El árbol que hizo arquitectura.

Javier González de Durana

Me alegró mucho la noticia, publicada el martes pasado, de que el Museo de Bellas Artes  plantaba un castaño joven donde anteriormente existió otro que, por desgracia, murió y desapareció hace unos 10 o 12 años. La importancia de aquel árbol radicaba, aparte de la majestuosa presencia natural que exhibía, en que su cercanía al museo había provocado que la forma exterior de la ampliación arquitectónica llevada a cabo por Luis Mª Uriarte en 2001 tuviera un determinado y peculiar diseño puntual al querer ser respetuoso con el árbol, hasta el punto de que la presencia de algunas ramas suyas, para no tener que ser amputadas, obligaron a una reconsideración de lo que hubiera sido la lógica compositiva del edificio. Aquella singularidad no sólo no perjudicaba al edificio, sino que le hacía ser tanto más amigable y cautivador por cuando había renunciado a parte de su naturaleza constructiva para salvaguardar la del árbol preexistente.

Durante los años en los que el edificio tuvo que seguir adelante sin la presencia del compañero desaparecido que le hizo ser tal cuál en ese punto de la fachada lateral, aparte de echar de menos al árbol, la arquitectura quedaba inexplicable, como amputada y, desde luego, incomprensible a los ojos de quien no supiera por qué ese elevado lugar de la fachada costanera era como era. Una veleidad del arquitecto, un sinsentido modernista, el resultado de alguna obra que obligó a eliminar un fragmento del edificio que después no se repuso…, era lo que podía pensar quien no supiera la causa de aquella pequeña pero visible muesca.

Sin embargo, los que sabíamos el motivo que había provocado aquella finta en la cristalería de la fachada mirábamos hacia el museo y veíamos el árbol, aunque no estuviera, notábamos la fuerza de su no-presencia y todavía observábamos aquella poderosa rama acercarse con atrevimiento a la fachada y cómo ésta se retiraba para dejarle paso. El hueco en la cristalera nos recordaba el hermoso árbol que hubo y, en cierto modo, gracias a él seguíamos “sintiendo” el viejo castaño.

Tras salir de la caverna, el árbol fue la primera «casa» del ser humano: el ramaje le protegía del sol y la lluvia, el tronco le resguardaba del viento, tras atar a él unas pieles conseguía un leve refugio, a su alrededor la comunidad se reunía… Con significados profundos y sagrados para todas las civilizaciones y culturas, los humanos hemos contemplado siempre el árbol como un vigoroso símbolo de crecimiento, decaimiento y resurrección al contemplar su desarrollo y desaparición, la elástica resistencia y longitud de sus ramas, el sensible decaimiento y revitalización anual de su follaje. La representación simbólica más antigua de la construcción del universo es el árbol del mundo.

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El árbol hizo arquitectura y durante años me pregunté cómo era posible que a nadie con responsabilidad en el museo le importara la desaparición de aquel castaño, que no hubiera a quien se le ocurriera que debía reponerse aquello que había causado un sencillo pero significativo gesto del edificio museístico. Lo que había sido originariamente un delicado ademán de nobleza y veneración por parte del museo había pasado a ser una herida incoherente en su arquitectura. ¡Por Dios!, tan sólo había que volver a plantar un árbol para que toda la belleza del maridaje entre lo natural y lo artificial volviera a tener sentido: «Es algo que llevábamos largo tiempo esperando. Toda la estructura estaba constituida alrededor del árbol para que él la siguiera dominando«, ha reconocido el arquitecto Uriarte.

A ver cómo se respetan los árboles circundantes cuando se lleve a cabo la nueva ampliación del museo. Que no sea poner uno para eliminar otros. Que la ganancia de metros cuadrados de la institución no merme los metros cuadrados del parque. Lo digo porque una posible área señalada para su ampliación es el acceso por la puerta Chillida, donde existen siete ejemplares de buen volumen. El museo está donde está porque existía un extenso y generoso espacio arbolado para acogerlo; que el museo no recorte ahora el ámbito que le hizo posible tener presencia ahí.

Vienen al recuerdo los estilizados árboles que pintaron Benozzo Gozzoli y Domenico Ghirlandaio, el ‘árbol de la vida’ imaginado por Gustav Klimt y los muy distintos de la cultura popular mexicana, los troncos mochos y negros de Godofredo Ortega Muñoz, la torre construida con raíces de René Magritte, el árbol antropomorfo de Robert Smithson, el bosque de Oma habitado por rayos y geometrías lanzadas al aire por Agustín Ibarrola, la ordenada ‘biblioteca del bosque’ de Miguel Ángel Blanco, las raíces y ramas para las esculturas de José Ángel Lasa, los árboles de rojo-sangre de Javier Pérez…

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Todos apreciamos la manera en que los árboles dulcifican las ásperas vías y vidas de las ciudades y cómo sus ramajes nos hacen el favor, en ocasiones, de ocultarnos miserables alzados. Hace décadas en Nueva York la municipalidad estableció relación con algunos artistas para que los nuevos árboles no se limitaran a suavizar las largas avenidas, calles y parques, sino que sirvieran como material para algo más que alinear arboledas. No se conocieron resultados relevantes o quizás sí porque el artista paisajista no pretende llamar la atención, sino emboscarse tras su creación, pero la tentativa fue interesante. Al menos, lo fue el plantearlo. Algunos artistas del «environmental-art» (Alberto Carneiro, David Nash, Paolo Bürgi, Catherine Mosbach…) pudieron llegar más lejos algunos años después, aunque a menudo en desérticos y distantes parajes.

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Se han hecho y dicho muchos elogios acerca de la renovación de Bilbao durante las últimas dos décadas, pero casi nunca se menciona una de las acciones que me parecen más importantes: la reforestación de las laderas de Artxanda y Pagasarri, nuestro amplio cinturón verde al norte y al sur de la urbe. Ha sido un trabajo hecho poco a poco, que apenas ha resultado perceptible en el curso del tiempo, del día a día, pero fueron cientos de miles los árboles que se plantaron. En las laderas y también en las calles. Detrás y al lado de los edificios rutilantes han existido realizaciones poco llamativas que han mejorado la calidad de vida urbana de manera profunda y sustancial: la regeneración de las aguas de la ría y la reforestación de las laderas de los montes que nos circundan.

Sí, luego están esos edificios llamativos que los turistas se hartan a fotografiar.

Como Uriarte, otros arquitectos también supieron respetar las preexistencias arbóreas, para lo cual se vieron obligados a ingeniar soluciones singulares, a veces cómodas, a veces no tanto. Aquí van once casos sorprendentes.

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2 comentarios sobre “El árbol que hizo arquitectura.

  1. Recuerdo el árbol y la oquedad respetuosa en el edificio del museo. Resultaba admirable que alguien hubiera tenido semejante muestra de cariño y respeto hacia aquel árbol.
    Mi enhorabuena por este artículo tan entrañable.

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