Museo del Calzado, en Waalwijk (Holanda)

/ Javier González de Durana /

Conjunto arquitectónico del Ayuntamiento de Waalwijk alrededor de la Raadhuisplein en los años 50, antes de que agregaran los pabellones anexos.

Estado actual, al fondo e izquierda asoma el pabellón nuevo, ocupando el espacio de un anterior patio cerrado.

Doy inicio aquí a una serie de artículos -no sé cuántos saldrán, así que no los voy a numerar- sobre museos habilitados más o menos recientemente en edificios históricos, con remodelaciones interiores respetuosas, a los que se ha agregado un inmueble nuevo por necesidad espacial y funcional para acoger colecciones y actividades. En algunas ocasiones los edificios históricos reconvertidos en museos son piezas de épocas antiguas y estilo notable, cuya conservación nadie pone en duda al haberse constituido en señas de identidad de sus respectivas localidades, y en otras ocasiones se trata de inmuebles no tan significativos en edad, materiales y diseño, pero elocuentes, en otro nivel, respecto al momento de su construcción y que ya forman parte de un paisaje urbano consolidado. En paralelo a lo anterior, lo interesante de los ejemplos que mostraré es la manera en que lo reciente y lo histórico se combinan, sin renunciar ninguno a su naturaleza, para crear un cuerpo edificado con una nueva función.

En Bizkaia vamos a ver próximamente dos casos que se aproximarán a esto, la ampliación del Museo de Bellas Artes y la creación en Gernika y Murueta de un equipamiento museístico derivado del Guggenheim bilbaíno en unas aprovechables instalaciones industriales. Conozcamos cómo lo han hecho y están haciendo otros museos -no todos de arte, necesariamente- en diferentes ciudades para, llegado el momento, valorar lo que se realice en nuestro territorio.

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Empiezo con el Museo del Calzado (Schoenenkwartier Museum). Localizado en la antigua casa consistorial (stadhuis) de Waalwijk, este encantador conjunto fue diseñado por Alexander Kropholler. Formado en el ambiente de la Escuela de Arquitectura de la Universidad Técnica de Delft, pero no instruido académicamente en tal Escuela, Kropholler fue en origen un ebanista que pudo desplegar una destacada carrera profesional como arquitecto autodidacta. Tras colaborar con varios estudios en un estilo cercano al Art-Nouveau, a partir de 1913 se especializó en el diseño de iglesias y ayuntamientos. El de Waalwijk fue concebido en 1930, construido entre 1931-32 y ampliado en fases posteriores, la mayor y última de las cuales tuvo lugar en 1980. Inspirándose en la arquitectura doméstica de los Países Bajos, Kropholler creó un estilo en el que la simplicidad y el ladrillo desempeñan un papel central, por un lado, y los contrafuertes y los hastiales escalonados de grandes dimensiones, por otro. Este estilo (característico de la Escuela de Delft) fue adoptado, principalmente, por arquitectos católicos muy tradicionalistas. 

Aunque respetado, Kropholler no suscitaba muchas simpatías entre sus compañeros arquitectos y habitualmente tenía dificultades con clientes que le contrataban. Las opiniones sobre otros arquitectos acostumbraba a expresarlas en términos duros, su afán fanático por la tradición y su aversión hacia la innovación lo llevaron, políticamente, hacia el autoritarismo en los años treinta y a formar parte del pro-nazi Zwart Front. Después de la guerra, los arquitectos del funcionalismo, seguidores de las doctrinas de la Bauhaus, condenaron a Kropholler por colaborar con el nazismo, lo cual le apartó un tanto de la profesión, aunque siguió trabajando. Un personaje ideológicamente detestable, pero con buenas cualidades para el diseño. He considerado importante decir algo sobre la personalidad del autor del edificio en el que se ha actuado museísticamente hoy, pero no siempre lo haré, pues en Kropholler hubo una singularidad ideológica que, en parte, explica su arquitectura. Dejando por completo a un lado lo político y lo caracterológico, fue un arquitecto paralelo y contemporáneo a nuestro Manuel Mª Smith, con otra diferencia: el bilbaíno supo evolucionar hacia el racionalismo.

Como otros ayuntamientos holandeses construidos en los años 20 y 30 del siglo pasado, éste de Waalwijk ilustra el orden social existente y la tradición holandesa a través de composiciones en las que combina lo simétrico con lo asimétrico, incorporando una entrada majestuosa, ornamentación de piedra natural, sobriedad casi románica en el interior, fachadas con ladrillos de gran tamaño, estructura del techo de madera y altos hastiales. Las esculturas de una vaca y un buey de piedra arenisca a ambos lados de la terraza de entrada simbolizan las industrias locales: la ganadería y la industria del cuero. Waalwijk es conocida por ser, precisamente, la ciudad holandesa del cuero y el calzado.

La industria del cuero aplicado al calzado ha sido potente desde hace siglos en esta localidad holandesa.

Voy ya con la intervención realizada por los holandeses de Civic Architects entre los años 2018-22. El Museo del Calzado se fundó en 1954 y estuvo situado en un pequeño edificio de la ciudad al que sólo podían entrar unos pocos visitantes a la vez para ver tan sólo las asombrosas colecciones atesoradas por Antoon Hendriks, un zapatero y profesor de zapatería. En sus nuevos locales el museo es un centro para el conocimiento del diseño, la producción y la moda del calzado, albergando una colección de 12.000 objetos, varias exposiciones permanentes, un centro de conocimiento con biblioteca para lectura, estudio e investigación, espacio para talleres y auditorio y laboratorios de diseño y creación de prototipos, además de una cafetería. 

Modelo diseñado por JUDITHvanvliet y Amber Ambrose Aurèle, a partir de una idea de Piet Mondrian (2018).

El Museo del Calzado se encuentra en el corazón del centro histórico de la ciudad, en el Raadhuisplein. En el siglo pasado aquí se ubicaba el ayuntamiento, pero con el tiempo devino en un área menos dinámica al desplazarse la administración municipal a otro lugar de la ciudad. El complejo de edificios, protegido por ley desde tiempo atrás, ha sido parcialmente renovado, transformado y ampliado, buscando dar un impulso al viejo centro urbano. Tanto la planificación y el diseño del edificio como su interior apuntan hacia un futuro construido sobre valores del pasado local.

Los granates más oscuros son los edificios originales de Kropholler para el ayuntamiento; tras ellos, en diferentes rosas, ampliaciones realizadas hasta los años 80 en las que se han llevado a cabo las mayores transformaciones interiores; en azul, el cuerpo nuevo, de vidrio y ladrillo, donde antes hubo un patio abierto.

Edifico de oficinas municipales construido en los años 80 tras los edificios originales de Kropholler. La planta baja saliente ha sido eliminada, los muros con ventanas rectangulares tienen ahora grandes ventanales circulares que iluminan las dos plantas superiores. El patio ha sido cubierto para convertirse en un vestíbulo de distribución.

Planta baja.

Primera planta.

Segunda planta.

Cubiertas.

Sección longitudinal.

Los pabellones traseros y laterales son los construidos en tiempos posteriores a Kropholler para servicios municipales, oficinas, despachos… Entre el cuerpo de estos pabellones y los originales existía un patio a cielo abierto. Los pabellones redujeron su ocupación en planta al despojarse de parte del ala de oficinas, se remodelaron por completo en su interior y se abrieron grandes óculos de cinco metros de diámetro para dar paso a la luz y hacer visibles las actividades desde el exterior. El patio fue cubierto y cerrado, convirtiéndose en un amplio vestíbulo-distribuidor. Una pequeña parte de él asoma por encima del edificio histórico y se hace visible desde la plaza delantera, sin resultar contradictorio con lo demás gracias a su contenida modernidad. 

El museo fue diseñado de manera que cada visitante pueda decidir su propio camino y ritmo, sin verse conducido por un itinerario obligado. Las escaleras y rutas hacen posible tomar atajos y pasar sólo por los puntos destacados o recorrer toda la ruta. El tono del conjunto lo marcan materiales familiares como el ladrillo, el acero, el hormigón y la madera, los cuales refuerzan la atmósfera del edificio histórico.

Los ladrillos de gran formato y la mampostería escalonada en diagonal toscamente articulada se inspiran en formas y detalles preexistentes. Al tiempo, se introdujeron notas sutiles de diseño para compensar los vanos muy pequeños y estrictos de Kropholler, como las aberturas de ladrillo completamente redondeadas y los ritmos escalonados. Como tal, la adición no es un icono de moda o contradictorio a su entorno, sino un nuevo capítulo en la evolución históricamente estratificada del edificio.

Cuánto se agradecería que localidades como Arnedo (15.000 hab.), en La Rioja (por lo del calzado), o Éibar (27.000 hab.), en Gipuzkoa (por múltiples motivos), se aproximaran mínimamente a este ejemplo de una ciudad holandesa que ronda los 45.000 habitantes.

La parte más noble del antiguo ayuntamiento no ha sido alterada.

A la derecha, pabellón de oficinas de los años 80 al que se le ha sacado el ladrillo y la estructura de hormigón. El muro resultante se ha perforado con grandes vanos circulares. El antiguo patio ahora está cubierto, acristalado a la izquierda y convertido es vestíbulo.

Una de las salas de exposición en la bajocubierta de una sección del ochenteno pabellón de oficinas.

Convivencia de lo histórico y lo actual, sin conflictos; el pabellón acristalado ocupa el espacio que antes fue patio entre los edificios de Kropholler (años 30) y el de oficinas al fondo con cubiertas gemelas muy inclinadas (años 80).

Las imágenes han sido tomadas de las webs de Civic Architects (realizadas por Stijn Bollaert) y del propio museo.

Arata Isozaki, en Bilbao y San Sebastián

/ Javier González de Durana /

El pasado 28 de diciembre falleció el arquitecto Arata Isozaki y, más allá de rutinarias crónicas que recordaban su paso por orillas del Nervión, no vi que la prensa local le dedicara algún artículo de reconocimiento por su contribución a esta ciudad. Es fácil imaginar que cuando fallezcan Frank Gehry y Norman Foster habrá una cascada de homenajes, tributos y honores, ya que sus aportaciones al desarrollo de Bilbao han sido formidables, pero la participación de Isozaki no fue poca cosa y, a diferencia de sus dos colegas, se produjo en el ámbito de la iniciativa privada. Él se encargó de resolver el grave problema creado por una operación inmobiliaria fallida a principios de los años 90 sobre terrenos del Depósito Franco, en Uribitarte. Solucionar el galimatías que habían dejado allí promotores y constructores poco escrupulosos -boquete gigantesco donde se había empezado a levantar la compleja estructura de un edificio que no llegó a existir- tuvo un enorme mérito para el que contó con el arquitecto Iñaki Aurrekoetxea como colega asociado local. El resultado, Isozaki Atea, configura uno de los puntos urbanos más visibles y singulares en un emplazamiento cuyas inmediaciones muestran abundantes arquitecturas de gran calidad desde finales del siglo XIX. Lamentablemente, en la prensa su nombre apareció mencionado más a menudo por culpa del egocentrismo de un arquitecto-ingeniero valenciano -quien decía sentirse perjudicado por la obra del japonés- que por la impresionante arquitectura realizada por él en un desquiciado solar. Hace algún tiempo escribí aquí sobre la estructura de Isozaki Atea.

