McQueen: un lujo mortalmente aniquilador.

Javier González de Durana

Acabo de ver la película McQueen y he salido un tanto conmovido por la vida que tuvo este diseñador que, a pesar de alcanzar los más altos reconocimientos profesionales, con las secuelas de éxito y dinero, nunca llegó a ser feliz por completo. Su suicidio a los 40 años puso punto final a una existencia que, más allá de las risas y locuras de juventud, fue trágica desde la niñez, con abusos sexuales, maltratos domésticos y una ansiosa búsqueda de la felicidad en un trabajo para el que Alexander McQueen (Lewisham, East End, Londres, 1969 – Mayfair, Londres, 2010) poseía dotes innatas.

McQueen está dirigida por Ian Bonhôte, escrita por Peter Ettedgui y con música de Michael Nyman. La historia narra la biografía de ‘Lee’ Alexander McQueen, un muchacho de clase obrera que aprovechó sus demonios interiores para llegar a ser un creador icónico de nuestro tiempo en el campo de la indumentaria y la moda. En una revelación intima señaló: “Mis shows son sobre sexo, drogas y rock’n‘roll. Son emoción y piel de gallina. Quiero ataques al corazón. Quiero ambulancias”. Así definía McQueen sus desfiles, también su vida. Esta película es una mirada a su trayectoria vital, profesional y artística a través de entrevistas con sus amigos, colaboradores y familiares más cercanos, archivos recuperados y música, un impactante patchwork de imágenes grabadas en diferentes estilos y calidades que invita a la reflexión; se trata del emocionante retrato de un inspirado visionario de la vestimenta, pero de torturada alma.

Las seis cintas que componen la película se centran en el proceso de creación a través del desfile de seis colecciones relevantes en su carrera. “Me daba igual lo que la gente pensara de mí”, afirma McQueen en la primera cinta que retrata a un Lee (primer nombre de Alexander McQueen) mal estudiante que dejó el colegio a los 16 años, que adoraba a su madre y que desde los 12 dibujaba ropa de forma compulsiva y leía libros sobre diseñadores de moda. Su talento le abrió las puertas de Savile Row, como las de Anderson & Sheppard, Gieves & Hawkes y Tatsuno Koji, y después en Milán aprendió con Romeo Gigli.

Luego regresó a Londres con el objetivo de formarse en Central St Martins. Su fundadora y directora, Bobby Hillson, le recuerda así: “No paraba de reírse, era creativo e irreverente y estaba lleno de entusiasmo”. Se graduó en 1992 y la colección de fin de curso inspirada en ‘Jack el destripador’ tuvo un fuerte impacto. Allí ya estaba todo.

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En la segunda cinta se habla de los referentes personales y la repercusión que tuvo la colección de otoño e invierno de 1995, ‘Highland Rape’, inspirada en la historia de Escocia con referencias a la cetrería y la rebelión jacobita de 1745. De nuevo impacta. Ahora con vestidos de tartán rasgados que dejaban ver el pecho de la modelo y los pantalones con el talle tan bajo que mostraban la base de la columna vertebral y a veces el vello púbico. “Lo recuerdo como un descenso a los infiernos, era como si las modelos hubiéramos sido violadas”, dijo la top-model Jodie Kidd que entonces tenía tan solo 15 años.

El escándalo estaba servido. La prensa utiliza palabras como “injustificable” y se le acusa de ser misógino. Todo lo contrario. Pocos sabían que esta colección era fruto de su ira y cada puntada era un grito de dolor que salía de lo más profundo de su corazón provocado por los abusos que él y su hermana sufrieron por parte del marido de ella.

A pesar de aquel desastre, seis meses después, un vestido cuya producción le costó una libra viajó en el Concorde a Nueva York para ser fotografiado por Richard Avedon. Así comenzaba su ascenso y a formarse el mito. Ahí comenzó también su descenso y a formarse la leyenda. Su trabajo se nutría del dolor, la fragilidad, los miedos, las pesadillas, las fantasías sexuales, los fantasmas…

La siguiente cinta da un salto importante. Con tan solo ocho colecciones a sus espaldas McQueen relevó a John Galliano al frente de Givenchy. El choque fue brutal. El hooligan de la moda -y su equipo- entró en el mítico atelier parisino con 27 años y transformó la casa a golpe de tijera. Los trabajadores de la elegante pero ya tradicional maison alucinaban ante lo que veían.

La prensa tampoco fue caritativa con él tras presentar su primera colección, pero de hecho todo cambió a partir de ese momento. Lee empezó a ganar mucho dinero y esto le permitió hacer además colecciones para su propia firma. Vivía medio año en Londres y otro medio en París. El ritmo de producción era trepidante y la presión le agobiaba. McQueen consideraba injustas y molestas las comparaciones con John Galliano, quien tenía un presupuesto cuatro veces mayor que el suyo en la maison Dior, lo que le hacía sentirse como un “hermanastro” en la empresa que fichó a los dos, LVMH, Louis Vuitton Moët Hennessy, propiedad de Bernard Arnault, coleccionista de dinero y arte con museo de Frank Gehry en el parisino Bois de Boulogne.

