/ Javier González de Durana /

Subí por primera vez a Aránzazu en 1971. Yo tenía 20 años y una cuadrilla de amigos en la que parte de nuestros intereses y curiosidades se orientaba hacia aspectos político-sociales y cultural-artísticos. Desde Bilbao habíamos oído hablar de Aránzazu como un problemático asunto religioso entremezclado con cuestiones de arte cuyo significado último se nos escapaba. Un día decidimos hacer una excursión para conocer el lugar y el santuario. No tengo claro con exactitud qué esperábamos encontrar allí, pero recuerdo muy bien el impacto que nos causó a todos. Lo que contemplamos en Aránzazu nos dejó atónitos, en primer lugar y al instante, por la cantidad y la calidad de las obras individuales allí asentadas, pero, en segundo lugar y tras meditarlo, por la magnificencia con que los promotores del templo, los arquitectos y los artistas habían colaborado en su materialización. Nos pareció el ejemplo ideal de integración de las artes con la arquitectura y pensamos que los fundamentos últimos de aquella perfecta resolución habían tenido que ser la inteligencia y la generosidad.
Antes de que durante la última década del siglo XX la arquitectura pública vasca levantara edificaciones “emblemáticas”, pocas construcciones erigidas a lo largo del siglo XX lo habían sido tanto, de verdad, como la basílica de Aránzazu. Múltiples causas conformaron ese genuino y singular carácter del templo en aquel lugar. Entre esas causas las hubo de tipo psicológico primordial, causas nacidas entre los rescoldos de un panteísmo que aún creía reconocer en las montañas y en la naturaleza intocada y poderosa, la materia misma de la divinidad. La religiosidad o espiritualidad, como se quiera, que perdía fuerza en las ciudades y los pueblos, sin embargo, parecía revivir en las alturas y las cumbres de los montes, particularmente en las ermitas y santuarios apartados y distantes, al producirse una identificación inconsciente entre la religiosidad concreta del templo y la sacralización de la Naturaleza envolvente.

Si nunca hubiese existido una basílica en Aránzazu, los vascos hubiésemos subido y seguiríamos subiendo a aquellas campas y peñascales de igual manera para sentirnos emocionalmente sobrecogidos por el escenario. No extrañaría nada que la primera ermita cristiana en Aránzazu se hubiese erigido sobre un emplazamiento en el que desde muchos siglos o milenios atrás, para la mentalidad popular, ese carácter panteísta se materializaba de manera evidente en las peñas y barrancos, prolongándose hasta hoy un sentimiento de inmemorial sacralidad.
Otras causas de tipo histórico y social han colaborado, siglo a siglo, mentalidad a mentalidad, en el fortalecimiento de esa idea religiosa que en cada época ha estado acompañada por una imagen concreta que le daba cuerpo y hacía posible la práctica del culto: anónima-popular, tardo-gótica, barroca, neo-historicista y, finalmente, moderna, han sido las diversas caras mostradas por esa religiosidad cada vez que incendios, destrucciones y ampliaciones han obligado a sucesivas intervenciones constructivas.
Sin embargo, la Basílica nunca tuvo un cuerpo arquitectónico particularmente destacable antes de la última operación. Las fotografías y documentos hablan de austera dignidad y mínima corrección constructiva adaptadas con apreturas a un emplazamiento topográficamente difícil más que de brillantes soluciones técnicas y relevantes detalles ornamentales. Desde el punto de vista de la arquitectura, el más modesto templo de Oñate tenía mayor significado que aquella apartada iglesia-monasterio.