Como agradecido ciudadano de Bilbao, y por otro motivo que mencionaré más adelante, voy a escribir algo sobre esta destacada figura de la arquitectura y quiero empezar por algo poco conocido. En septiembre de 1962, Arata Isozaki entonces un arquitecto de 31 años publicó una historia surrealista titulada «City Demolition Industry, Inc.» en la revista de arquitectura Shinkenchiku. La historia presenta dos personajes, un arquitecto llamado Arata y un ex-asesino profesional llamado Shin. Shin está escandalizado por la gran cantidad de muertes debidas a diversos problemas urbanos, accidentes de tráfico, contaminación…, motivos por los cuales declara la guerra a las metrópolis. Shin establece una empresa clandestina llamada City Demolition Industry, Inc. e intenta persuadir a su amigo Arata para que se incorpore a su actividad. Sin embargo, los dos personajes no llegan a un acuerdo y su conversación se convierte en cruce de acusaciones: Shin etiqueta a Arata como «estalinista cobarde» por su mentalidad tecnocrática, mientras que Arata llama a Shin «trotskista sin experiencia» a causa de su ingenua actitud. La discusión acaba en tablas.

Era un ensayo alegórico en el que chocaban la pasión por el diseño de la ciudad y el surrealista deseo de demolición urbana. En él se afirmaba que el verdadero trabajo de un arquitecto no consistía en diseñar más monumentos para la reconstrucción y la economía dinámica del Japón de la posguerra, sino más bien en tomar distancia de las presiones y limitaciones de la ciudad moderna para crear los requisitos de libertad que estaban impidiendo las estructuras edificatorias que se levantaban por todas partes . En cierto momento del relato dice: «La ciudad… era el asesino de todos los asesinos y, peor aún, al ser anónimo era un curioso agente al que no se atribuían responsabilidades. Y sintió que para crear una época en la que la profesión de matar volviera a ser un arte, en la que este acto humano pudiera realizarse con placer, no había nada más urgente que destruir estas ciudades inhumanas. … Cuando pienso en el sonido hueco de las consignas para construir, renovar y mejorar las ciudades, o sea, para el apuntalamiento político de la metrópoli actual, llego a pensar en términos de destrucción como única realidad».

Cities in the Air, 1962. Ciudades gigantes de cubos apilados o tetraedros imaginados durante el período metabolista de Isozaki.

Aquella idea de aniquilar la ciudad derivó, una vez rebajada su intensidad radical, en el memorable proyecto futurista “City in the Air” (1962), como alternativa a la alta ocupación del suelo en Tokio: “Distintas capas elevadas de edificios, residencias y transportes, suspendidos sobre una ciudad envejecida, en respuesta a la elevada tasa de urbanización”. Si destruir la ciudad no era posible, al menos cabía la posibilidad de distanciarse de ella, por elevación. A partir de ideas metabolistas, aplicó el concepto de crecimiento biológico a la arquitectura al considerar que la ciudad, así como sus estructuras, son organismos vivos que se desarrollan juntos: arquitectura como un proceso en constante transformación. El diagnóstico acertado no recibió en su caso la respuesta adecuada y funcional, al mimetizar la forma en que las células, desde el átomo hasta las nebulosas, se organizan y relacionan entre sí. Como es fácil imaginar, ninguna ciudad en el aire fue realizada.

En Bilbao diseñó el conjunto Isozaki Atea (1999-2008), combinando usos residenciales, de oficinas y servicios. Para su construcción se derribó la estructura de las edificaciones existentes, se conservaron -a modo de ruinas- partes de la fachada de un antiguo depósito de aduanas y se formalizó el área como una gran plaza pública con locales comerciales y un complejo de viviendas en dos altas torres a ambos lados de esta plaza. En el espacio interior que cierra la antigua fachada superviviente del Depósito Franco se encuentran los edificios de viviendas de menor altura, ordenados en forma de biombo informalmente desplegado. El patio se plantea, por un lado, como una prolongación de la calle Ercilla y, por otro, como una derivación del cercano paseo fluvial al tiempo que una amplia escalinata resuelve la diferencia de cotas entre el borde del ría y la llanura sobre la que se extiende el Ensanche decimonónico. La estructura del conjunto, proyectada por el ingeniero Robert Brufau, supuso un gran desafío técnico al tener que erigirse sobre las existencias inacabadas de la frustrada operación constructiva anterior. El perfil de la ciudad cambió notablemente con su intervención, pasando a establecer un rico diálogo con otros hitos arquitectónicos de los años 60, como el Banco de Vizcaya y el Edificio Albia, situadas en sus cercanías. En el horizonte urbano de Bilbao siempre aparecerán sus dos torres.

Isozaki Atea, Bilbao.

En 1990 tuve la fortuna de conocer personalmente a Isozaki. En representación del Gobierno Vasco, formé parte del jurado que decidió cuál de los seis proyectos invitados para dar forma al nuevo Kursaal de San Sebastián se realizaría. Los arquitectos invitados fueron: Mario Botta, Norman Foster, Rafael Moneo, Juan Navarro Baldeweg, Luis Peña Ganchegui-José Antonio/Mateo Corrales y Arata Isozaki. Como es bien sabido, ganó Moneo, muy justamente. Isozaki acudió a San Sebastián para explicar su propuesta al jurado y defenderla; no todas aquellas estrellas internacionales lo hicieron.

Su presencia: el arquitecto acudió acompañado por su mujer, Aiko Miyawaki, una reconocida escultora que estuvo a su lado durante la presentación, pues durante décadas colaboró e influyó en sus edificios. Ella se mantuvo silenciosa mientras él explicaba su trabajo en un inglés conciso y directo. Sin excesos verbales ni gesticulación física, Isozaki fue detallando en un tono suave, casi en voz baja, su proyecto. Sin embargo, en absoluto transmitía frialdad o distancia; atrapaba a los oyentes -al menos, a mí- con su mirada y una vocalización cálida, algodonosa.

Su indumentaria: me llamó mucho la atención. Mientras los miembros del jurado estábamos trajeados y encorbatados, él vestía una fluida indumentaria gris oscura, casi negra, minimalista total, con algo así como una sencilla chaqueta lisa abotonada en diagonal a un costado y cuello cerrado. Nosotros parecíamos unos pueblerinos con pretensiones y él, sobrio, exquisito. Supuse que era una pieza de Issey Miyake; sabía que era un diseñador de su predilección. De hecho, en 1977 el Museo Seibu organizó la muestra Issy Miyake in Museum: A Piece of Cloth para celebrar el premio Mainichi de Diseño que se le había otorgado al diseñador. Arata Isozaki, miembro del jurado que le premió, dijo entonces: «El diseño puede aplicarse a productos, gráficos, arquitectura y planificación urbana, pero se había excluido la ropa, a pesar de haber incorporado sus principios antes que cualquier otra disciplina (…) El trabajo de diseño de Issey Miyake no se ha limitado a ese mundo, pues ha tenido tal impacto en la esfera cultural que ha estimulado todas las áreas del diseño… (y) nos ha enseñado una verdad esencial: que la ropa está hecha de una sola pieza de tela que envuelve a un cuerpo en movimiento”.

Su proyecto para el Kursaal: no ganó, pero era muy representativo de su trabajo. Le perjudicó haber introducido dentro del programa arquitectónico un hotel que la convocatoria del concurso no exigía. Ello hizo muy compacto y masivo el volumen final, sobre todo hacia el Paseo de la Zurriola, aunque no tanto hacia el mar, pues aquí se fragmentaba en varias piezas de diferentes formas, materiales y colores. Como era frecuente en sus edificios culturales de aquella época, el proyecto transmitía incertidumbre e inquietud, pues no ofrecía certezas acerca de cómo sería realmente, de qué modo se organizaría en su interior. Más bien, el conjunto manifestaba aspecto de provisionalidad, como algo concebido y realizado para no durar mucho tiempo: el edificio era entendido como vanitas, una conjunción de objetos destinados a desaparecer, tarde o temprano, y que demandan ser disfrutados al máximo mientras se pudiera. La idea de ruina le atrajo siempre, aquí está Uribitarte para demostrarlo. Así como la fachada hacia la Zurriola ofrecía un aspecto urbano equiparable a los bloques de viviendas cercanos, en la cara orientada al mar el edificio mostraba un conjunto de cuerpos diferenciados cuya articulación resultaba complicado entender, como si hubiesen ido a parar hasta allí llevados azarosamente por las olas, cuyas ondulaciones quedaban evocadas en algunas cubiertas.

Es difícil incluir los edificios de Isozaki dentro de alguna de las categorías convencionales, pues no son claramente modernistas ni posmodernos, tampoco orientales u occidentales…, es como si varios fragmentos supervivientes de antiguos edificios construidos en diferentes momentos en el mismo lugar se hubiesen puesto de acuerdo para coexistir unos cerca de otros. Se dice que la difícil belleza de su arquitectura, entre compuesta y aparentemente inacabada, era propia de tiempos confusos. Yo pienso que él, simplemente, creía en la capacidad de la arquitectura para resolver problemas y disolver dificultades de una época que, como todas, fue confusa, pero que Isozaki ayudó a explicarla.

Maqueta de la propuesta de Arata Isozaki para el solar del Kursaal en 1990.

Gran Hotel Nazareno

/ Javier González de Durana /

El libro, sea como pieza original única o sea en edición múltiple impresa, es un excepcional posible marco de actuación para artistas que desbordan su trabajo más allá de los límites ofrecidos por la pintura, la fotografía, el dibujo, el grabado, el vídeo… Lo viene siendo desde hace muchos años, no es novedad, pero en tiempos recientes está fecundado con una vitalidad extraordinaria. El libro de artista posee una distinguida genealogía que atraviesa la obra de Goya y Picasso, entre otros muchos, en forma de cuadernos de dibujos, depósito heteróclito de imágenes susceptibles de ser reutilizadas más tarde en obras de otra dimensión y técnica, como objetos en sí mismos que recogían variaciones e ideas sobre un tema, un lugar, un objeto, un viaje… El cuaderno de apuntes se convirtió en libro impreso y alcanzó una inicial madurez durante las primeras décadas del siglo XX alimentado por movimientos artísticos que aspiraron al logro de la obra de arte total (constructivismo ruso -El Lissitzky-, Bauhaus -Kurt Schwitters-, simultaneismo -Sonia Delauney-…). En ellos el artista expandía su obra personal sobre un territorio más íntimo, delicado y multiplicador: las hojas de papel impreso cosidas o plegadas.

En ámbitos y tiempos más cercanos a nosotros el libro de artista ha venido siendo entendido, sobre todo, como catálogo visual en el que, junto a textos del propio artista o de escritores invitados, se incluyen reproducciones de las obras creadas por el autor en otros soportes. En estos catálogos el diseño editorial constituye la parte creativa, siendo el contenido una mera transmisión informativa, más o menos acertada, de obras de arte existentes en otros lugares.

Sin embargo, también hay artistas que consideran el formato libro como un soporte ideal para la creación directa, no subsidiaria de otros factores y sin renuncia de los componentes conformadores de todo libro: textos, imágenes y un relato intencionado. En Bilbao trabajan esta fructífera y singular línea Jesús Mari Lazkano, Roberto Aguirrezabala y Txuspo Poyo, tan diferentes entre sí y atractivo cada uno en su manera.

Hoy me voy a referir a Txuspo Poyo porque acaba de publicar Gran Hotel Nazareno, libro con el que realiza un singular repaso a la historia del Colegio Nazareno construido por José Calasancio en Roma el año de 1630. Primera institución educativa, pública y gratuita en Europa, su creación formó parte del plan de reconstrucción de la ciudad planeada por el papado tras los daños sufridos durante «il sacco de Roma» en 1527. Esta decisión docente, innovadora y científica, fue una respuesta específica dentro de la gran operación de la Contrarreforma orquestada para hacer frente a la escisión luterana dentro del catolicismo.

