Lenguaje culto y expresión mundana.

Javier González de Durana

Mientras cursé los estudios universitarios en Filosofía y Letras tuve bastante claro que el campo en que deseaba especializarme era el del arte, sin saber precisar por aquel entonces en qué disciplina específica. En un sentido abstracto y general me atraía la arquitectura, la histórica, se entiende, porque la contemporánea no la vimos en toda la carrera ni de lejos.

Diversas circunstancias personales propiciaron que pudiera llevar a cabo algunas investigaciones singulares sobre arquitectura popular vasca -el caserío y sus anejos-, pero el mundo de la etnografía en Euskadi entonces olía a sacristía y que José Miguel de Barandiarán y Manuel Lekuona me perdonen, pero yo no lo podía aguantar. Así que viré el sentido de mis trabajos, orientándolos hacia la enseñanza, de una parte, y a la investigación en historia del arte, el comisariado de exposiciones y la gestión museística, de otra. Esto supuso un relativo distanciamiento de la arquitectura como objeto de reflexión, pero no por completo ya que de vez en cuando se me solicitaban conferencias y textos para publicaciones, los cuales atendía encantado porque el asunto tiraba mucho de mí.

No obstante, en aquel alejamiento genérico de lo arquitectónico no sólo influyó el olor a incienso, que me distanció de la vertiente etnográfica y popular, sino también el lenguaje utilizado por los arquitectos en activo que leía en las revistas de la época, lo cual me alejaba de la vertiente contemporánea.

Era curioso. Sin haber sido un estudiante brillante -resultaba imposible serlo con los jesuitas a principios de los 70 si eras medianamente espabilado-, al acabar la carrera dominaba el vocabulario de la arquitectura y podía referirme a los arcos fajones o perpiaños, las mochetas, los salmeres y los estribos en las bóvedas de medio cañón con la misma soltura con que era capaz de describir cada parte y detalle del baldaquino diseñado por Gian Lorenzo Bernini para San Pedro de Roma o de formular acotaciones al texto de Étienne-Louis Boullée, Architecture, essai sur l’art.

Sin embargo, cuando empecé a leer las revistas profesionales de la época, aquellas que prestaban su atención a lo que se estaba haciendo en el mundo a principios de los años 70 –Arquitecturas BISQuaderns, CAU y la luego muy admirada por mí Nueva Forma-, no entendía prácticamente nada. El vocabulario me resultaba críptico, veía la redacción confusa según las normas que me había enseñado la buena literatura, los conceptos parecían impenetrables a mis entendederas y en conjunto me daba la impresión que aquellos textos escritos por arquitectos estaban dirigidos exclusivamente a otros arquitectos que “comprendían” la jerga específica y estaban en el intríngulis del tono utilizado. Lo raro era que cuando me metía entre las páginas de las revistas publicadas en épocas anteriores, las de los años 30, 40 y 50, como Cortijos y RascacielosReconstrucción, la Revista Nacional de Arquitectura o la bilbaína Propiedad y Construcción, comprendía casi todo sin dificultad. ¿Qué había sucedido?

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Miraba las arquitecturas físicas a las que se referían estas revistas, construcciones funcionalistas, orgánico-expresionistas, brutalistas, metabolistas, post-constructivistas…, y me resultaba claro lo que mis ojos veían: “vale, esto lo ha hecho así por tal motivo y ahí ha utilizado esos materiales por tal razón; de acuerdo, en este proyecto el diseño se ha visto presionado por el promotor y, en cambio, este otro arquitecto ha tenido más libertad para actuar”; pero a continuación no podía evitar preguntarme “Entonces, ¿por qué se me escapa lo que dicen sobre ello cuando lo ponen por escrito?”. La realidad arquitectónica me parecía más o menos diáfana, pero las explicaciones de sus autores o intérpretes, en cambio, se presentaban como insondables. No podía evitar preguntarme si el anónimo autor de San Martín de Frómista, Brunelleschi o Viollet-le-Duc se expresaban con igual oscuridad.

Leía los libros de Sigfried Giedion, Charles Jencks, Manfredo Tafuri y otros autores sin dificultades de comprensión, terminando por pensar que el problema radicaba en que mientras unos escritos eran explicativos o divulgativos -digámoslo así, a pesar de su elevado nivel-, otros eran técnicos o aspiraban a desenvolverse en alguna, para mí, desconocida esfera filosófica y me faltaba ese conocimiento concreto. Aquellos escritos -por ejemplo, los de Juan Daniel Fullaondo, Federico Correa, Helio Piñón, Mª Teresa Muñoz, Lluis Domenech, Antonio Fernández Alba o del enrevesado Tomás Llorens, quien para colmo no era arquitecto, sino historiador del arte, siendo el más oscuro de todos- me producían una mezcla de horror y admiración. Lo dificultoso de su lectura venía acompañado por la autoridad que yo les atribuía debido a su pensamiento erudito y sofisticado. Yo quería entenderlos. Desde la adolescencia y por razones obvias, me complacían más las revistas de decoración -con muchas imágenes, a menudo en color, y menos textos incomprensibles-, pero sentía algo de íntima vergüenza por su trivial ligereza frente a la prestigiosa trascendencia que concedía a las de arquitectura.