Así fue, al menos, hasta que se construyó la nueva Basílica entre 1951 y 1955. A partir de esta última fecha, la idea religiosa adoptó una imagen de tal originalidad que vino a reforzar aquel tradicional carácter del emplazamiento, haciendo que desde entonces Aránzazu fuera también un hito significativo y elocuente no sólo para la fe popular, mariana y cristiana, sino también, superando los ámbitos de la religiosidad y el País Vasco, para la historia de la arquitectura y del arte en España.
No obstante, el hito posee grados y escalas; el hito se puede medir, constatar, corroborar y revisar su grandeza, lo que, por el contrario, no ocurre con el mito. El hito que no se documenta y analiza se convierte en mito. Mito es lo que, sin tener conocimiento exacto de su ser, se transmite de boca en boca en clave maravillosa; es aquello que, por no estar sopesado, se sobredimensiona, lo que, por no estar calculado, se expande sin fin, sin forma, sin sentido razonable y razonado.
Por eso, lo contrario de la mitografía es la historiografía. Lo peor para la comprensión de los hechos históricos concretos es su mitificación, pues, como resultado de ese proceso, un observador imparcial sólo percibe los bordes literaturizados del fenómeno y casi nunca la sustancia real de los hechos, demasiado oculta por abundantes capas de información y relatos de segunda, tercera o cuarta mano.
Existen momentos en el transcurso del tiempo que cierta suma de circunstancias da lugar a una fuerza inesperada mediante la que parte sustancial de la realidad deja de ser la que era para reconfigurarse en un modo diferente. Los protagonistas de estos cambios no siempre son conscientes de estar inmersos en una mutación profunda, pues no se trata sólo de lo que sus conscientes voluntades individuales quieran o aspiren lograr con el despliegue de sus esfuerzos. Si bien tal empuje transformador hunde sus raíces en los deseos de personas concretas, lo cierto es que esos cambios también se relacionan con imperceptibles movimientos de naturaleza política, sociológica, económica… que sólo después de muchos años pueden reconocerse como factores decisivos en el cambio histórico, con tanta o más incidencia que las voluntades individuales, locales y momentáneas de los protagonistas que lo hicieron posible.

Inadvertidos en el momento de la acción, esos movimientos constituyen el telón de fondo que más tarde posibilita tanto el correcto entendimiento contextual de las acciones que materializaron el cambio en el estado de las cosas como la comprensión de su éxito cuando los protagonistas tuvieron las calidades humanas que las circunstancias exteriores requerían y sus deseos internos anhelaban.
En España, los años 40 del siglo pasado fluyeron como una época dolorosa, gris y sombría. La posguerra fue, en realidad, una prolongación de la guerra civil con otros métodos. La represión política, el amordazamiento social, la pobreza económica, la miseria cultural y el ajuste de cuentas con los republicanos vencidos dibujó un panorama poco propicio para el desarrollo de las artes. Aquí, como en el resto del país, los principales creadores vinculados a las vanguardias de los años 20 y 30 tuvieron que escapar a otros horizontes geográficos o verse forzados a un exilio interior, enmudecidos por el miedo o la prudencia, sin mercado artístico del que vivir, carentes de estímulos para trabajar, atenazados-paralizados por un régimen político en el que el Ejército y la Iglesia Católica, impregnados de pensamiento fascista, actuaron como eficaz corsé.
No obstante, la geopolítica internacional provocó los primeros cambios en aquel cerrado campo político. La creciente intervención de la URSS en la escena internacional hizo que EE. UU. viera a España como un interesante aliado de su política exterior. De una parte, Franco había vencido al “comunismo” con su rebelión anti-democrática y Franco deseaba acabar con el aislamiento al que le sometían los países aliados. Por otra parte, EE. UU. anhelaba instalar bases militares en territorio español para completar su control del Mediterráneo, el noroeste de África y el Atlántico medio, EE. UU. podía abrir las puertas al ingreso de España en el concierto de las naciones, liberándole del cierre de fronteras, y EE. UU. tenía la capacidad para ayudar al despegue económico de un país sumido en la autarquía a través de alguna forma de extensión de los beneficios del Plan Marshall o un plan similar.
Pero resultaba una exigencia de mínima decencia política que, para que todo esto sucediera, Franco aflojara la extrema rigidez de su gobierno y presentara ante el mundo un rostro menos adusto, algo más amable. EE. UU. no podía dar ningún paso sin una previa apertura, siquiera modesta y marginal, de la política represiva de la dictadura, y ésta, por su parte, era consciente de que no lograría los apoyos que anhelaba si continuaba con la persecución y censura de todas las libertades.
Pues bien, esos primeros signos de apertura y tolerancia hacia la recuperación de ciertos rasgos de modernidad y libertad de expresión se hicieron rápidamente evidentes en la arquitectura y, acto seguido, en las artes plásticas. El proyecto de nueva basílica de Arantzazu se vio afectado de lleno por ello.

Todas las fotografías son de (c) Juantxo Egaña.