En este libro su autor plasma el proyecto realizado durante su estancia en la Academia de España en Roma el año 2021. La historia que se cuenta aquí es la que ofrece un artista con su peculiar visión, pues se distancia de la minuciosidad y abundancia de los datos constructivos, personales y cronológicos para aproximarse al universo de imágenes generadas en torno al mencionado colegio y algunas de sus singularidades. No es, por tanto, un libro de historia, sino un libro de arte que contiene una historia visual relacionada con un edificio barroco romano.

Planta del Colegio Nazareno en el siglo XVII. El cuerpo edificado delantero orienta su fachada al Largo del Nazareno. Tras él, originariamente, se abría un espacio ajardinado a dos niveles que hoy se mantiene como patio abierto, pero habiendo perdido jardines, fuentes y el gran nicho semicircular.

Una de las estancias principales del Colegio Nazareno en sus momentos de esplendor educativo.

En realidad, el libro contiene dos trabajos o acciones de apariencia y ejecución muy distintas, pero que aparecen relacionados y entremezclados a lo largo de sus páginas, del mismo modo que esos contenidos han servido, en paralelo, para la realización de una película homónima, de unos 20 minutos. Uno de los trabajos indaga sobre la identidad del edificio, el otro se esfuerza en la recomposición de un aspecto parcial de sus descartados contenidos. La labor creativa del autor desborda los formatos, pues su idea se plasma y completa en varios registros.

El Colegio Nazareno se abrió con la intención de dar educación a niños pobres de gran capacidad intelectual para lo cual se contó siempre con un profesorado excelente que solía ser reclamado por universidades y centros de estudio en otras ciudades. El nivel educativo era tan bueno que poco a poco fue admitiendo alumnos de pago para terminar convirtiéndose en un centro para los hijos de la élite nobiliaria romana.

Uno de sus activos más relevantes eran los laboratorios o gabinetes centrados en diferentes disciplinas que los alumnos podían estudiar por medio de las piezas coleccionadas: mineralogía, zoología, botánica…, ciencias naturales, algo habitual en los colegios de la orden de san José de Calasanz. Esta capacidad para coleccionar todo tipo de animales disecados, minerales y plantas raras o exóticas venía facilitada por los envíos de hallazgos que desde diferentes lugares del mundo hacían los misioneros escolapios repartidos en diáspora colonial. El gabinete de Roma era nominalmente de mineralogía, pero había conservado el esqueleto completo de una ballena cazada en las costas de Groenlandia en abril de 1843. Su biblioteca científica también era espectacular.

La evolución social y docente (ya no hay suficientes niños en el centro histórico de Roma) hizo que este colegio clausurase su actividad hace cuatro décadas, quedando desde entonces el edificio ocupado con oficinas y despachos, entre ellos los del Partito Democrático Nazionale, sucesor del Partido Comunista de Italia. Cierta degradación del conjunto colegial se fue haciendo patente, quedando en el abandono muchos de los elementos que constituyeron los gabinetes y la vida colegial. El esqueleto de ballena se guardó en cajas y fue depositado en otro lugar de Roma, al igual que la biblioteca. Recientemente se hizo público que una cadena hotelera había comprado el inmueble para instalar en él un hotel de lujo de cinco estrellas. Las turistificación del centro de Roma, que saca la habitual vida ordinaria y mete temporales usuarios con dinero, se acentúa.

El trabajo de Txuspo Poyo registrado en su libro consiste en explicar la vida del colegio a lo largo del tiempo mediante imágenes entre las que ha introducido vistas de otras áreas urbanas que, como sucedió en el siglo XVII con el Colegio Nazareno, intentaron una resignificación de la ciudad: el monumento a Vittorio Emanuele II, el EUR… No es una simple acumulación de imágenes ordenadas según algún criterio formal, sino el modo en que Txuspo Poyo «narra» esa evolución concreta -el edificio- y general -la ciudad- lo que presenta un neto perfil de creación artística.

Para ello, el autor se sirve del traslado de los huesos de la ballena desde el lugar donde se conservan hasta la Academia de España en el Gianicolo romano para «reconstruir» el cetáceo en la medida de lo posible dentro del gran salón de actos de la Academia. Ese traslado, llevado a cabo en un furgón Citroën Type H (circa 1964), obligó a un recorrido por las calles de la ciudad que permitía ir encontrando e introduciendo en la «narración» esas otras Romas con las que se intentó insuflar nuevas vidas urbanas en diferentes momentos históricos y que siempre, como durante el contrarreformista siglo XVII, eran intentos ideológicos y políticos (la monarquía, el fascismo…).

Ese traslado óseo y la reconstrucción del esqueleto animal constituye una performance en la que intervienen una máquina rodante, una ciudad y unas personas que, delicadamente, portan en sus manos huesos, vértebras cervicales, torácicas, lumbares, el cráneo… Unos huesos que usualmente en ciertas culturas servían para ser tallados en su superficie y transmitir hechos ocurridos que, en opinión de sus promotores, merecían ser recordados. Del mismo modo que la columna Trajana y el obelisco Marconi cuentan acciones que los romanos debían recordar, fuera la conquista de Rumanía, fuese la de Abisinia.

El libro de Txuspo Poyo, en una edición de 300 ejemplares, forma parte de una obra de arte coral en la que su voz adquiere simultáneamente varias tonalidades, registros y timbres hasta conformar una vibrante y multiforme acción. No los firma y numera, pero estaría bien que lo hiciera. Un relato de tránsitos, mudanzas y desplazamientos, de resignificación y descontextualización, de creación y desaparición, de pérdidas y abandonos, de encuentro entre el arte, la arquitectura y la ciencia. Es un relato, son dos acciones artísticas… y muchas pequeñas historias plasmadas en antiguas fotos, grabados y dibujos, subyaciendo bajo el tiempo eterno de Roma que, como en ocasiones anteriores, también superará el adinerado poder del turismo reconversor de antiguos palacios en nuevos hoteles.

Estado actual del patio del Colegio Nazareno, antiguo jardín.

Guggenheim Gernika Museoa

/ Javier González de Durana /

Astillero de Murueta, instalaciones sin actividad actualmente y vista aérea del lugar.

Consciente de que me meto en un avispero, ahí voy. Durante los últimos meses diversos amigos, colegas y medios periodísticos se han interesado por mi opinión sobre el proyecto del Guggenheim bilbaíno en Gernika y por si pensaba ofrecerla aquí, como suelo hacer con cuestiones de arquitectura y museos. Siempre que me lo preguntaron había mucho ruido alrededor del asunto y en tales circunstancias era preferible callar. Sin que se hayan despejado las dudas y críticas que ensombrecían y exaltaban los ánimos antes, ahora puedo decir algo con calma, aunque quizás sin mucho acierto.

Supongo que la razón del interés de esas personas por mi punto de vista estriba en que cuando se planteó originariamente el proyecto del museo para Bilbao yo estaba personal y profesionalmente muy vinculado con el mismo, lo que me hizo defender su creación cuando la inmensa mayoría de la sociedad expresaba su disconformidad. Años más tarde, cuando el museo bilbaíno había cautivado a todo el mundo y las instituciones le extendían amplia alfombra roja, me opuse públicamente a la idea de su expansión en Urdaibai. Imagino que el haber estado a favor en una ocasión y en contra otra es lo que ha suscitado la curiosidad acerca de lo que pienso ahora sobre el nuevo plan.

No tuvieron mérito mi defensa, primero, y mi oposición, después, en aquellas circunstancias. Durante los años de formalización del proyecto y construcción del edificio en Bilbao (1991-97) dispuse de muy buena información sobre los pasos que se iban dando, así como una firme seguridad en las bondades culturales y económicas del asunto. En cambio, durante el intento en Sukarrieta-Pedernales (2009-12, más o menos) mi única fuente informativa eran los medios de comunicación y mi rechazo tenía una sola causa: estaba en total desacuerdo con que hubiese que sacrificar el edificio de la colonia infantil de Pedernales para construir el nuevo equipamiento. Pasada una década desde aquel momento pienso que la paralización de la iniciativa en Sukarrieta fue acertada y, aunque entonces causara contrariedad en la dirección del museo, no seguir adelante fue lo mejor que pudo suceder. En aquel solar estrecho y alargado (propiedad de la BBK), había dificultades que en poco tiempo se habrían convertido en un problema, no en un museo. Hoy se plantea una oportunidad mejor.

Tampoco ahora tengo información privilegiada sobre el proyecto; de nuevo, sólo conozco lo que los medios transmiten (la cultura como motor económico basado en el turismo) y lo que se intuye en el ambiente, así que me voy a centrar en unos pocos aspectos, dejando de lado cuestiones importantes sobre las que no tengo datos suficientes: inversión económica, expectativas de retorno cultural y museístico, cifras de visitantes, periodización de apertura a lo largo del año… Existen otros aspectos que aún no están claros, sino pendientes de definición, así que solo mencionaré lo que creo saber, lo que puedo imaginar y lo que pienso sería deseable.

Los tres pabellones de Dalia con sus fechas de construcción. Imagen tomada del blog de AVPIOP.

Planta baja del edificio de 1957, concebido por Luis Mª Gana; ninguna de las tres calles previstas se realizó y sus espacios fueron invadidos por sucesivos crecimientos y ampliaciones. Imagen tomada del blog de AVPIOP.

Fachadas del edificio de José Mª Gana anteriores a los crecimientos y ampliaciones. Imágenes tomadas del blog de AVPIOP.

La instalación de parte del museo en los edificios de la antigua fábrica Dalia (propiedad de la Diputación Foral), en Gernika, es una buena idea, no sólo porque permitirá sanear el suelo (seguramente contaminado) y la conservación y reconversión de una interesante arquitectura industrial, sino porque además dispone en las inmediaciones de terreno suficiente para crecer, si fuera necesario. Se trata de un conjunto de tres inmuebles: el más antiguo, diseñado en 1957 por el arquitecto Luis Mª Gana, dispone de 2.655 m2 distribuidos en dos plantas y cubierta en dientes de sierra (shed); la primera ampliación corrió a cargo del arquitecto Guillermo Anasagasti en 1965, permitiendo ganar unos 1.500 m2 adosados al pabellón originario; la segunda ampliación, de 1973, vino de la mano del perito industrial, Pedro A. Garay Idoyaga, incrementando la superficie edificada en otros 1.500 m2 con una nave separada de las anteriores.

El edificio más interesante para su preservación es el primero, pero el segundo y el tercero poseen alturas de 6 y 9 metros, es decir, interesantes amplitudes espaciales. Si, como es fácil imaginar, el museo quiere construir una pieza de arquitectura singular aquí, el sacrificio del segundo y tercer pabellón será inevitable. Según parece, en este emplazamiento se ubicarían la recepción del museo y los servicios generales, además de un aparcamiento para vehículos, abriéndose diferentes opciones de aproximación hasta Murueta, donde se encontrarían las ofertas artísticas, tras recorrer una senda verde peatonal de unos cinco kilómetros.

Sorprende que en las instalaciones de Gernika no esté previsto exponer obra artística, al menos en principio, con lo que pudiera deducirse que, si Dalia va a ser sólo la puerta de ingreso al museo y un aparcamiento, quizás no se planteen conservar nada de lo existente. Si fuera así…, le faltaría sentido: ¿un museo de arte en Gernika y que para ver algo de arte sea preciso caminar cinco kilómetros?

