbrido y fantasmagórico. Con virtuosos juegos de transposición y acrobacias plásticas, lograba ensamblar unos materiales con otros.
Las obras creadas expresamente para Balenciaga por Janet a partir de 1952 eran herederas de un surrealismo preñado de barroquismo y acentos exóticos, en lo que debe entenderse como una reacción contra el frío y seco racionalismo moderno. Ejecutadas con materiales nobles, piedras preciosas y delicadas plumas, sus obras eran el emblema perfecto para un mundo de fantasía y sofisticación que quedaba refugiado tras él, que indirectamente sugería lo lujoso. El arte de Balenciaga se replegaba a la intimidad de las personas y cedía el protagonismo de la visibilidad al arte de una escultora y escenógrafa reconocida.

Janet trabajó en la ambientación de la película de Jean Cocteau El testamento de Orfeo (1959), a la que proporcionó esbeltos centauros guardianes y arrogantes mujeres-esfinge con orejas de murciélago y alas de cisne. Le gustaba mezclar partes de hombres y mujeres con partes de animales o vegetales y así crear un universo de seres míticos, como dioses de civilizaciones desaparecidas (esfinges negras con bellos rostros de mujer, mujeres de piel oscura con alas doradas hechas de cristales mineralizados, y pezuñas en lugar de pies, o náyades con cabelleras realizadas a base de rocalla y corales blancos o rojos…), y cuerpos de hombres metamorfoseando en árboles o, al revés, troncos de árboles transfigurados en esbeltos titanes. También utilizaba elementos como conchas de bivalvos (mejillones, almejas…) para construir extraños personajes figurativos. Un mundo híbrido y fantasmal, pero evocador de un lujo quimérico. Sus pinturas estaban pobladas de dragones flamígeros, ángeles luminosos, aves del paraíso, seres submarinos, pavos reales y soles negros. Un mundo de ensueño a mitad de camino entre los cuentos de hadas y las leyendas sobre supuestos reinos ancestrales ya desaparecidos. El conjunto de su obra puede interpretarse como un homenaje particular a la Bella y la Bestia.

Balenciaga tenía en alta estima su trabajo y, si bien renunciaba a utilizar los escaparates en su beneficio, no dudaba en mandar fotografiar a las modelos con sus vestidos posando ante ellos, como telón de fondo para mujeres reales y cercanas, en contraste con las ambiguas y misteriosas figuras de Janet.
Los dibujos y acuarelas reproducidos en esta entrada son bocetos, apuntes y aproximaciones a ideas visuales, algunas de las cuales se materializaron mientras otras no lo fueron. Dicho material formaba un lote de doscientos veintiséis trabajos de Janet que se pusieron a la venta en París el pasado 23 de junio por Metayer Maison de Ventes aux Encheres. Estos objetos y otros muchos más procedentes del taller de Janine y su marido, el pintor Jean-Claude Janet, salieron a subasta el 17 de abril de 2009 en Arcane Encheres. Todos los trabajos se conocieron con motivo de su venta.

