Javier González de Durana
A lo largo del pasado año se planteó en Chicago un debate sobre la posibilidad de derribar el Thompson Center, un edificio que desde su construcción, hace no mucho tiempo, en 1985, causó controversia y cierta unanimidad acerca de su fealdad, motivo por el cual ahora, al considerarse su demolición, muchos estén recordando que nunca gustó en la ciudad que presume de tener uno de los mejores conjuntos arquitectónicos modernos del mundo desde que se levantó el Home Insurance Building, el primer rascacielos con diez plantas diseñado por el arquitecto William Le Baron Jenney entre 1884 y 1885.
El inmueble de la controversia, obra del arquitecto Helmut Jahn en el centro de la ciudad, es un edificio de 17 plantas que fue concebido para reunir todas las sedes estatales entonces dispersas por la ciudad. El edificio, sin duda, no pasa desapercibido. Con el exterior completamente acristalado y una gran fachada curva que une las otras dos fachadas que forman un ángulo recto, un gran tragaluz y un inmenso atrio interior cilíndrico, esta especie de nave espacial (así lo llaman, «starship») aloja sus oficinas adosadas a las paredes interiores y atravesadas por ascensores. El uso del color azul claro y rojo desvaído, combinado con el blanco -los colores de bandera estadounidense- pretende sugerir, junto con el cristal y los espacios abiertos, la transparencia de la gestión gubernamental. Son innumerables las opiniones que lo consideran un edificio de mal gusto, ostentoso, chirriante, formalmente agresivo… Apenas 30 años después de inaugurarse, ahora el Gobierno se plantea venderlo para que el nuevo propietario (si lo hay) aproveche más intensamente tanto la parcela urbana como la edificabilidad que se autorice. De hecho, aunque de momento son sólo intenciones, se plantea sustituirlo por una torre de 115 pisos, diseñada por otro arquitecto, que se convertiría en el rascacielos más elevado de la ciudad. Jahn ha reaccionado planteando una torre de 110 pisos aprovechando sólo una parte del solar, lo cual respetaría su obra anterior.
Si se hubiese tratado de otro edificio, ortodoxamente moderno y de un arquitecto más respetado (el estudio SOM Skidmore-Owings-Merril, Kevin Roche, John Dinkeloo o, por supuesto, Mies van der Rohe…), quizás habrían existido reticencias mayores en venderlo y derribarlo, pero el hecho de estar considerado genéricamente como «feo» debió de alentar a las autoridades a utilizar ese argumento, entre otros, para justificar su intención. Sin embargo, han surgido defensores del mismo, no tanto por su discutible belleza o atractivo, sino porque el gusto -siempre subjetivo- que conduce a considerarlo «feo» o «bonito» es el de hoy, el nuestro, lo cual no nos autoriza a suponer que vaya a ser compartido por generaciones futuras, y porque lo que debería valorarse de este edificio es su singularidad histórica, lo cual es innegable, y la representatividad de cierto tipo de arquitectura institucional que existió durante los primeros momentos de la post-modernidad, con sus inciertos tanteos. No obstante, no falta gente hoy a la que le encanta y su atrio ha servido como escenario a múltiples películas. En el exterior muestra una escultura de Jean Dubuffet, Monument with Standing Beast (1984), y en el vestíbulo otra de John Henry, Bridgeport (1984).

También la arquitectura barroca pareció horrorosa a los arquitectos del neoclasicismo, el art-nouveau resultó repelente a los racionalistas de los años 20 y 30 y el brutalismo de los años 50, 60 y 70 provocó idéntico rechazo al sentido ahora en Chicago y, sin embargo, hoy apreciamos y protegemos esos estilos como valores culturales indiscutibles y, por supuesto, reconocemos sus cualidades estéticas y nos gustan. ¿Cómo pudieron considerarse feos alguna vez?, nos preguntamos. Hoy somos conscientes de que, además del valor cultural y estético, debemos tener en consideración la autenticidad de los materiales, los valores sociales e históricos, las técnicas constructivas, su repercusión en el debate social y en la historia de la arquitectura… En las opiniones acerca de lo feo y lo bonito influye el conocimiento y no todo el mundo que opina sobre esto o aquello posee las herramientas para discernir el polvo de la paja. La educación es fundamental, y la educación arquitectónica la adquiere y tiene muy poca gente, arquitectos aparte. En este sentido me parecen encomiables los talleres de arquitectura orientados al público infantil que desde hace años imparte el Centro Galego do Arte Contemporáneo (CGAC) en Santiago de Compostela, o la I Bienal Internacional de Educación en Arquitectura para la Infancia y Juventud que tendrá lugar en Pontevedra entre jueves 10 al sábado 12 de mayo de 2018.
La idea que debería prevalecer ante situaciones como ésta de Chicago es que los criterios de conservación del patrimonio arquitectónico tienen que estar por encima de los gustos de cada cual, de los cánones estéticos de un momento concreto y también de las meras relaciones entre coste y beneficio.