Es importante decir algo acerca del futuro nombre de museo, en particular si va a estar en una localidad llamada Gernika. Nunca entendí la predilección por el nombre Urdaibai, topónimo rescatado de una torre medieval que existió en Forua, de la que hoy sobreviven tres muros devorados por un bosque cerrado y que nunca sirvió para denominar a toda la comarca en que se hallaba inserta. En otra época no lejana, desde Muxika hasta Bermeo e Ibarrangelu, todo ese territorio era conocido como contorno de «la ría de Gernika» o, al menos, así lo decíamos en Bilbao. Hoy en día los bizkainos entendemos a qué lugar se refiere alguien cuando menciona Urdaibai, pero no estoy seguro de que todos los vascos lo sepan y no digo ya el resto del mundo. Sin embargo, cualquiera sabe dónde está Gernika y, lo más importante, qué significa este nombre y cómo es su historia. Pronunciad el nombre de Urdaibai a un californiano, una finlandesa, un japonés o una sudafricana y pondrá cara de «¿qué?, ¡perdona!«, pero diles el nombre de Gernika y empezarán a salivar si tienen algo de educación. Somos titulares -desgraciadamente, vía población martirizada por bombardeo fascista- del nombre de la pintura más famosa del siglo XX y no hemos sabido aprovechar semejante capital. Gernika es una marca conocida (en su versión Guernica) mundialmente, de un valor insuperable, especialmente para los amantes del arte… y ¿vamos a utilizar un topónimo hiperlocal que hasta anteayer no manejaba nadie y sólo sobrevivía escrito en fogueraciones y antiguos papeles notariales?

Por último, lo más delicado: Murueta y la protección medioambiental de esta Reserva de la Biosfera. Pienso que el museo en Gernika-Murueta podría ser una herramienta, junto con otras, para la mejor preservación ecológica de la zona, al contrario de lo que mucha gente teme… con bastante fundamento. La conservación de la comarca no es actualmente perfecta, para nada, hay mucho por mejorar en edificación y urbanismo, en carreteras, caminos y senderos, en saneamiento de aguas y vertidos, en suelos contaminados, en reforestación y recuperación de especies animales, en reparación de daños físicos (canteras dejadas, presas arruinadas de molinos, cauces de arroyos desviados, laderas boscosas descuidadas…), en campos y parcelas desatendidas por abandono de labores agropecuarias… Urdaibai lleva años sometido a una tensión entre el Gobierno Vasco, más proclive a un compromiso de cierta conservación en la zona, y la Diputación de Bizkaia, más inclinada hacia los intereses urbanísticos de propietarios de terrenos y ayuntamientos afines. El museo, para evitar que le achaquen ser culpable de cualquier degradación ambiental, puede conducir a las instituciones promotoras (las dos mencionadas) a verse obligadas a elevar el nivel de control, reparación y conservación hasta un punto que no se está alcanzando por otras vías hoy por hoy.

Creo que Urdaibai, incluso sin museo, crecerá en el futuro con nuevas construcciones e infraestructuras, de ahí que quepa preguntarse si no sería mejor introducir en el puzzle una pieza que forzase (por estar a la vista de todo el mundo) a cumplir con lo que ahora se incumple, aún y cuando el esfuerzo de hacerlo con museo sea muy superior al que hay que hacer ahora mismo sin museo. ¿Por qué no verlo como una posibilidad positiva, una oportunidad que exigirá esfuerzos públicos comprometidos de verdad, mucho mayores que los actuales, con controles rigurosos y un crecimiento ordenado y restringido al milímetro? Algo que, de no hacerse así, por satisfacer amiguismos y afinidades políticas conduciría al desastre, claro.

Recordemos la crítica de hace treinta años, cuando se dieron los primeros pasos del proyecto para Bilbao: se aseguraba que la enorme cantidad de recursos que iba a absorber el nuevo museo dejaría en la menesterosidad a la cultura vasca y, en concreto, a los museos. En el Departamento de Cultura del Gobierno Vasco pensábamos lo contrario, es decir, que veníamos de la menesterosidad, en la que aún permanecíamos, y que la fuerte inversión en el Guggenheim obligaría a las instituciones a atender mejor los museos ya existentes y la cultura en general con dotaciones presupuestarias mucho más elevadas de las que hasta entonces habían recibido, al verse obligadas a evitar agravios y críticas, protegiendo, así, al nuevo museo. Eso fue lo que sucedió.

Por auténtica responsabilidad ecológica o para evitar acusaciones políticas de posibles deterioros medioambientales, las instituciones gobernantes deberán asegurarse que la existencia del museo no dé lugar a degradaciones y que no las haya tampoco por causa de otros agentes actuantes en la Reserva porque si no funcionan como absoluta garantía y riguroso control (lo que en ocasiones les obligará a actuar en contra de intereses políticos locales afines) se le culpabilizará al museo de todo lo que suceda, incluidos los destrozos en huertas causados por jabalíes al asenderear sus rutas ancestrales.

Una vez decidido qué pabellones y maquinaria merecerán ser conservados junto con el dique seco, los suelos del astillero de Murueta serán saneados, rehabilitados y remodelados para una nueva tarea. Pienso que la mejor obra de arte que el Guggenheim aportará a Urdaibai va a ser la recomposición, higienización, limpieza, depuración, reparación y arreglo del terreno y las riberas de Murueta. En caso de no haber museo, ¿alguien cree que se revertirá con tanta profundidad y amplitud como podrían hacerlo la Diputación y el Gobierno? Seguiríamos esperando muchos años…, me temo.

El museo se plantea actuar en tres zonas muy concretas, Dalia, Murueta y paseo intermedio, pero su impacto afectará a toda la comarca. Un informe realizado en 2019 sobre la carga turística subrayaba la alta presión que sufre el medioambiente en Urdaibai y que una presión adicional de 140.000 visitantes anuales acarreará problemas. Dicho estudio lo hizo público el Gobierno Vasco tras una solicitud de documentación realizada en el Parlamento. El estudio de la consultora externa in2destination pone de relieve la alta presión turística que ya sufre el entorno, poniendo alerta roja sobre los cinco indicadores analizados: gobernanza, economía, medioambiente, territorio y sociedad. El documento señala cuatro grandes problemas en la comarca a la hora de gestionar el turismo: la concentración de muchos turistas en pocos espacios durante franjas horarias estrechas, la falta de una movilidad sostenible unida a escasos aparcamientos, la alta actividad en las láminas de agua y las fricciones entre turistas y residentes. A ver cómo se concilia todo eso…

Imagen del interior de Dalia. Imagen tomada del blog de AVPIOP.

Puentes y navegabilidad en la ría

/ Javier González de Durana /

El justificado deseo de que el tranvía de Bilbao llegue hasta los nuevos territorios urbanizados de la isla de Zorrotzaurre se convertirá en una realidad que agradecerán los futuros vecinos, trabajadores y usuarios. Dotar a ese espacio en gestación de todas las formas de acceso razonable incluye el tranvía, sin duda, con la condición de que este modo de transporte no cause un daño mayor que el beneficio que proporciona. Ni en esto del transporte ni en cualquier otra cuestión tiene sentido que para ganar un euro se gasten dos o que para establecer una nueva vía de comunicación se anule otra vía natural e idiosincrásica. Es obligación del Ayuntamiento y de Euskal Trenbide Sarea, el gestor ferroviario vasco encargado de diseñar su futuro trazado, encontrar la manera más razonable de hacerlo, que la ganancia comunicacional no cause graves pérdidas de orden simbólico, por ejemplo.

Cada vez que la ciudad de Bilbao conquistó un nuevo territorio para su expansión urbana, poco antes o después, se construyó un puente. De hecho, el nacimiento mismo de Bilbao está ligado a la construcción del puente de San Antón. La vieja puebla al pie de las minas dio el salto a la margen derecha para fundar la Villa y esa decisión fue posible gracias al puente, el cual quedó plasmado en el escudo de la ciudad. Por tanto, la identidad entre Bilbao y un puente es completa.

A medida que a partir de sus tres calles originarias la ciudad crecía aguas abajo fueron apareciendo puentes, de madera, de hierro, colgantes, fijos, móviles hacia un lateral o hacia arriba, colgante transbordador…, puentes de todo tipo siempre que permitieran el paso de embarcaciones a vela. El puerto comercial de Bilbao llegaba hasta el mismo puente de San Antón y la actividad mercantil, fuente principal de la vida económica local, se nutría con las cargas transportadas en bodegas de embarcaciones llegadas desde otros mares o con las de lana traídas por tierra desde Castilla y las del hierro extraído en Mirivilla para ser transportadas a mercados distantes del norte de Europa. Impedir el paso de estas embarcaciones suponía estrangular la vida de la ciudad. Todos los puentes construidos hasta los años 30 del siglo pasado tenían en cuenta un requerimiento: los barcos debían tener paso franco, como fuese, y los ingenieros se las apañaban para que, con arte e ingenio, los barcos pasasen. Los altos arcos del medieval puente de San Antón, sobre todo el más próximo a la iglesia, dan a entender que, además de lanchas y gabarras, barcos de cierta arboladura pasaban por debajo hasta el muelle de Ibeni, en las inmediaciones del convento de la Encarnación. Como señalaría Adolfo Guiard siglos después, «la civilización llega hasta donde llega la marea», esto es, hasta donde llegaba la jurisdicción de la Junta de Obras del Puerto, algo más arriba del puente medieval, en consecuencia, hasta donde podían llegar los barcos con marea alta.

Bilbao nació y ha existido por su ría, aunque sería más preciso decir que su existencia tal como la conocemos es fruto de la navegabilidad de la ría. Bilbao y ría navegable es un binomio conceptual inseparable. Sin navegabilidad Bilbao habría existido, sí, pero sería una ciudad completamente diferente. Precisamente, su mayor capacidad funcional como ruta de comercio y puerto se logró en la ría a partir del momento en que se eliminaron las dificultades físicas que, en ocasiones, impedían o limitaban a los barcos el tránsito fluido aguas arriba y aguas abajo. El encauzamiento de las orillas fluviales, las correcciones de su curso en Sestao, Erandio y Barakaldo, la eliminación de los churros (fondos rocosos en el lecho) en Olabeaga y, sobre todo, como inicio, la eliminación de la barra de arena en Portugalete, posibilitaron el esplendor de Bilbao y su ría a partir de 1877.

El tranvía cuyo trazado hasta Zorrotzaurre se ha dado a conocer recientemente aprovecha parte del antiguo vial del tren Bilbao-Santurce, actualmente abandonado, e incluye un puente a la altura de Olabeaga, tras el campo de fútbol de San Mamés, en un lugar donde se prevén otras intervenciones que cambiarán drásticamente o eliminarán algunas señas de identidad de este barrio, como ya escribimos aquí hace unas semanas. La diferencia de cotas entre el punto en que el tranvía se separará de su actual trazado, plaza del Sagrado Corazón, y el punto de la ribera cercana en donde se ha decidido que cruce la ría y, por tanto, se apoyen algunos estribos del puente, es tal que obligará a una fuerte remodelación de esa ladera, sobre todo en su parte final, donde el trazado plantea un giro de 90 grados, antes de saltar muy por encima de la carretera ribereña y del agua. Un nuevo adiós a ese paisaje. Sin embargo, la mayor repercusión operará en la ría ya que el necesario puente de comunicación entre las dos orillas, tal como aparece diseñado en los bocetos que se han dado a conocer, funcionará como una barrera infranqueable para embarcaciones de porte elevado. Un diseño vulgar, para lo que ha sido la brillante historia de los puentes en esta ciudad, remata el asunto.

Trazado del tranvía. / Estudio informativo TYPSA – ETS.

Plano del trazado del tranvía en el paso entre Olabeaga y Zorrotzaurre. / Estudio informativo TYPSA – ETS.

