/ Javier González de Durana /

Hace poco tiempo estuve visitando la capilla de Nôtre Dame du Haut, en Ronchamp. Recuerdo haber querido conocer ese edificio religioso de Le Corbusier desde mis años de universidad, pero se ha demorado un poquito -algo así como 50 años- el que haya podido hacerlo. Nunca es tarde si la dicha es buena, y esta vez lo fue de verdad. El viaje tuvo algo de peregrinación y el motivo era una lejana y juvenil creencia en que la buena arquitectura mejora a las personas. No es que haya dejado de creer en ello, pero sí ha cambiado: ahora, más que una convicción basada en algún tipo de fe, es un circunstancial estado de ánimo que confía en esa posible mejora, por muy improbable que parezca.
Durante muchos años a partir de 1955 Ronchamp fue para los arquitectos una visita obligada. Muchos viajes de fin de carrera tenían uno de sus puntos de parada en esta capilla situada al nordeste de Francia. Para mí, estudiante de arte, era un puro misterio a la vista de lo poco que podía interpretar por las fotografías que reproducían aspectos de Ronchamp. No la entendía y no es de extrañar, pues no es posible que unas pocas imágenes la hagan inteligible, se necesitan muchas y, aún así, es un edificio que sólo se comprende en su totalidad cuando se está dentro de él y a su alrededor. No hay otro modo. Todo lo demás son pálidas aproximaciones. El año pasado Rafael Moneo publicó un delicioso librillo acerca de esta capilla (Sobre Rochamp, Acantilado, 2022), lo leí antes de iniciar el viaje y, aunque me gustó su análisis, sólo capté bien lo que quería decir después, cuando dentro de aquel enorme estómago de ballena ví y sentí la capilla.
En los años de larga espera para visitar Ronchamp me dediqué a estudiar lo que consideraba caso semejante en el País Vasco: la basílica de Arantzazu. En la obra de Le Corbusier no pude evitar acordarme de la de Oiza y Laorga. He dicho caso semejante porque son dos templos, porque ambos fueron novedosos en lo arquitectónico y audaces en lo ornamental, y porque los dos se diseñaron y construyeron en los mismos años, 1950-55. También había algún que otro aspecto coincidente, como que fueron dos personalidades con acusado carácter y tenacidad quienes los hicieron posible, aquí el fraile franciscano Pablo Lete, nombrado en 1949 Provincial de los Franciscanos, y allí el fraile dominico Marie-Alain Couturier.
Todo lo demás fue diferente, así que las similitudes no son tantas; en realidad, se trataba de dos países, dos sociedades, dos jerarquías eclesiásticas y políticas, dos modernidades, unos arquitectos… muy distintos. Una Francia democrática acababa de salir de la horrorosa segunda guerra mundial y se reconstruía para vivir un tiempo nuevo con formas y maneras inéditas, mientras una España dictatorial mantenía latente su guerra civil y reelaboraba estilos históricos con la pretensión de amarrar y prolongar tiempos y mentalidades pretéritas.
Algunas iniciales reticencias a que fuera el agnóstico y maduro (63 años) Le Corbusier quien diseñara la capilla fueron superadas y en marzo de 1953 empezaron las obras de construcción. Aquel mismo año, en Gipuzkoa, con las obras ya en marcha, apareció y creció un rechazo a ciertos aspectos del proyecto de los jóvenes creyentes católicos Oiza y Laorga (32 años ambos) que en septiembre culminaron en censura y prohibición eclesiástica. Se cumplen ahora 70 años de aquellos hechos, aunque parecen mucho más remotos.
Ambos templos han sido minuciosamente estudiados, así que no voy a decir aquí nada nuevo sobre ellos, pero la comparación entre ambos no conozco que se haya realizado hasta ahora. Tampoco voy a entrar a saco en la cuestión, así que me limitaré tan sólo a señalar y comparar algunas diferencias. Es importante tener claro que las dimensiones de ambos santuarios marianos no son iguales, Ronchamp tiene una capacidad de acogida de feligreses cuatro o cinco veces menor que Arantzazu.
La modernidad de la arquitectura de Arantzazu se basa en dos o tres asuntos: las puntas de diamante (visibles) y la sección del voladizo del coro bajo (no visible), presentes en el proyecto que gana el concurso, y en la bóveda interior y el lucernario del ábside, incorporados al templo en pleno proceso de construcción. Toda la otra modernidad aquí es artística, no arquitectónica, con intervención de varios autores en distintos momentos. Sin embargo, en Ronchamp todo es igualmente moderno y sincrónico desde un inicio y todo (incluidas pinturas y vidrieras) sale de la mano de un solo creador, el arquitecto, no hay otros artistas en colaboración.

