Snøhetta-Foraster: Museo de Bellas Artes (VI).

Javier González de Durana

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«Calles de Bilbao, / arriba y abajo, / de la ría al monte, / algunas rectas, / las más torcidas, / (…) / plazas redondas, / alamedas anchas, / vosotras / a mí / me traéis / a la memoria / mi viejo propósito, / lo que quise hacer una vez / y nunca / he hecho».

«Bilbaoko kaleak, / gora eta behera, / errekatik mendira, / batzuk artezak, / gehienak zeiharrak, / (…) / plaza biribilak, / zumardi zabalak, / zuek / niri / gogora / ekarcen didazue / nire asmo zaharra, / behin egin dahi ukan nuen / eta / inoiz egin ez dudana».

Gabriel Aresti, «Calles de Bilbao / Bilbaoko kaleak», en Euskal Harria.

Entre los seis equipos seleccionados para hacer propuestas sobre la ampliación del Museo de Bellas Artes sólo uno, Snøhetta-Foraster, incluye en su texto la mención a un autor literario: Italo Calvino. Conocido el vínculo que el escritor italiano tuvo con la imaginación de ciudades fantásticas y poco verosímiles, cabría esperar que la propuesta del equipo noruego-bilbaíno incluyese algo cercano a una utopía arquitectónica, una ficción constructiva de compleja y suma extrañeza, como procedente de un mundo aún no nacido o, por el contrario, de una civilización muy remota. Sin embargo, no es así; al contrario, la suya es probablemente la propuesta más pragmática y asentada en la lógica y el sentido común de entre todas las presentadas. Se diría que se produce la siguiente paradoja: si alguien presenta un proyecto «marciano» sus textos se mostrarán llenos de realismo ponderado y las soluciones vendrán justificadas por su estricta utilidad y sensatez; sin embargo, aquel que toma como fuente de inspiración a un autor tan soñador y visionario como Calvino es quien se presenta con ideas museísticas prudentes y juiciosas.

Prefiero este segundo modelo porque, sin negar de dónde parte, es más, señalando exactamente quién le ha motivado como impulso creativo, es capaz de poner los pies sobre la tierra después y acomodar la fabulación explosiva del inicio al necesario empirismo aliado con la mesura y el cálculo. Por contra, quien fantasea formalmente y elabora un gesto alucinante parece que se ve obligado a decir: «bueno, en fin, esto va en serio, lo tenemos muy meditado; no hay locura alguna, quizás sólo audacia, pero dentro de la sensatez».

Por eso, iniciaba yo mi comentario sobre Foster-Uriarte con una cita de, precisamente, Italo Calvino, para poner en correlación su propuesta con la fuente literaria que me parecía más cercana. Sin embargo, para el planteamiento de Snøhetta-Foraster creo más oportuno volver la mirada a la poesía, melancólica y realista, de Gabriel Aresti con su austero -casi calvinista- sentir sobre este Bilbao situado entre la ría y el monte.

Tengo la impresión de que haber creado una imagen tan poderosa para el espacio delantero del museo -con la musa de Arriaga en el eje de la puerta, enmarcada en un estanque de agua, más dos pequeños bosques de árboles a ambos lados- puede haber perjudicado al resto del proyecto de Snøhetta-Foraster, quienes han elaborado un preámbulo espectacular con lo más sencillo y que, además, ya tenían al alcance de la mano, simplemente reordenando las piezas, sin embarcarse en creaciones de fastuosas y/o pretenciosas formas.

Un arranque como éste, que deja sin aliento, provoca el deseo o la esperanza de que lo que siga a continuación para el interior del museo se mantenga a la misma altura. Y lo hace, aunque puede no parecérselo a un observador poco atento; de ahí que mencione el posible perjuicio. La diferencia se halla sólo en la función que desempeñan los dos núcleos de actuación exteriores -jardines delanteros y construcción en la plaza Arriaga-, pero el concepto que los guía es el mismo; de hecho, uno es consecuencia del otro.

La de Snøhetta-Foraster es una de las actuaciones más respetuosas con las preexistencias, incluida la de 2001, no en vano José Ramón Foraster fue entonces parte del equipo liderado por Luis Mª Uriarte, y ese respeto se extiende a las funciones que hasta ahora han acogido cada espacio interior. Su plan se centra en ocupar la plaza Arriaga con un volumen dentro del cual se habilitarían tres salas de exposiciones en tres niveles (PB +2). Estas salas, de planta rectangular conectarían los niveles bajo y primero de los edificios de 1945 y 1970, desarrrollándose una tercera sala en un nivel más elevado, por encima de las cornisas de los edificios colindantes. El espacio de la plaza Arriaga no ocupado por este volumen sería el vestíbulo cubierto, al que se abriría la galería de columnas, con una altura equivalente a la del volumen construido y en él se encontrarían los servicios de atención al visitante, las escaleras y ascensores, etc., configurando un espacio de generosa y diáfana amplitud para la celebración de eventos sociales.

El resultado de esta ocupación es que la escultura de Paco Durrio quedaría desnaturalizada en ese lugar cerrado, ya que la pieza exige estar al aire libre. Para evitarlo y no disminuir su protagonismo se traslada al frente del museo para que sea la primera obra de arte que vea el visitante en su camino hacia la histórica entrada recuperada. Puesto que permanece en un espacio exterior, se hace necesario el estanque de agua para proteger el monumento de posibles vandalismos, lo que no sería necesario si, como en las otras propuestas, se quedara en el nuevo vestíbulo. Para acomodarse al espacio disponible, dicho estanque sería más pequeño que el actual y de planta trapezoide. No hay que inventar esculturas ni lagunas para llamar la atención del posible visitante del Museo Guggenheim Bilbao, los elementos necesarios ya están ahí.