Bilbao ha perdido lo mejor de su arquitectura industrial, perdió los palacetes que se edificaron en el Ensanche con la primera capitalización industrial, perdió la segunda generación de chalets ajardinados al de poco tiempo…, elementos físicos que podrían haber sido reutilizados con otros fines, conservando su materialidad. Ahora le ha llegado el turno a lo inmaterial simbólico: se está a punto de perder la navegabilidad de la ría si para ese puente se elige un diseño barato, ramplón y bloqueador. En esta ciudad que ha dado sobresalientes ingenieros durante más de un siglo y medio tiene que haber un ingeniero que conciba cómo trazar ese puente sin arrebatar a la ría su condición de navegable, lo que es como decir, sin quitar a Bilbao la razón histórica de su existencia. Y tiene que haber un Ayuntamiento y un Euskal Tranbide Sarea que lo apoyen y hagan posible. Es verdad que ya no recorren las aguas de la ría aquellos grandes veleros y buques que traían y llevaban civilización, pero ¿es este motivo suficiente para poner una barrera donde siempre hubo paso abierto? Si ahora ponemos fin a la navegabilidad a causa de un diseño deficiente y tacaño, ¿cuál será el siguiente paso?; si el beneficio económico lo avalase ¿se cubriría la ría para ganar suelo donde construir más edificios?

No sería la primera vez que se pensase tal posibilidad. Durante los años más desarbolados del liberalismo económico ya lo hizo el ingeniero Alberto de Palacio en 1893 al concebir un puente grandioso que pretendía cubrir la ría desde el Arenal hacia la Merced a lo largo de casi 225 metros, con el que el «Bilbao viejo quedará libre de la vecindad de la ría, a la verdad no muy agradable ni sana», según palabras de La Ilustración Española y Americana. El edificio en sí, con potente dotación monumental que incluía una galería interior acristalada, a la manera de otros edificios similares en París, Milán…, tenía elevado interés constructivo como todo lo que concibió el ingeniero bilbaíno, pero en ocasiones se dejó llevar por utopías un tanto desquiciadas, como ésta de convertir un tramo central de la ría en algo cercano a una alcantarilla. Alberto de Palacio era hijo de su tiempo y trabajó para las fuerzas económicas locales, las cuales alentaron y debieron de frotarse las manos ante la enorme cantidad de metros cuadrados edificables para comercios, oficinas y viviendas junto a un casco viejo que sólo ofrecía pequeños y aislados solares. La pieza sacrificada hubiese sido la ría. El proyecto no salió adelante por falta de financiación y, en el fondo, por su absurda ubicación. Edificios como ese, puestos a levantarlos, demandaban ya su instalación en el nuevo Ensanche.

A diferencia de los puentes en San Sebastián, decorativos, escultóricos y «parisinos», los de Bilbao, con austeridad ingenieril, no acostumbraban a enmascarar su forma ni su función, sino que incluso exhibían la mecánica de su movilidad como un valor ornamental.

Aprovéchese la oportunidad que ofrece el puente del tranvía a Zorrotzaurre para añadir una nueva pieza constructiva a Bilbao, algo ligero y airoso, liviano a la vista, que cruce el espacio fluvial con elegancia y añada un nuevo dato de hermosa singularidad a un barrio que está perdiendo las señas seculares que tiene. Inspírense en los cargaderos de mineral que abundaron en esa zona, yo qué sé, piénsenlo con cariño, pues no parece haberse puesto mucho de esto último. Bilbao recibió de la Naturaleza el regalo de una ría navegable. Si anulamos esta cualidad ¿Bilbao seguirá siendo el mismo? ¿quién fue aquel que prefirió perder su alma por ahorrarse o ganar unas monedas?

La Ilustración Española y Americana, Madrid, 23 de agosto de 1893.

Fundición Aceros Echevarría (HEVA), en Begoña

/ Javier González de Durana /

Vista aérea de las instalaciones en pleno funcionamiento a principios de los años 70.

La Asociación Vasca de Patrimonio Industrial y Obra Pública nos recuerda que tal día como hoy, 2 de diciembre, hace 40 años dieron comienzo las primeras Jornadas sobre la Protección y Revalorización del Patrimonio Industrial, una iniciativa pionera impulsada desde el Departamento de Cultura del Gobierno Vasco bajo la dirección de un Comité Científico encabezado por Teresa Casanovas y Eusebi Casanelles. De hecho, las Jornadas fueron una colaboración entre Euskadi y la Generalitat de Catalunya con una amplia participación internacional de ponentes. Era la primera vez que un relevante grupo de historiadores, ingenieros y arquitectos se reunía en España para reflexionar sobre estrategias a seguir en lo que ya entonces se veía venir: la destrucción, más o menos sistemática, de los vestigios industriales que caracterizaron los siglos XIX y XX.

Durante el segundo semestre de aquel 1982 se vivió en Bilbao una intensa actividad en lo concerniente a la toma de conciencia acerca del valor de la «arqueología industrial», una expresión que entones era común en Europa. El 15 de junio se creó la Asociación de Amigos del Museo de la Ciencia y la Técnica del País Vasco, presidida por el jurista Adrián Celaya e integrada por historiadores, ingenieros junto con el artista Agustín Ibarrola, autor del logotipo de la Asociación. El 6 de octubre la Asociación emitió un comunicado en el que mostraba su preocupación por la desaparición de las instalaciones de la fábrica Echevarría, en Begoña, cuyo desmantelamiento estaba anunciado que comenzaría aquel día. Los medios de comunicación recogieron algunas frases del comunicado que no lograban transmitir la importancia de aquel derribo masivo y su alerta pasó desapercibida. En este contexto tuvieron lugar las Jornadas, en Barakaldo.

Aunque yo era el secretario de aquella Asociación, tratando de sacudir un poco el ambiente, a título particular escribí un artículo sobre el asunto de «Echevarría». El periódico al que lo envié no lo publicó y tampoco se justificó, aunque no tenía porqué hacerlo ya que no se trataba de un texto solicitado, sino una espontánea iniciativa personal. Supongo que debieron de considerar como un despropósito que alguien clamara por preservar algo de aquella inmensa fábrica que tanto había contaminado con sus humos y ruidos las zonas urbanas próximas. Conservé una copia del texto, el cual traslado aquí ahora.

LA FÁBRICA DE «ECHEVARRÍA» EN BEGOÑA SE DESGUAZA.

Una pérdida irreparable para nuestro patrimonio arquitectónico, histórico-social y técnico.

Cuando todavía no hemos terminado de suspirar de alivio por haber conseguido llegar a tiempo para conservar la ferrería del Pobal y cuando ningún lamento, por profundo que sea, nos permitirá recuperar los primeros hornos altos instalados en Vizcaya (Bolueta), ni los trenes aéreos de mineral, ni los cargaderos de la ría, ni la fábrica de porcelana de San Mames (Busturia), ni tantos y tantos elementos de los orígenes de la industrialización en Vizcaya, ahora, aún hoy, todavía no hemos aprendido la lección y contemplamos sin remordimientos cómo otro elemento más (simbólicamente ubicado hoy junto al corazón de Bilbao, como la fundición del hierro lo ha estado en el de su economía) desaparece. Las naves industriales de la colina de Artagan se han vendido a tanto el kilo y ya se está en proceso de desmontaje. Dado el ritmo de trabajo que éste lleva les tocará su turno dentro de pocos meses a los dos pabellones más interesantes desde el punto de vista de sus dimensiones y de su técnica constructiva (el de forja y el de hornos). 

Curiosamente, cuando hace algunos años se presentó el proyecto que Ricardo Bofill planeó para los terrenos de le fábrica diversas voces se alzaron en contra de él, pero ninguna planteaba la conveniencia de la desaparición de los pabellones, No ha sido sino hasta que los hemos visto amenazados y desaparecer, cuando nos hemos apercibido que forman parte íntima de la ciudad consolidada y una seña de identidad clave en la imagen personal de Bilbao. 

Mientras que en Estados Unidos, Inglaterra y otros países pioneros de la industrialización las instalaciones fabriles obsoletas son mimosamente conservadas mediante readaptaciones arquitectónicas y reconversiones de sus usos (véanse al respecto las actas de las ICCIH -International Conference on the Conservation of the Industrial Heritage- y las experiencias de los “Heritage Center” parques culturales urbanos de USA) aquí seguimos con la lógica urbanística de los años 50, 60 y 70: demolición de los edificios que, habiendo perdido su función inicial, están fuera de uso, dejando paso a operaciones de renovación urbana. 

Hay que decir en voz alta que los mismos criterios, exactamente los mismos, que utilizamos para respetar monumentos como torres banderizas, iglesias góticas, palacios renacentistas, retablos barrocos y Ensanches burgueses, sirven para hacer que se deba respetar la huella de la industrialización, y entre esos criterios, principalmente por uno: esa huella es irrepetible, ya no se construye así, ya no se harán más chimeneas de ladrillo, ya no se utilizará más el hierro y el ladrillo para construir naves industriales en la manera en que se utilizaron aquí. La cuestión tiempo, al referirnos a la industrialización, es un factor menor; algunos de los pabellones más interesantes de «Echevarría» no llegan a tener 50 años, pero ya son producto de una tecnología periclitada. Como lo son máquinas que no han cumplido los 25 años y ya han sido sustituidas por otras. Máquinas, locomotoras de un tren interior, hornos, cazos…, todo ello no vale más que su peso en hierro a tanto el kilo… ¿o ya empezamos a creer que tienen otro valor? 

Las autoridades locales, provinciales o autonómicas deben negociar con «Echevarría», propietarios del terreno, y con la empresa propietaria hoy de las instalaciones la conservación y reconversión, siquiera, de las dos naves citadas. Las reuniones de la ICCIH han demostrado a las claras la gran versatilidad de estos edificios al buscarles nuevos usos, máxime si éstos son de interés colectivo y público, cuestión que, por otra parte, se enlaza admirablemente bien con el hecho de que en el futuro en esa zona existirá un parque público. 

Con la desaparición de los pabellones de «Echevarría» asistimos a la representación de una saturnalia, a la materialización de la idea -fuertemente ligada al sentimiento de que la vida es duración y sustitución y de que el sacrificio es la única fuente de la nueva creación- de que todo reinado ha de ser sustituido por otro. Bilbao, como Saturno, con su hambre devoradora de vida y que consume todas sus creaciones, sean seres, cosas, ideas o sentimientos, devora las naves industriales de Begoña. Pero lo que en Saturno es lógico por simbolizar el tiempo y la actividad, el dinamismo lento e implacable, en Bilbao es absurdo porque los habitantes de esta ciudad no somos dioses y por eso aspiramos a ser flexibles más que implacables y porque ya que una parte importante de la historia económica y social de Bilbao (y, por lo tanto, de su modo de ser actual) se ha desarrollado en esta fábrica que nos ha contemplado desde le alto de una colina durante de más de 100 años, lo menos que puede hacerse, en compensación por lo anterior, es preservar para el futuro un leve recuerdo de su existencia. Ese lugar y sus pabellones pertenecen a la memoria histórica de la villa, sin ellos nos habremos automutilado el recuerdo y tengamos presente que la memoria es el mejor aliado de la imaginación. 