Ronchamp: planta libre, asimetría y muros curvos, alguno más grueso que los demás; formas de aparente informalidad y contenido litúrgico -junto con la bóveda- desbordado al exterior; acceso lateral, desde el Sur; topográficamente, se eleva al cielo; tres capillas interiores distribuidas aquí y allá; ábside convexo; iluminación natural desigualmente entrante; continua oscilación de muros cóncavos y convexos que se imponen a los sentidos sin que quepa percibir algún orden visual o estructural. Arantzazu: planta tradicional de cruz latina y girola; simetría y muros rectos que delimitan la geometría del espacio religioso; acceso frontal, desde el Oeste; topográficamente, se adentra en la tierra; confesionarios múltiples ordenados junto a muros laterales; ábside cóncavo; iluminación natural centrada en el ábside y distribuida con equilibrio por la nave; espacio que se entiende nada más entrar en él, al primer golpe de vista.

Ronchamp: muros blancos salpicados «all over» con hormigón a la manera de una tirolesa (rugosidad y mucha textura); ligereza, irregularidad y fluidez. Arantzazu: muros exteriores parcialmente revestidos con sillares de granito gris tallados en punta y ordenados en filas verticales y horizontales; robustez, regularidad y densidad.

Ronchamp: su energía se concentra en la esquina donde confluyen los muros Este y Sur más la cubierta que se desborda al exterior, una cubierta que recuerda las grandes losas de los dólmenes (punto de contacto con teorías oteicianas). Arantzazu: su energía se despliega en la torre del campanario, los dos torreones laterales de la fachada y el vacío existente entre estos; su antecedente se encuentra en las iglesias románicas de los Pirineos.

Ronchamp: las bancadas para los feligreses están situadas en un lateral de la nave, no orientadas frontalmente hacia el altar, dejando libre un gran espacio para personas de pie; el suelo desciende hacia presbiterio con una ligera curvatura, siguiendo la forma de la colina; cuesta reconocer el espacio del presbiterio; la Virgen María ocupa una pequeña ventana a un lado, tras el altar; el techo eclesial, curvo e inclinado, se separa de muros que parecen no servirle de apoyo; la luz, con intensidades desiguales y cambiantes según la hora, procede de diferente puntos; la escala es humana, propicia para la meditación. Arantzazu: las bancadas, distribuidas a ambos lados con orden riguroso, abren un pasillo frontal hacia el altar; el presbiterio está acotado con claridad; la Virgen María ocupa una posición central dentro del ábside; el techo eclesial acoge y protege a los fieles, abrazándolos desde lo alto; el suelo es plano y no se hace eco del rocoso lugar sobre el que se asienta, pero sí lo hacen las escalinatas exteriores de acceso; la luz es homogénea y regular, privilegiando el retablo; la escala es monumental, adecuada para el sobrecogimiento.



Ronchamp: una puerta esmaltada de aspecto aéreo, con colores vivos y alegres en sus dos caras, transmiten confianza y esperanza, un espíritu luminoso y festivo; formas orgánicas y naturalistas; no hay esculturas, pues la propia arquitectura define un volumen y un vacío escultóricos. Arantzazu: cuatro puertas minerales, trabajadas en la cara de acceso con geometrías de bordes cortantes; existencialistas cuerpos de los apóstoles en granito negro, cuyos huecos redondeados pueden verse como únicos puntos de contacto con la planta arquitectónica de Ronchamp: si se cortara un apóstol de lado a lado a la altura de los brazos la sección resultante se asemejaría a la planta del muro Oeste. Oteiza admiraba esta obra de Le Corbusier y algunas de sus investigaciones a partir de 1955, como la des-ocupación del espacio y el sistema de proporciones a partir de la sección áurea, tuvieron en esta capilla tanto un punto de partida como una confirmación.