Estos jardines delanteros tendrían otra doble afección: por una parte, las escalinatas delanteras desaparecerían y, para ajustarse a la normativa de accesibilidad, cuatro caminos conducirían a la puerta (dos por los laterales del estanque, otros dos colindantes a la fachada). Los dos parterres entre caminos a derecha e izquierda acogerían bosquecillos con un tipo de árbol de tronco delgado y copa elevada, para evitar ocultar la fachada del museo, convirtiendo ese preámbulo urbano en un lugar amable y acogedor (lo que ahora -seco, insípido y desolado- no es en absoluto) e invitando a la estancia y a la charla, al descanso y a la espera.

Así, la transformación de la actual plaza Arriaga, que muchos bilbaínos lamentarían, aprovecha esa inevitable pérdida para conseguir un valor mayor para la escultura al utilizar otro emplazamiento. El monumento gana en presencia urbana, no se desnaturaliza y quienes se acercaran al museo para encontrarse con el arte hallarían que la primera obra que les recibiera sería una que lamenta y llora la muerte de un artista, pero no la del arte.

Tras acceder al vestíbulo histórico, el visitante encontraría que todo permanece como está con el único cambio de que por debajo del rellano de la escalera monumental se abriría un paso de acceso al nuevo vestíbulo. Para evitar una rampa que sustraería mucho suelo de mármol, así como para no entrar en fantasías de desmontaje y montaje de la escalera, la diferencia de cotas entre ambos vestíbulos se resolvería con peldaños; la accesibilidad se facilitaría mediante una larga rampa anexa a la galería de columnas.

El volumen previsto para la plaza Arriaga carece de pretensiones formales pero posee detalles sutiles y delicados. Por una parte, el edificio tiene dos flexiones a modo de maclas, una ligera en la fachada lateral exterior y otra más acusada en la cubierta. La lateral evita constituirse como un muro plano que prolonga los preexistentes y el de la cubierta se desdobla hacia arriba (monte) y abajo (valle) para crear un pequeño auditorio al aire libre al que se accedería desde la sala más elevada a través de un gran muro vidriado y desde el que se contemplarían los montes que hacía el Oeste rodean el valle en que se encuentra la ciudad y su museo. Esas flexiones recuerdan a ciertas piezas de madera -llamadas doble cola de milano, con silueta de mariposa y alas desplegadas- utilizadas por escultores y carpinteros para unir y ensamblar distintas partes de obras realizadas con ese material. Y es que, finalmente, lo que hace este nuevo edificio es actuar como pieza de encaje, empalme o atado entre los edificios anteriores. Su superficie se presentaría texturada por el reparto irregular del ladrillo rojo con que se constituiría la piel.

De hecho, el acabado final de toda la intervención de Snøhetta-Foraster,  tanto exterior como interior, está dominado por el ladrillo. La idea es no introducir un material y color complemente ajenos a lo ya construido, sino utilizar el más señero y local de ellos existente en el edificio de 1945 para expandirlo como leit-motiv dérmico, incluso por el techo y el suelo del vestíbulo nuevo. Este suelo de ladrillo en el vestíbulo nuevo penetraría en el antiguo hasta topar con los peldaños que resolverían la diferencia de cotas.

Toda la planta baja de los tres edificios -1945, 1970 y el propuesto- se dedicarían a la colección permanente, así como la primera planta de 1945. Esta, a su vez, quedaría conectada por la pasarela lateral instalada en 2001 con el extremo Oeste de la primera de 1970 -que resultaría seccionada del resto de la planta- y con la sala 33, (situada encima de la anterior), para constituir un posible circuito independiente. Esa pasarela lateral, de tan poca utilidad desde que se instaló, quizás así podría ganar más uso y protagonismo. La primera de 1970 -en lo que quedara tras el mencionado seccionamiento- más la primera del edificio nuevo y la situada en la parte más elevada de éste, se utilizarían para exposiciones temporales.

El actual vestíbulo Chillida resultaría ocupado en su totalidad por cafetería y tienda, con mucha ganancia de espacio para ambas. La planta sótano sólo vería la modificación de que el área educativa absorbería la zona de la biblioteca actual, que saldría del museo. El muelle de carga quedaría situado donde lo han previsto todos los demás equipos, excepto SANAA, esto es, cerca del ángulo exterior-trasero del edificio de 1970.

En definitiva, estamos ante la propuesta menos gesticulante y más respetuosa de las presentadas, en la única que intenta, en serio, confraternizar material y cromáticamente con la arquitectura que conviviría a su lado, y que convierte las ineludibles pérdidas en ganancias de otro tipo. No se busque espectacularidad formal aquí; sólo un buen hacer acompañado por soluciones discretas y sensatas, que de ningún modo quieren decir conservadoras, es decir, un trabajo alineado con los de Urrutia-Cardenas y Líbano-Beascoa, y con aquel «viejo propósito» fundacional del museo que trae «a la memoria» lo que fue el carácter, juicioso y prudente, de esta ciudad, lo que «quiso hacer» antes de que el turismo y los MMCC mandaran cómo deben ser las cosas, pero, en fin, también entonces algunas cuestiones resultaron «rectas» y otras «torcidas«.

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