No se trataba de conservar todas las instalaciones fabriles, sino uno o dos pabellones representativos por la tecnología con que habían sido construidos y la capacidad para funcionar con un uso publico polivalente tras su rehabilitación y reconversión. Como es bien sabido, sólo se mantuvo una chimenea de todo aquello. Todavía me reconozco en aquella manera de escribir, un tanto ingenua y pedagógica; era la primera vez que se decía que habría que conservar unas construcciones que mayoritariamente la sociedad bilbaína quería que desaparecieran, pues nadie comprendía aún sus valores y singularidades. En la actualidad lo escribiría de otro modo, pero la sustancia y el objetivo serían los mismos. Hoy se conservarían algunas de aquellas naves industriales y en ellas podrían acogerse conciertos, reuniones, mercadillos, celebraciones, ser punto de encuentro para el barrio en días lluviosos…

Al hablar del proyecto Bofill, para el cliente «Echevarría S.A.» en 1977, conviene recordar cómo fue; aquí pongo un enlace a las muchas imágenes que elaboró el arquitecto catalán y esta es su pequeña descripción: «Presentado sobre el antiguo solar industrial de la fábrica Echevarría, la operación combina de manera equilibrada unidades residenciales y equipamientos públicos, incluyendo una escuela, dentro de una “ciudad jardín”. La operación ofrece una amplia variedad de unidades residenciales para familias con diferente poder adquisitivo. El proyecto incluye un parque central accesible a los residentes de los barrios vecinos».

Imagen del proyecto Bofill, de haberse materializado.

Portales accesibles y cuidado patrimonial

/ Javier González de Durana /

El aparato decorativo y la riqueza de los materiales utilizados en algunos portales los convierte en verdaderas joyas del diseño y el patrimonio arquitectónico de valor histórico. En ellos la más pequeña modificación supone pérdida y daño. En este caso, portal sin ninguna alteración, tan sólo con la presencia de unos inadecuados carteles modernos. Marqués del Puerto 9 (1902), arq. Mauricio Beraza Zárraga.

Existen muchos inmuebles de viviendas que no cuentan con la accesibilidad reglamentaria en sus portales. Se trata de un asunto delicado porque supone la discriminación parcial de un número considerable de personas, el 8,5% de la población, es decir, casi 4 millones de personas residentes en algo más de 3 millones de hogares. Por otra parte, en multitud de edificios históricos protegidos no se pueden plantear obras que modifiquen su construcción y aspecto. Cuando fueron diseñados, además, no se tuvo en cuenta la posibilidad de añadir un ascensor y, dado que los espacios existentes son reducidos o insuficientes, la consecuencia es que la accesibilidad desde la calle hasta sus viviendas para personas con movilidad limitada se convierte en un asunto de difícil solución. Este es el principal problema planteado a la hora de instalar un ascensor en un edificio de tales características. Ni la ley del Patrimonio Histórico Español de 1985 ni la normativa autonómica contemplan los aspectos de accesibilidad. Actualmente, el límite a la hora de implementar nuevos parámetros de restauración y mejora de servicios viene dado por la declaración de Bien de Interés Cultural. 

Cada edificio posee unas características determinadas y cada proyecto de intervención debe analizar las posibilidades que ofrece para hallar la mejor solución. Los edificios que cuentan con un patrimonio histórico no deben quedar exentos de ciertos elementos de accesibilidad. Cualquier arquitectura que forme parte del pasado debe soportar tantos requisitos como una actual. Las personas y su total accesibilidad a la calle y a su vivienda son el objetivo; los edificios, todos, deben adaptarse. Ello exige estudio atento y sensibilidad humanista por parte de los profesionales que se encarguen de dichas obras.

El principal problema está en la toma de decisiones que pueden conducir a alteraciones arquitectónicas desvirtuadoras de su valor y atractivo. Para evitarlo es preciso un análisis estructural exhaustivo del inmueble, detectando las necesidades y sus soluciones más efectivas y teniendo en consideración que toda intervención en el patrimonio debe ajustarse a parámetros de respeto histórico para lograr la mayor compatibilidad entre lo ya existente y lo recién aportado. 

Bajar a cota cero un ascensor -a pie de calle- significa eliminar los escalones existentes desde la entrada del edificio hasta el ascensor, facilitando el acceso al mismo. Las barreras arquitectónicas existentes tanto en edificios públicos como privados dificultan el día a día de personas discapacitadas, ancianos o familias con carritos de bebé que demandan, como no puede ser de otra manera, una accesibilidad total. Ello implica eliminar cualquier obstáculo de nivel que exista para llegar al ascensor.

Pese a que lo más recomendable -y, al final, lo más práctico y, de hecho, lo obligatorio si es la única forma de asegurar accesibilidad- es bajar el ascensor a cota cero, existen otras opciones, como la instalación de plataformas salvaescaleras y la construcción de rampas, las cuales conllevan otro tipo de destrozos, quizás menores, pero que también modifican el estado preexistente. Esa obligatoriedad es imperativa cuando la demanda de ascensor procede de personas mayores de 70 años o con minusvalía:

“Tendrán carácter obligatorio y no requerirán de acuerdo previo de la Junta de propietarios, impliquen o no modificación del Título Constitutivo o de los Estatutos, y vengan impuestas por las Administraciones Públicas o solicitadas a instancia de los propietarios (…) Las obras y actuaciones que resulten necesarias para garantizar los ajustes razonables en materia de accesibilidad universal y, en todo caso, las requeridas a instancia de los propietarios en cuya vivienda o local vivan, trabajen o presten servicios voluntarios, personas con discapacidad, o mayores de setenta años, con el objeto de asegurarles un uso adecuado a sus necesidades de los elementos comunes, así como la instalación de rampas, ascensores u otros dispositivos mecánicos y electrónicos que favorezcan la orientación o su comunicación con el exterior, siempre que el importe repercutido anualmente de las mismas, una vez descontadas las subvenciones o ayudas públicas, no exceda de doce mensualidades ordinarias de gastos comunes” (Artículo 10.– Obras de conservación y accesibilidad, en la Ley de Propiedad Horizontal).

Las ayudas públicas incentivan estas necesarias transformaciones que no se dieron durante muchas décadas. Es natural que las comunidades de vecinos de aprovechen de ellas. Las constructoras, por su parte, deseosas de que se multipliquen estas obras se refieren a la revalorización que el inmueble tendrá gracias a ellas. En fin, lo habitual.

Imposible lograr la accesibilidad universal sin destruir el valioso diseño original de este portal. Gran Vía 42 y 44 (1924), arq. Ángel Líbano Peñonori.
En algunos portales el acceso a la plataforma donde podría instalarse un ascensor no sólo se halla varios peldaños por encima del nivel de la calle, distribuidos en tramos diversos, sino que además se encuentra a mucha distancia de la acera. Tal es el caso en este edificio. Gran Vía 58 y 60 (1920), arqs. José Mª Basterra Madariaga y Ricardo Bastida Bilbao.
En algunos casos, el tramo a sortear es tan elevado, con seis, siete u ocho peldaños, que no existe posibilidad de introducir una rampa con la inclinación ajustada puesto que el espacio delantero es corto y no lo permite. Gran Vía 46 (1919), arq. Juan Carlos Guerra Palacios.

Accesibilidad o conservación del patrimonio artístico de los edificios, ese es el dilema que afecta a los portales más característicos de nuestras ciudades. Bien por remodelación integral de los inmuebles protegidos o bien por la mencionada accesibilidad, sus elementos decorativos se desmontan en los portales que los tienen, a veces se almacenan y, con suerte, tras un proceso de restauración, vuelven a colocarse y el interior del portal retoma algo de su antiguo aspecto. Sin embargo, lo habitual es una sustitución completa del espacio, forma, materiales y aspecto global del interior del portal, incluida las puertas que, con la excusa de estar estropeadas y ser viejas, no dan buena impresión y creen llegado el momento de sustituirlas -dicen- «por unas más actuales o más elegantes». Siendo sinceros, muy pocas veces el resultado se encuentra a la altura de lo anterior, sino por debajo, muy por debajo. Hay casos que dan ganas de llorar.

Esta doble imagen plantea un caso sencillo de resolver, pero no todos son tan fáciles.

En este portal la bajada del ascensor hasta el nivel de la calle se resolvió con el estrechamiento de primer tramo de peldaños para habilitar un paso lateral. La reconstrucción de esos peldaños, así como la adecuación del paso hacia el ascensor, pudo solucionarse con cierta dignidad. Tan sólo la puerta moderna del ascensor chirría dentro del diseño general.
Gran Vía 55 (1941), arq. Pedro Ispizua Sesunaga.

Algunos portales, para no modificar lo existente, adoptan soluciones muebles, como esta rampa de quita y pon. No es bonito, pero sirve para conservar el diseño. Gran Vía 49 (1921), arq. Ricardo Bastida Bilbao.

Dos imágenes, mirando a derecha e izquierda, durante una intervención en el portal. En las dos imágenes situadas debajo de este párrafo se puede ver cómo era el portal antes de ser intervenido. Manzana completa entre las calles Rodríguez Arias, Iparraguirre, Doctor Achúcarro y Máximo Aguirre (1956), arqs. Pedro Antonio San Martín Moro, Jesús Fernández González, y Félix Sastre Uría.

Fachadas ventiladas y pérdida de identidad

/ Javier González de Durana /

Adiós al carácter de los edificios construidos en los años 50, 60, 70 y 80. Profundos cambios de color y diseño al amparo de la instalación de fachadas ventiladas. Las superficies carnosas, cálidas y profundas, junto con el bi-cromatismo que subraya líneas de forjado y lugares adintelados, son sustituidos, como en este caso, por uniformes superficies claras o blancas..

La accesibilidad y la eficiencia energética son dos de los problemas más importantes a los que hace frente una gran mayoría de edificios hoy. Esto es debido a su antigüedad, entendiendo por tal que fueron construidos hace más de 40-50 años. Dejo el asunto de la accesibilidad y la eliminación de las barreras arquitectónicas para un comentario posterior y en éste abordo la segunda cuestión.

Es bien sabido que existen importantes déficits de aislamiento térmico en los edificios construidos hace más de medio siglo, década arriba o abajo. El parque residencial del País Vasco, en concreto, es uno de los más antiguos del Sur de Europa, según el consejero de Vivienda y Urbanismo. El diagnóstico es quizás algo exagerado, pero contiene una verdad que implica elevados consumos de calefacción o aire acondicionado, los cuales, a su vez, suponen altas emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera. Conseguir ahorros energéticos en estos tiempos de crisis económica post-covid y de limitaciones energéticas, tanto por cuidado al planeta como por la guerra de Ucrania, es importante. Muy de acuerdo.

Según la normativa española, a partir de 2020 todos los edificios deben tener un consumo de energía prácticamente nulo. Una de las respuestas actuales al consumo energético, derrochador y contaminante, es la fachada ventilada: un revestimiento exterior permeable fijado mediante sistemas de anclaje al original y preexistente cerramiento; con ello se genera una cámara intermedia por la que circula el aire libremente, produciendo un efecto chimenea. Una fachada ventilada puede suponerle al edificio que la tiene un ahorro energético estimado entre el 20% y el 30% del consumo.

Desde hace pocos años en las ciudades de nuestro entorno se está viendo cómo numerosos edificios cubren sus fachadas con una segunda piel para lograr esa eficiencia energética. Se asegura que en el País Vasco más del 13% del parque de viviendas actuales lo necesita. Para facilitar las operaciones conducentes a tal ahorro el Estado ha destinado 6.800 millones de euros de los fondos europeos Next Generation EU, por varias vías de subvención, con las ventajas añadidas de que se pueden rehabilitar edificios a gran escala y con mayor rapidez en la tramitación. El Gobierno Vasco aplicará estas subvenciones con carácter retroactivo a las intervenciones de esta naturaleza realizadas desde el 1 de febrero de 2020 y las extenderá hasta junio de 2026, disponiendo para ello, de momento, de 86’3 millones de euros.