La película no aborda sólo la tragedia. Junto a momentos dramáticos también hay alegrías, éxitos e instantes mágicos, como la escena en la que la modelo Shalom Harlow, con un vestido blanco, gira mientras dos robots lanzan pintura sobre el vestido que lleva y al fondo se ve a McQueen con las manos en la cabeza: “Es la primera vez que lloro en uno de mis desfiles”, dice el modisto. Otro momento destacado es cuando la modelo Kate Moss, evanescente fantasmagoría, sale en un desfile como holograma,

La presión traspasa la pantalla. A McQueen cada vez le piden más colecciones. Gana mucho dinero, pero es infeliz. Se hizo una liposucción de la que luego se arrepentiría y vestía trajes de Comme des Garçons. Tomaba cocaína, fumaba mucho y contrajo el VIH. Tom Ford dijo de él que era “un poeta” y la casa Gucci compró el 50% de su firma personal, lo que le permitió abandonar Givenchy.

Lee respiró por fin, pero por poco tiempo. Firmaba catorce colecciones al año y caminó directo hacia la autodestrucción. Los que le conocieron cuentan que planeaba matarse y Sebastián Pons, un antiguo novio reencontrado, cuenta con emoción que quiso hacerlo al terminar su desfile, delante de todo el mundo. La última cinta gira en torno a la colección ‘La Atlántida de Platón’, un trabajo fascinante marcado por los estampados digitales de polillas, medusas, corales, escamas de pez y pieles de serpientes. “Estoy diseñando mi última colección, estoy harto” le confesó a Pons, “quiero que se acabe”. Y se acabó. La muerte de su madre terminó de romper el débil hilo que le unía a la vida y la víspera de su funeral Lee tomó un coctel de cocaína y pastillas, y se ahorcó. Era el 11 de febrero de 2010.

Los 30 segundos que se intercalan entre los seis capítulos desprenden una embriagadora belleza: una calavera muta en una orgía de color y fantasía hasta que, sin dejar de ser lo que es, se convierte en una vanitas entre la fascinación y el peligro, un lujo que se intuye mortalmente aniquilador.

Fue un personaje adelantado a su tiempo. Galliano dijo que vestía “a las mujeres para que los hombres quieran seducirlas”, pero McQueen era más “quiero vestir a las mujeres para que salgan al mundo y sean ellas mismas”. Actual.

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Se disfruta con esta película porque es una historia extraordinaria. McQueen fue alguien cuyo relato biográfico (hasta ahora) se había basado únicamente en su lado oscuro para cubrir titulares de revistas y periódicos, pero esta película agrega luz a esa oscuridad y hace de su vida una historia universal. No solamente para la industria de la moda, sino para la gente que está interesada en historias que representen una montaña rusa de emociones. La película es un viaje emocional. Incluso la forma en cómo se estructura, pues no comienza con su nacimiento, sino con su trabajo para después regresa a contar algo sobre su niñez, pero solo aquello que es relevante para entender su trabajo.

Desde el punto de vista de la arquitectura del espacio escénico resulta sorprendente el cambio que imprimió a los desfiles. A diferencia de la vacua teatralidad de Karl Lagerfeld para la casa Chanel, el estilo de McQueen se caracterizó por una grandiosidad operística, hondamente dramática, estrechamente ligada a sus obsesiones y angustias. Él ya sabía que los desfiles de moda no servían para vender modelos, sino que se habían convertido en fabulosas maquinarias de propaganda observadas por cientos de millones de ojos en todo el mundo por medio de la televisión y las revistas, y que, por tanto, las indumentarias que se presentaban en ellas no se hacían para ser puestas a la venta, sino para mostrar ideas, algunas de las cuales, convenientemente adaptadas, podrían llegar a convertirse en vestidos susceptibles de ser comprados y utilizados. Así, si lo importante ya no era el objeto sino el mensaje, McQueen sacó toda su santa compaña de ánimas, fantasmas y monstruos (íncubo de Joel-Peter Witkin incluido) y los hizo desfilar.

El caso es que el espacio de presentación de vestidos o ideas para vestidos en las pasarelas ha evolucionado enormemente a impulsos de las necesidades de la Alta Costura durante las últimas décadas. El propio McQueen asiste a un desfile de Givenchy, en el momento de ser fichado para esta maison, y le parece una porquería tanto en forma y fondo como en escenografía: una cosa para abuelas apolilladas. Llama la atención que, por el contrario, el espacio de presentación comercial de las obras de arte, es decir, la galería, apenas se haya modificado desde Ambroise Vollard, o sea, desde hace más de un siglo. El asunto puede merecer una reflexión más detenida en otro momento, más adelante.

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