También me hizo pensar en la enorme distancia existente entre el saber específico que se adquiría en una facultad de letras y el que se impartía en una escuela de arquitectura. Todo lo aprendido en una no servía para desentrañar la teoría de lo que se enseñaba en la otra, al parecer. Entender historia de la arquitectura, por lo visto, no tenía nada que ver con elaborar arquitectura en aquel momento. Dos planos completamente distintos. Era como si, refiriéndose a la misma cuestión (la arquitectura), se hubiese partido desde galaxias diferentes. Por fortuna, con el tiempo fui haciéndome dueño de las claves interpretativas, perdiendo vergüenza y rebajando el humo a la mayoría de aquellos textos. 

Pasados los años, aquel lenguaje enrarecido y elitista, aquel arquidioma, ha desaparecido en gran medida y ahora los arquitectos se expresan de otra manera, con modos más informalmente coloquiales, digámoslo así. Hace dos o tres años, por ejemplo, Frank Gehry dijo: «El 98 % de lo que se construye hoy es pura mierda«. Toma campechanía. Algunos dijeron que el hombre ya estaba mayor y se enfadaba con poca cosa, otros que ese enojo venía provocado por el desfase horario que tiene el volar entre continentes o que el éxito de su propia estética le había envenenado con un complejo de superioridad, pero también puede ser que el comentario de Gehry, como la arquitectura misma, esté reflejando la cultura actual en un sentido más amplio. A aquel lenguaje pretencioso le ha salido un contrapunto: la expresión mundana, franca y destemplada. Ese 98 % de “pura mierda”, no obstante, debe de basar su existencia en el hecho de que es beneficiosa para alguien o para algo de una forma u otra. Al parecer, también Alvaro Siza dijo hace cinco o seis años que “la arquitectura es una mierda”, en su caso sin ofrecer porcentajes.

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Las redes sociales, los escritores jóvenes, el protagonismo crítico de la ciudadanía, la visión  desenfadada y anti-élite desde abajo hacia arriba con que nuestra cultura inunda páginas web y blogs…, todo eso está cambiando la forma en que la gente habla de arquitectura, siendo muy posible que también termine por cambiar nuestra forma de pensar sobre arquitectura.

Las groserías se están convirtiendo en un lenguaje común; quizás su popularidad se deba a los programas de telerrealidad, no sé. Las palabras chabacanas o insultantes ahora están permitidas, incluso en las más elevadas instancias. Donald Trump no se quita la palabra “mierda” de la boca ni con hidrocloroxina. Twitter navega sobre un mar de palabrotas, incluyendo identificadores como “Fuck Architecture”. Hasta el Urban Dictionary ofrece la definición de «Fuck you architecture” como “un diseño de edificio falso, deshonesto y feo destinado a cumplir con los requisitos básicos de la normativa y la legalidad de zonificación para viviendas al tiempo que se logra un solo objetivo: ganar dinero con el público y, por lo habitual, de la manera más contundente, grosera y directa posible”. ¡La leche!

Este carácter soez está presente en todas partes. En fin, si ponen en el buscador de su ordenador las palabras “mierda” y “arquitectura” verán la cantidad de resultados que les ofrece y si lo hacen en inglés, incluyendo el término «fuck», aún más. ¿Es ésta la manera en que la furia del 98 % se expresa contra el refinado 2 %? Ya sea en la comunicación, las leyes, la sanidad o la arquitectura, el crecimiento rapidísimo de la tecnología está haciendo que gran parte de la educación sea lamentable e incompleta. La pedagogía avanza con mayor lentitud que el mundo. Todos, historiadores, arquitectos, artistas, médicos, abogados… estamos sumergidos por completo en la pestilencia cultural. Por fortuna, aunque sea complicado reconocer los aromas perfumados, los hay, existen. Al igual que en otras profesiones, se siente una ira y un miedo como no se conocieron antes, al menos que recordemos.

La terminología coloquial, expresada mediante palabras groseras, es a menudo el vehículo ideal y más a mano que tienen los enojados, los marginados y los privados de derechos. El mundo está cambiando, así que nuestro idioma y el modo en que lo usamos también cambia. Este nuevo lenguaje profano de la crítica habla de frustración, de ira y de celos, revela los sueños rotos de quienes ven consumir sus vidas en un mundo de oportunidades menguantes. Más furia engendra peor lenguaje. Si alguna vez la arquitectura fue sagrada y espiritual (incomprensible, pero impresionante), ahora es definitivamente laica e irreverente (diáfana, aunque maloliente).

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2 comentarios sobre “Lenguaje culto y expresión mundana.

  1. Durante 40 años, mi profesión de interiorista me ha hecho conocer cientos de viviendas. Gran parte de los interiores que he remodelado estaban diseñados sin tener idea de cómo funciona una vivienda. Trabajé 10 años en estudio de un arquitecto que me confiaba la distribución interior de las casas que proyectaba. Creo que las Escuelas de Arquitectura, además de Urbanismo y «Fachadismo», deberían de enseñar que «los calzoncillos no tienen nada que ver con las sartenes» y que, por tanto, el lavadero debe de estar separado de la cocina. El interiorismo no es poner cuadros y cortinas, es hacer que una casa funcione.

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