Este apoyo económico está provocando que muchas comunidades de vecinos lo aprovechen, lógicamente. No obstante, da la impresión que, a veces y a la vista de los resultados, la intervención arquitectónica se ha llevado a cabo con apresuramiento, sin un buen estudio con las mejores soluciones posibles. Debido a esto y supongo que para evitar males mayores, están proliferando las conferencias de especialistas, los simposios y foros profesionales sobre el asunto, los suplementos periodístico-informativos, las oficinas de rehabilitación energética que ayudan al peticionario de la subvención a entender la normativa y a gestionar una burocracia compleja, etc.

Voy ya a lo que me interesa decir. Las empresas que han centrado sus servicios en estas labores defienden que los edificios particulares aprovechen la renovación en las fachadas no sólo para adecuarse a la normativa y obtener fondos EU, sino también para modernizar y revalorizar las construcciones así intervenidas. Para ello, estas empresas apuestan por nuevos materiales que permiten llevar a cabo un cambio estético, aportando -dicen- un valor añadido a la fachada del inmueble. Ese revestimiento exterior se puede realizar mediante una gran diversidad de materiales, siendo habituales las placas cerámicas y de piedra natural o el muy versátil composite, una resina compuesta a base de mezclas heterogéneas de materiales sintéticos que, dependiendo de la mezcla, ofrece unas propiedades u otras.

Esos objetivos de ahorro energético están muy bien, son lógicos y necesarios, nadie los discutirá, pero sí puede y debe cuestionarse algunas de sus consecuencias visuales. Estas aparecen cuando el proyecto se diseña con nulo respeto hacia el edificio en que se interviene y no me refiero sólo a los inmuebles de obvio y declarado valor histórico, sino a otros muchos -una gran mayoría de hecho-, que no eran tenidos en mucha estima y consideración hasta que estas actuaciones han empezado a proliferar. El cubrimiento de fachadas con ladrillo caravista, construidas durante los años 50, 60 y 70, santo y seña de la arquitectura bilbaína, pone en riesgo la estética de la ciudad moderna y también su idiosincrasia al hacer peligrar la personalidad que la caracteriza, provocando una uniforme monotonía en los entornos del paisaje urbano. En Bilbao, San Sebastián, Pamplona… estamos viendo resultados lamentables que han desfigurado tanto notables edificios racionalistas diseñados por relevantes arquitectos como dignísimos ejemplos de bloques de viviendas que sólo ahora, tras un rechapado insensible y rutinario, echamos de menos en su aspecto original, con matices y detalles que antes, sin embargo, desdeñábamos o considerábamos poco interesantes. Estos alicatados en busca de eficiencias energéticas, a menudo, en manos poco profesionales y cuidadosas, suponen irrespetuosas y severas transgresiones.

Un caso en la calle Henao de intervención respetuosa en la fachada, con especial cuidado puesto en huecos y franjas de separación de pisos, incluyendo un color azul que, si bien no es tipológico en esta zona del Ensanche, sí lo fue en esta casa construida a finales del siglo XIX cuando sus alrededores eran huertas y prados.

Encapsular el edificio no es la única manera de ahorrar energía. Existen alternativas y modos paralelos al forrado de la piel original para lograr el deseado ahorro energético. Se puede actuar desde el interior del propio edificio, mediante insuflado con poliestireno o lana mineral, en caso de existir cámara de aire entre la piel del edificio y los tabiques interiores, o la sustitución de carpinterías y vidrios por otros de alta eficiencia; también por las cajas de persianas y las cubiertas se producen importantes pérdidas y consumos.

Al igual que se hace en los monumentos, también para estas operaciones se necesitan combinados conocimientos técnicos y humanísticos, pues cada caso requiere soluciones específicas y lecturas sensibles al carácter formal e histórico del edificio. Las fórmulas universales -ciegas y estandarizadas- no funcionan ante las peculiaridades de cada inmueble. Si todas las arquitecturas son distintas de origen y de hecho, también lo habrán de ser las intervenciones a las que se vean sometidas. Las comunidades de vecinos quieren ahorro energético, no que les cambien el aspecto exterior de sus viviendas. Conozco casos en que inmuebles de gran dignidad diseñados por Luis Mª Gana, José Mª Chapa e incluso Manuel I. Galíndez en Deusto, Begoña y el Ensanche han sufrido liftings penosos o cuestionables, como mínimo.

No se trata sólo de rehabilitar energéticamente los edificios mediante la actuación técnica adecuada a cada inmueble, sino también de que el nuevo material adoptado respete la lógica compositiva, la textura y hasta el color de la fachada original. Estos nuevos materiales ofrecen una variedad cromática tal que a veces resulta difícil resistirse a elegir aquel que, en opinión del arquitecto o de la comunidad de vecinos, le confiera «singularidad» o «alegría» o «vistosidad», lo cual no hace sino empeorar un resultado que, a veces, va acompañado por sustituciones de balcones (barrotes de hierro y pasamanos de madera por vidrios y aluminio). Algunas empresas que se dedican a estos revestimientos suelen colgar en sus páginas web paralelismos, «antes» y «después», verdaderamente maniqueos: edificios cochambrosos sin ningún mantenimiento exterior durante muchas décadas y los mismos edificios con una apariencia prístina y colorinchi tras haberlos alicatado con forros ventilados. ¡Oh, maravilla! Nada se dice de sus interiores, claro está.

Estamos asistiendo a una destrucción lenta y silenciosa, de difícil apreciación porque el cambio no se produce de súbito en un sólo lugar, sino que se disemina puntualmente por aquí y allí. Sin embargo, si no se empieza actuar de otra manera en unas pocas décadas creeremos vivir en las mismas ciudades que antes, pero su aspecto será diferente del que hemos conocido, la personalidad de cada una se habrá difuminado y todas, en cualquier parte, de Lugo a Alicante y de Gerona a Huelva, se parecerán entre sí como gotas de agua. Ya no habrá imagen local reconocible, sino rutinarias máscaras. Cromos. Eso sí, esperemos que, al menos, energéticamente eficientes.

Dramático cambio en una humilde, pero digna, casa tardoracionalista.

Frente a la asepsia impersonal del resultado, ¿cómo no reconocer que el punto de partida en este pequeño pabellón de los años 50 de ladrillo caravista era muchísimo mejor y más elegante?

Cines: arquitectura forjada con sueños

/ Javier González de Durana /

Cine Carlton (1948), Eugenio Mª Aguinaga. Plantas niveles 0, 1 y 2.

Para gozo de los aficionados al cine y sus espacios de proyección, recientemente se ha publicado Arquitecturas para el cine en Bilbao, un minucioso trabajo de investigación llevado a cabo por Bernardo I. García de la Torre, arquitecto. Desde hace años compatibiliza el ejercicio de su profesión con la tarea dedicada, junto con su hermano Francisco Javier, a la difusión didáctica de los edificios más relevantes existentes en Bilbao. Lo han llevado a cabo mediante tres títulos esenciales: Guía de Arquitectura de Bilbao (1993), el que puede tomarse como su posterior ampliación titulado Bilbao arquitectura (2009), con descripción de 240 construcciones singulares de la Villa, y Bilbao, nueva arquitectura = new architecture (2013), en el que se recogen 56 destacadas obras realizadas durante el periodo 1988-2012. En este último Bernardo repasa edificios, ámbitos públicos y puentes, incluidos aquellos que han convertido Bilbao en una referencia ineludible a nivel global por su singularidad, la calidad de los nuevos espacios y usos urbanos derivados de recalificaciones urbanísticas y la personalidad de sus diseñadores.

Con esta nueva aportación Garcia de la Torre se centra en la singular y específica tipología constructiva de los espacios cinematográficos, los cuales habían sido abordados con anterioridad por Alberto López Echevarrieta desde una perspectiva más histórica y sentimental. Ahora, el punto de vista del arquitecto analiza sus peculiaridades en cuanto a autores, diseños constructivos, amplitudes espaciales, ocupaciones del suelo y otras muchas circunstancias entre las que, cómo no, también las hay de índole histórica y sentimental. Esto último es algo casi inevitable -aunque el autor no lo pretende aquí- porque para las personas con edades superiores a los 40 años el cine fue un lugar que rebasaba el mero recinto para un espectáculo visual suministrador de relatos y emociones, pues llegaba a ser punto de refugio, paraje de huida, lugar de citas, cámara de maravillas, territorio sin fronteras, apertura a mundos paralelos y otras muchas cuestiones más. No conozco a nadie de cierta edad que no albergue en su interior abundantes y profundos sentimientos vinculados con los cines. La mayor parte de esta gente conserva sólida memoria de vivencias influyentes de sus vidas que tuvieron lugar en cines, a veces, contemplando lo que mostraba la pantalla y, a veces, interactuando con la persona sentada en la butaca de al lado.

La mejor época para los cines en esta ciudad duró aproximadamente medio siglo, entre 1925 y 1977. Por supuesto, hubo buenos locales para la proyección de películas antes de la primera fecha, como el Olimpia, de Ricardo Bastida (1905-47), el Vizcaya, de Raimundo Beraza (1910-81), el Trueba, de Mario Camiña (1913-86) o el Coliseo Albia, de Pedro Asúa (1917-1985) y sobrevivieron algunos de ellos a partir de 1977, casi siempre subdivididos en multi-cines hasta su extinción. Pero la gran época se inauguró en 1925 con el Buenos Aires, de Manuel I. Galíndez (1925-89), el Ideal Cinema, de Pedro Ispizua (1926-2005), y el Actualidades, de Ignacio Mª Smith (1935-76). Después de la guerra civil la cinematografía dispuso de espacios magníficos, en ocasiones con veleidades hollywoodienses, creados por P. Ispizua (Ayala, 1943-2009), Valentín R. Lavín del Moral (Izaro, 1943-2006), Secundino Zuazo (Consulado, 1950-99), Germán Aguirre (Abando, 1950-87), Anastasio Tellería-Gonzalo Cárdenas (Gran Vía, 1951-aún existe), Luis Mª Gana (el nuevo Olimpia, 1951-85), Eugenio Mª Aguinaga (Carlton, 1953-85), José Luis Sanz Magallón (Capitol, 1958-2011), y los últimos entre los grandes, el Astoria, diseñado por Javier Sada de Quinto en 1969, y el Vistarama, de E. Mª Aguinaga y Luis Mª Gana en 1970… entre otros muchos repartidos por barrios, parroquias, colegios privados, escuelas universitarias, la mayoría de ellos con gran y sorprendente calidad… hasta registrar un total de 99 espacios dedicados al cine. Entre estos, están incluidos teatros que, para una explotación intensiva de las instalaciones, compaginaron las representaciones escénicas con las proyecciones cinematográficas (Arriaga, Campos Elíseos…), salones de variedades que mezclaban cine y musicales (Pabellón Vega), casinos (Artxanda), circos (Ensanche), teatros-circo (Coliseo Albia) y hasta estrictos salones de música para conciertos de cámara (Filarmónica).

El Olimpia, de Ricardo Bastida (1905). Alzado de la fachada del cuerpo principal, que se complementaba con dos pabellones menores a su derecha.

El autor explora los pequeños locales de programación híbrida que abundaron en las calles de los «barrios altos» de Bilbao, pues el cine encontró en sus inicios mejor acogida entre las clases populares y en los ambientes de mayor libertad moral que en las avenidas del centro de la Villa. Calles como San Francisco, Las Cortes, Cantera, Iturburu o Bailén acogieron establecimientos en los que se mezclaba el café cantante, la comedieta bufa y la proyección luminosa de imágenes fijas o en movimiento. La búsqueda de información sobre estos locales, de vida efímera y casi clandestina en su mayoría («mísera y cutre» se dijo en alguna ocasión), ha sido exhaustiva y gracias a ella sabemos cómo eran, cuántas butacas tenían, de qué manera se distribuía el público ante la pantalla, la clase de películas que se programaba, la forma de acceder a los distintos niveles del espacio (cuando los había)…, en fin, una riqueza informativa verdaderamente sorprendente por tratarse de establecimientos que, en general y por razones obvias, dejaron muy poca documentación relativa a su existencia.