Ronchamp: fuentes de luz natural para una de las tres capillas-absidales; se observa de dónde viene la luz, pues está a la vista de quien penetra en ese ámbito; la luz ilumina en cada capilla el espacio del feligrés y del sacerdote al oficiar misa, es común a los dos; espacio humano para la meditación del misterio de la Vida; el muro curvo se aproxima y se sitúa por encima de la cabeza del observador, sobrevolando a éste. Arantzazu: la luz para el ábside procede de lo alto, pero no se contempla de dónde ni cómo llega, es un misterio que ilumina otro misterio, el de la Virgen, imponiéndose con majestuosidad; el muro curvo se aleja del observador y desciende hasta el suelo.

Ronchamp: bóveda de hormigón en su color natural vista hacia el muro Oeste, la opuesta al presbiterio;; desciende hacia el centro de la nave; en su encuentro con el muro Sur, deja una delgada franja vidriada continua para que la claridad que pasa haga creíble, con asombro, la idea de que la bóveda es tan ligera que levita; espacio indecible. Arantzazu: bóveda de madera oscurecida que se eleva por el centro y desciende por los lados; los dos niveles del coro quedan acogidos dentro de ella; las dos filas de huecos para las claraboyas, insertas en la misma bóveda, iluminan igualitariamente la nave; espacio descriptible.


Ronchamp: interior y exterior del muro-vidriera, orientado al Sur, en la fachada de acceso, la principal; colorido vivo; huecos para vanos tronco-piramidales al interior; dibujos sencillos de estrellas y animales junto a palabras escritas sobre los cristales, como «la mer», «étoile du matin» y «marie»; a la altura de los feligreses. Arantzazu: interior y exterior de uno de los dos conjuntos vitrales, situados ambos en los extremos del crucero; en lo alto; fachadas Este y Oeste; formas ovoides; colores fríos. Todo lo que posee formas orgánicas en Ronchamp las tiene geométricas en Arantzazu, y al revés.
El tiempo pasa y más de medio siglo después de construirse Arantzazu ha terminado por ser lo que Ronchamp fue desde su inicio: un lugar de meditación y retiro espiritual en estrecho contacto con la Naturaleza y el Arte. Atrás quedaron las historias absurdas de un régimen político fascistoide y sus secuelas terroristas, atrás el mito colaborativo y el hito trágico que envolvió alguna realización escultórica, atrás las fervorosas multitudes marianas… Queda la Naturaleza, que siempre estuvo y estará ahí, y queda un capítulo -tan espinoso como singular- de nuestra historia del Arte.


Un artículo delicioso, gracias Javier. Solo recordar que la portada de Aranzazu está canónicamente orientada al Oeste, y no hacia el Norte, lo que hubiera supuesto una pequeña transgresión compositiva. Y pedirte que, si no lo has hecho ya, corrijas el lapsus teclae de las bancadas «diagonalizadas» en Ronchamp
Un fuerte abrazo.
Alberto
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Muchas gracias, Alberto, por las puntualizaciones; en ambas tienes razón; ya están corregidas. Lo del Norte no lo había comprobado, pero al subir desde Oñate siempre tengo la impresión de que la trayectoria que llevo es Norte-Sur, hacia Urbia y la divisoria de las aguas Cantábrico-Mediterráneo, lo cual es independiente, por supuesto, de la orientación que finalmente adopta el Santuario. Pienso que la orientación de la fachada, cuestiones canónicas aparte, respondía en la idea de Oiza y Laorga probablemente en respuesta a una demanda del cliente, a la voluntad de encararla en dirección a la llegada de los peregrinos, pues como sabes la fachada-entrada del templo anterior estaba orientada al Este, lo que provocaba agrandes aglomeraciones y apreturas incluso con muy poco gentío, un acceso que atribuyo a las originarias dificultades topográficas y unas aglomeraciones que se intensificaron con la construcción, al otro lado del camino, de edificaciones y seminarios. Un cálido abrazo, Javier.
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