En nuestro entorno bilbaíno no es frecuente considerar obsoletos edificios tan jóvenes como el de este caso, pero no nos faltan. Al mencionado aquí hace unas semanas -el cesarcandeliano quiosco de música de la plaza de los Fueros en Barakaldo- podríamos añadir la Escuela de Magisterio, proyectada en 1959 por Germán Aguirre, Álvaro Líbano y F. Navarro Borrás en la ladera del Enekuri-Deusto, derribada hace unos años para construir viviendas, o el edificio de Iberduero, proyectado por Manuel I. Galíndez en 1939, entre otros, a pesar de aparecer mencionados como obras notables en los libros de arquitectura. Más allá de la polémica local que suscitó la actuación de Barakaldo, no hubo mucha oposición al derribo de esas construcciones, ni siquiera por considerarlas feas. Simplemente, eran modernos y, por tanto, se les podía dar caña. El respeto no les alcanzó, como sí llegó a la torre del Banco de Vizcaya, cuyo hipotético derribo, aquí sí, hubiese levantado oleadas de rechazo y sus propietarios ni siquiera se lo plantearon, prefiriendo tenerlo vacío durante largos años a la espera de que aparecieran compradores -por partes o del total- como ahora por fin está sucediendo.
En Bilbao y su entorno no existen casos de edificios significativos que la gente, en general, considere feos. Bueno, sí, hay muchos, pero al formar grandes racimos de mediocridad (Santutxu, La Peña, Larraskitu, Basurto-La Casilla, Bolueta, Matiko…) apenas se reconocen como tales o no lo parecen tanto como para exigir que los derriben, aparte del problema que representaría dejar al 50% del censo actual sin casa. Bueno, algunos hay, sí que se reconocen, por ejemplo, el edificio «de Tráfico» en la Plaza del Sagrado Corazón. Es unánime el deseo de que desaparezca, pero no por feo, al menos yo no lo tengo en tal consideración, sino por mal ubicado al taponar la desembocadura de la Gran Vía a un horizonte abierto. La gente suele decir que es horrible, pero en realidad creo que quiere decir que no debería estar ahí. Ese edificio de oficinas (diseñado por José Luis Sanz-Magallón en 1964) en cualquier otro lugar pasaría desapercibido e incluso podría parecer más que correcto. Desde luego, ha ganado muchísimo gracias al reciente forrado con chapas de acero corten de sus dos muros laterales, lo cual le ha aproximado cromática y matéricamente al espléndido «frente naviero» del Palacio Euskalduna. Es el típico caso de buen arquitecto teniendo que actuar en un mal emplazamiento.

En esta línea de edificios horriblemente mal situados hay otros dos, al menos, que ahora me vienen a la cabeza. Uno es el que está justo delante de Ciudad-Jardín (arq. Pedro Ispizua, 1922-24), al lado derecho de la salida de Bilbao por el puente de La Salve; no sólo es que sea monstruoso y vulgar, sino que además funciona como una enorme pantalla que oculta la urbanización más bonita que existe en la ladera de Artxanda. El segundo, otro impersonal bloque de viviendas, es el construido entre los terrenos de la estación del Norte y la estación de la Concordia, degradando el noble paisaje urbano constituido por la secuencia del teatro Arriaga, la torre de Bailén, la estación de la Concordia, torre del Banco de Vizcaya, la Sociedad Bilbaína y el puente hacia la Plaza Circular.


El problema para derribar estos edificios que manchan el paisaje urbano no es sólo el coste de la demolición, sino el coste de la indemnización y reubicación de quienes tienen en ellos sus casas y oficinas. El mismo problema afecta también al Thompson Center, al tener que sacar a miles de funcionarios que trabajan dentro de él. Lo peor para el futuro de cualquier edificio es que quede vacío, por la causa que sea, porque mientras contenga actividad, para bien o para mal, pervivirá.
Otra consideración merecen los edificios que, siendo claramente interesantes, se ubicaron en donde no debían. Tal es el caso del Mercado de la Ribera, macro-construcción para un histórico micro-espacio urbano, o el Teatro Arriaga, encastrado entre la ría y el casco viejo, con un estilo, escala y fecha de construcción que exigían su instalación en el Ensanche -en las inmediaciones de la Plaza Elíptica o los Jardines de Albia- y a cuyo desarrollo urbano hubiese favorecido, además de haber permitido la conservación del mucho mejor dimensionado y neoclásico teatro Arriaga anterior en su sitio. Habiéndolos visto siempre donde están, apenas reconocemos que las decisiones municipales que favorecieron los emplazamientos que tienen fueron equivocadas.