Lógicamente, los datos, planos, diagramas, fotografías históricas y hasta entradas compradas en taquilla abundan a partir del momento en que se empezaron a construir locales de mayores dimensiones en emplazamientos céntricos. La investigación en los archivos municipales y en los estudios de los arquitectos que los diseñaron (son pocos casos y menos aún los que conservan aquellos expedientes) ha facilitado información riquísima y abundante. Ante tal cúmulo se hace imperativa la clasificación tipológica, el orden temático, la estructuración de los contenidos mediante secciones diferenciadas. En este aspecto, García de la Torre saca provecho de sus experiencias anteriores como autor y, así, los locales de cine van descritos de manera didáctica, descubriendo los aspectos destacables de su gestación y ejecución. Se incorporan documentos originales de los proyectos, se analizan los contenidos de sus memorias descriptivas, se ordenan croquis, planos y esquemas, se ofrecen planos de ubicación con coordenadas, se añaden fotografías del proceso de ejecución. Los arquitectos autores de los proyectos ocupan un apartado con datos personales sobre su trayectoria profesional. Cada ficha relativa a cada cine concreto está concebida como una unidad didáctica que aporta información general y técnica con una organización visual que ofrece varios niveles de aproximación y lectura. Las imágenes de todo tipo abundan a lo largo de las páginas del libro pero no abusan del espacio, sino que se presentan como citas visuales que apoyan la comprensión de lo escrito. Hay muchísimas fotografías, pero no es un libro de fotografías.

Dos vistas del interior del cine Consulado, de Secundino Zuazo (1950).

Se tardó en crear una arquitectura propia para la contemplación de las películas y durante mucho tiempo se proyectaron en lugares «de prestado». Por otra parte, los primeros edificios integrales dedicados a este fin, el Olimpia, el Gayarre y el Ideal eran deudores de las tipologías teatrales y las artes escénicas. No fue sino hasta la aparición del Izaro, después de la guerra, en que la distribución de las butacas se dispuso en abanico y no en filas paralelas entre sí y a la pantalla, se eliminó el pasillo central y los suelos de planta baja y de anfiteatro adoptan una posición inclinada en busca de la mejor visibilidad; el modelo norteamericano se aclimató a la Villa. Otra característica de los espacios cinematográficos fue que en su mayoría no mostraban una fachada peculiar hacia la calle, sino simples vías de acceso al interior por las plantas bajas de los edificios, pues las salas propiamente dichas, en su gran mayoría, se hallaban en los patios de manzana.

Cine Capitol, de José Luis Sanz Magallón (1958), vista del patio de butacas y del anfiteatro, comunicados por una maravillosa escalera lateral.

Sección del edificio de viviendas en cuyo patio de manzana se hallaba el cine Consulado, visto en su sección transversal.

Las etapas en que se desarrolló la arquitectura para contemplación de películas cinematográficas en Bilbao, de acuerdo con el autor, son las siguientes: (1) las primeras proyecciones, 1896-1904, (2) los primeros cines y la incorporación de los teatros al cine, 1905-1925, (3) transición y consolidación, 1926-1949, (4) las grandes salas del Ensanche y los cines de barrio, la edad de oro, 1950-1965, y (5) declive, últimas aperturas y cierre, 1966-2011. La proliferación de canales televisivos, primero, y el reproductor doméstico de cintas de vídeo, después, causaron la extinción de estos gigantes del espacio de ocio.

En las primeras páginas se ofrece una visión panorámica y esquemática de la situación urbana de la ciudad en los albores de la modernidad. En las páginas finales se recogen, a modo de resumen y síntesis, los siguientes apartados: índice de obras, fichas técnicas, índice onomástico y bibliografía.

Este extraordinario trabajo permite conocer a fondo qué dimensión social tuvo y qué supuso en la vida cultural bilbaína el espectáculo artístico más característico del siglo XX. Sumergirse en estas páginas es una constante emersión de recuerdos y emociones sepultados por el paso del tiempo, lo cual procura tanta alegría como sumerge en estados de melosa nostalgia y melancolía. Un lujo.

Demolición del escenario y marco de pantalla del teatro Buenos Aires (1989).

Catedral de Santiago: lo abyecto junto a lo sagrado

/ Javier González de Durana /

Secuencia de los cinco locales adosados al pórtico de la catedral de Santiago.

Las inundaciones de Bilbao en 1983 fueron trágicas por la irreparable pérdida de vidas humanas y penosas por los grandes daños materiales que causó la arriada, como se decía siglos atrás (no riada, aunque la avalancha inesperada de agua se produzca en una ría). El Casco Viejo se vio particularmente afectado y fueron muchos los locales comerciales que no pudieron recuperarse tras la catástrofe. Se perdieron empleos y resultaron perjudicados establecimientos históricos con interesantes muebles, mostradores, letreros-anuncio…, mil y un detalles que les daban el sabor de otras épocas desaparecieron.

Sin embargo, aquel desastre también tuvo algún efecto positivo. Sirvió para que, en los procesos de recuperación de negocios, rehabilitaciones estructurales y reparaciones materiales, muchas fachadas y muros construidos originalmente con buena piedra sillar, ocultos tras aplacados colocados en tiempos posteriores, volvieran a ver la luz, muchos huecos violentados con agresivas ampliaciones para introducir escaparates y puertas de acceso que rompían las composiciones originales de las fachadas fueran reconstruidos, y muchos grandes anuncios colocados en banderola sobre las fachadas de los inmuebles, peligrosamente sujetos por viejos y herrumbrosos tirafondos, pudieran retirarse (algunos, que eran interesantes como diseño, pervivían a pesar de que los negocios que anunciaban a veces habían desaparecido muchos años antes sin que nadie se hubiera molestado en eliminarlos debido al coste que implicaba).

Declarado el Casco Viejo como Conjunto Monumental desde los años 70 y transferidas al Gobierno Vasco en 1981 las competencias en materia de protección del patrimonio arquitectónico de valor histórico-artístico, desde el Departamento de Cultura tuvimos que afrontar una tarea enorme en muy poco tiempo, pero también fue una tarea grandiosa en la que se consiguieron muchos objetivos, pero no todos; lógicamente, era imposible.

Uno en el que pusimos empeño fue la eliminación de los locales comerciales adheridos al exterior del ábside de la catedral de Santiago, unos negocios con superficies útiles entre 4 y 7 metros cuadrados. Sin ningún valor constructivo o de diseño, estos anexos ocultaban y ocultan aún la noble naturaleza exterior de la catedral, sin duda más interesante y digna que esos pegotes degradantes. El Ayuntamiento no admitió que desaparecieran, quizás porque en aquel momento delicado se habrían perdido unos pocos puestos de trabajo, ya que todos esos espacios entonces funcionaban con actividad comercial, o quizás porque no se tenía claro quién era el propietario del suelo, si el municipio, la iglesia o los gestores de los negocios. El argumento con el que el Ayuntamiento ganó la partida fue que esos negocios eran la prolongación en el presente de actividades mercantiles que hundían sus raíces en una tradición que podría remontarse hasta la Edad Media. Ahí nos la dieron. Entre la cantidad de trabajo que había que atender -todo el Casco Viejo estaba patas arriba- y el empeño de algunos comerciantes por mantener su actividad en esos cuchitriles, hubimos de renunciar a que desaparecieran. Resultaba evidente que en poco tiempo se convertirían en nichos para infranegocios incompatibles con su inmediatez a un templo tardogótico, como así ha terminado por suceder. Las últimas actividades de los cinco locales en que se dividió tan estrecho espacio fueron del tipo venta de golosinas, lotería, relojería, heladería…

El criterio municipal que sirvió entonces para demoler el balcón-mirador del teatro Arriaga adosado a su fachada, una pequeña joya de la arquitectura de hierro de 1910 diseñada por Mario Camiña, no se aplicó para despejar los muros religiosos de principios del XVI. Una contradicción flagrante. También el Club Náutico, con sede en aquel privilegiado balcón, daba trabajo a varias personas, pero, claro, el teatro era y es municipal con lo que el ayuntamiento pudo hacer y deshacer; sin embargo, los locales que parasitan el ábside ¿de quién eran y son? Si han venido perteneciendo a los comerciantes, ¿quién los vendió inicialmente? ¿la iglesia, por creerse con derecho para enajenarlos al estar adosados al templo, o el ayuntamiento, por considerarlos suyos al formar parte de la calle y el espacio público?

En la actualidad los cinco locales están sin actividad (el último cerró hace un par de años) y muestran un aspecto sucio e indigno para una ciudad que pretende ser turística y un edificio que se exhibe como joya local de la arquitectura histórica. ¿Qué pensarán los turistas franceses, ingleses, alemanes… cuando vean esa desastrada rinconera? La alcaldía, que con tanta diligencia defiende los intereses del obispado en otros lugares de la Noble e Invicta Villa, consiente que en pleno corazón histórico de la ciudad el punto más abyecto se encuentre justo al lado del lugar más sagrado. Muy sorprendente para un devoto cristiano con poder edilicio: lo abyecto y lo sagrado dándose la mano. ¿Será nuestro alcalde un secreto lector de Jacques Lacan y Julia Kristeva? Nunca lo habría imaginado si no hubiese sido por esto.

De acuerdo con que en épocas medievales y posteriores los mercados al aire libre en Europa tendieron a ocupar esquinas y recodos urbanos para instalar provisionalmente una mesa y un toldillo, que en algunos casos terminaron por hacerse permanentes. Los espacios entre los contrafuertes de las iglesias, recogidos y al borde de vías de circulación, fueron lugares propicios para ello. Sin embargo, en esa misma Europa tales locales han sido eliminados hace décadas para poner en valor la arquitectura importante de verdad. De cara a que no se conviertan en recovecos de suciedad, vómitos y orines -en todas partes hay gente incívica- lo que antes estaba ocupado por minúsculos negocios ahora se halla acotado con una verja o adornado con vegetación, como en el caso de Saint-Etienne, en Dijon, por poner sólo un caso (véase imagen). Aunque lo mejor es un buen y periódico servicio público de limpieza.

Considero distintos los otros dos casos que conviven adosados a este edificio religioso: el anexo al pórtico, Ama Dablan (antigua relojería que ahora no sé qué es) en la carrera de Santiago (junto al pórtico) y la tienda de tejidos Celaya y la cafetería Baster en la calle Torre (esquina con Correo) por razones distintas. En primer lugar porque se conservan en perfectas condiciones de uso sin crear secuencias prolongadas de fachada degrada, en segundo porque en el caso de Celaya-Baster su presencia permite alinear la calle Torre respecto a la posición diagonal del claustro de la catedral sin que su presencia se perciba como un anexo y en tercer lugar porque ofrecen un incuestionable aspecto de época, años 50 y los 30, respectivamente, con alguna calidad formal. De paso su existencia permite dejar testimonio de aquello que tanto valoró el Ayuntamiento en 1983, esto es, que perviva un testimonio de esas antiguas actividades mercantiles al abrigo del templo.

Vista general de los cinco locales adosados al ábside de la catedral de Santiago.
Saint-Etienne, gótico en Dijon (Francia)